lunes, 5 de diciembre de 2022

Lloviendo flores


Hacía mucho tiempo que no contemplaba el amanecer con la calma que demandan esos primeros rayos de sol, irrumpiendo en el horizonte. No hay excusas: el ritmo cotidiano de la vida, con sus ideas y venidas apresuradas, abundantes en tareas impregnadas, con frecuencia, de una suerte de ritual, no deberían impedir que a diario detuviéramos nuestros propios impulsos, los ceremoniales diarios que hemos convertido en una suerte de religión de desgaste emocional y simplemente, tomáramos aire, levantando nuestra vista hacia ese cielo que nos proporciona tan emocionantes momentos, tan bellas imágenes. Que sean a su vez conmovedoras dependerá de nuestra propia sensibilidad.

Cuando éramos pequeños, aparte de pensar y actuar como niños, dejábamos deslizar nuestros sentimientos instantáneamente: la infancia estaba bendecida por la libertad de nuestros instintos. La tristeza y la euforia se permutaban entre sí como producto de esas emociones que vivíamos siempre intensamente. Pasábamos de la alegría desbordada al llanto incontrolable en cuestión de segundos, expandiendo nuestra impresionable conciencia. En aquellos años, ni los sentimientos eran tan emocionales, ni nuestros pensamientos tan racionales, nos limitábamos a reaccionar ante una realidad o más bien ante el ingenuo significado que le conferíamos a esta. Nuestros estímulos ante la vida y sus circunstancias eran tan elementales como las coordenadas existenciales del mundo que giraba a nuestro alrededor: podíamos llorar si nuestros padres nos negaban ese tebeo que se exhibía en el quiosco del barrio o sentir la euforia en todos nuestros poros cualquier tarde, en compañía de otros niños, en esos tiempos en los que la calle era el escenario que nos deparaban una y mil emociones en forma de aventuras imaginadas, que solían finalizar bruscamente con la irrupción de los gritos de nuestras madres, desde las ventanas, reclamando nuestra presencia.

La sociedad que nos hemos inventado, según se van sucediendo los años de nuestras existencias, moldea nuestras conductas, como consecuencia del aprendizaje que tiene lugar en el medio social en el que crecemos y nos desenvolvemos, el condicionamiento operante nos configura, mientras la amnesia hacia nosotros mismos nos impide mostrarnos puros, enteros y verdaderos. 

Así, cuando la lucidez me golpea, como ahora, me detengo, desembarazándome de los objetos inútiles que mis manos sostienen a diario. De esos cultos a lo preceptivo que convertimos en axiomas vitales. De las inútiles alegorías del reloj de arena, de las prisas que son del todo humanas. Y bajo el abrigo de mi desnudez, miro hacia arriba, aspirando a volver ser un hijo de la naturaleza, producto de esas partículas elementales, omnipresentes en la historia del universo. Mientras mi cuerpo habita en un otoño lluvioso, mis sentidos se llenan de flores y camino junto a mí mismo, pisando las luces de neón reflejadas sobre las aceras.  



domingo, 18 de septiembre de 2022

Sergio pinta un cuadro


Por allá va Sergio, abstraído en sus propios pensamientos, centrados en ese cuadro al óleo al que no logra dar forma. La primera idea surgió tras visitar el museo de Orsay junto a su familia, el verano pasado. Primero fue una visión, una imagen borrosa, a continuación, una obsesión: su padre le compró, muy a regañadientes, mientras se preguntaba si esa afición a la pintura, no tan repentina, pues Sergio tenía grandes habilidades con el dibujo, era normal en un niño de catorce años. Tembló con la primera factura del material que Sergio necesitaba, muy consciente que, a esa inversión económica, le seguirían otras tantas.

En efecto, el aspirante a pintor había comenzado, desechado y vuelta a empezar, durante meses, su primera obra pictórica, gastando y renovando pinceles, paletas, diluyentes y lienzos, sin límite de continuidad, así como un centenar, al menos, de bocetos. Siempre encerrado, durante las tardes y día tras día, en su cuarto, sin dejar de imaginar e intentar concretar en el lienzo aquella imagen difusa que rondaba invariablemente ante sus ojos. Soñaba despierto con una pareja, que quería representar vista de espaldas, que invisible a los transeúntes, se besaba en un parque otoñal, en uno de esos bancos públicos que cantaba Brassens, cantautor que Sergio conocía gracias a la profesora de francés, otro, de entre tantos, de sus amores platónicos. Tenía una idea clara de la composición, del escenario, de los colores, pero sus bocetos nunca lograban representar fielmente ese boceto difuso que imaginaba constantemente.

La madre de Sergio apoyaba con fervor a este, acallando las burlas constantes de su hija, un año mayor que su hermano, hacia aquel titánico esfuerzo traducido en un escenario de incontables tubos de pintura gastados en inconclusas, desordenadas, pinceladas erráticas, líneas y manchas borrosas. Conocía perfectamente la especial sensibilidad de aquel atolondrado niño, siempre viajando por sus propias nubes fantasiosas, con dotes indudables para el dibujo. Intuía que Sergio estaba intentando dibujarse a sí mismo, en un escenario idealizado, acompañado por alguna de sus musas, aquellas que pasaban por su lado y moldeaba en su imaginación inmediatamente y otras tantas que salían directamente de aquella inventiva desbordante. No tenía dudas, por otra parte, de la perseverancia de Sergio y que conseguiría sus propósitos.

Él soñaba despierto, cada día: fantaseaba con compañeras de clase, con profesoras, con actrices, viviendo con ellas un amor intenso, pletórico, rodeado de música, atardeceres y miradas intensas en escenarios siempre idílicos. Nunca había dado el paso, por timidez, para conocer a una chica; ignoraba completamente como acercarse, tomar la iniciativa con cualquiera de ellas. En su mundo, las chicas eran musas que levitaban e irradiaban una luz celestial, seres sensibles, prácticamente intangibles, de otra dimensión no material. Su fantasía suplía su absoluta inexperiencia: un beso intenso, bajo la lluvia; un anochecer con el cielo plagado de estrellas, donde él y ella se acariciaban mutuamente con las miradas; un contraluz donde el pelo de la chica dejaba filtrar los rayos del sol... El magnificado idealismo sentimental de Sergio intentaba encontrar su lugar en el lienzo que se le resistía. Los pinceles siempre parecían tener dudas, los colores y texturas reñían entre sí, los papeles para óleos fallidos se amontonaban en un rincón del cuarto... las semanas transcurrieron.

Un día, Sergio se sorprendió por completo: su cuadro, que parecía condenado a ser trabajado durante toda la eternidad, estaba finalizado. No deseaba cambiar nada, no era necesario añadir trazo o matiz alguno, no había necesidad de volver a empezar, como tantas otras veces, simplemente su pintura se ajustaba, completamente, a aquel propósito inicial que le había rondado por la cabeza desde hacía meses. Lo he acabado, lo he acabado, se repitió a sí mismo con insistencia, para convencerse de que, en efecto, su obra estaba finalizada tal como él la había concebido. A partir de ese momento las felicitaciones se sucedieron, incluidas las de la hermana de Sergio, que en el fondo estaba muy orgullosa por la capacidad y perseverancia de aquel niño al que consideraba un idiota integral, como todos los demás chicos, pero al que en el fondo quería. El cabeza de familia era sin duda el que no salía de su perplejidad: aquel magnífico óleo, realmente lo había pintado su hijo. Un precioso cuadro impresionista que reflejaba, sin duda, un halo romántico sorprendentemente contagioso: tras mucho tiempo, quizás meses, esa noche hizo el amor, intensamente, con su mujer.

La obra de Sergio lució en el salón de la casa familiar, sin dejar de ser contemplada por familiares, amigos y vecinos, que felicitaron efusivamente al joven pintor, que solía sentarse frente a su cuadro, perdiéndose, como siempre, entre las rendijas de su propia imaginación. Su madre, muy perspicaz, consciente de las inquietudes románticas de su hijo, una tarde le preguntó: ... Chicas hay muchas, pero solo una de ellas será realmente la protagonista de tu cuadro. ¿Cómo la reconocerás?... Sergio tardó unos minutos en responder. Pero, al fin y al cabo, más allá de su inexperiencia absoluta con las mujeres, era un romántico empedernido, a pesar de su juventud: ... Mamá, cuando la vea, sabré que es ella... respondió con seguridad y aplastante ingenuidad.

Por allá va Sergio, han pasado unos cuantos meses, en los que ha seguido pintando, sin dejar de ser él mismo. Quizás no ha madurado mucho, piensa su madre, su fantasía sigue marcando sus pasos. Pero ojalá la retenga el mayor tiempo posible... Sergio, como es habitual en él, fiel a los dictados de su imaginación, no tanto de su corazón, se enamora, siempre, de forma instantánea. Justo como ahora, que una compañera de clase se cruza en su camino y el chico reflexiona que, quizás, al fin haya dado con la protagonista de su primer cuadro. Ella se para y le saluda, él también. Debe intentar un primer acercamiento, si bien, como siempre, duda como hacerlo... pero está decidido: ya es hora de tomar la iniciativa. Es sábado de otoño, el sol luce con timidez y la vida parece emerger alrededor de nuestro protagonista, dispuesto a vivir esa vieja historia, que siempre parece nueva.

miércoles, 27 de julio de 2022

El funeral


En el funeral, tan semejante a cualquier otro, aquella familia no se esforzaba en disimular cuestiones que todo el pueblo comentaba, desde hacía bastantes años. Las dos hermanas no se hablaban con sus dos hermanos, por motivos indefinidos, si bien, como no podía ser de otra manera, las cuestiones económicas habían sido, probablemente, en esas vivencias que transcurrida más de una década se volvían difusas, el origen de todos los malestares. Estos se habían transformado, progresivamente, en ese odio que se multiplicaba exponencialmente, en pueblos abrasados por el sol en verano, castigados por el canto constante de las cigarras y las permanentes miradas de soslayo que se dirigían entre sí sus habitantes.

Los dos hermanos se habían alejado, completamente, de los padres y apenas se comunicaban con el resto de la familia: las hermanas y sus cónyuges habían pasado a ser personas extrañas y todos aquellos sobrinos y sobrinas, seres desconocidos, según habían pasado inexorablemente los años. Los murmullos, cuando apareció Paco en la iglesia, el mayor de los hermanos, inevitablemente se intensificaron. Resultaba insólito que alguien que en más de una década no había realizado una sola visita a sus progenitores, ni una simple llamada telefónica, estuviera allí, despidiendo a su padre, apenas un año después que su madre falleciera de alzhéimer en una residencia que jamás visitó. Sus hermanas lo ignoraron por completo, sentadas en la primera fila de la iglesia junto al resto de la familia, mientras que Paco se relegaba a sí mismo situándose en los bancos del fondo. El resto de personas, vecinos del pueblo, apenas cruzaban con él un circunstancial y forzado apretón de manos.

Paco contaba los minutos, tras la llegada del féretro al cementerio, los que restaban para que el nicho se sellara y pudiera escapar de aquella situación, dejando atrás semejante humillación pública y descarnada. Se preguntaba por qué estaba allí: a esas alturas no albergaba el más mínimo sentimiento hacia el que había sido su padre, pero en un pueblo como el suyo, la asistencia a un funeral era un dogma, estaba obligado a respetar una tradición intocable, aunque su hermano no lo hubiera hecho, alegando una grave enfermedad. No había logrado sustraerse de aquella imposición social y en el fondo era consciente, por otra parte, que él tenía que seguir viviendo en el pueblo, que su ausencia habría sido catalogada por sus vecinos, directamente y ya sin matices de ningún tipo, como la de monstruo indescriptible, desprovisto del más mínimo tejido de humanidad. Estaba allí, simplemente, para guardar la única apariencia que aún le quedaba: decir adiós a su olvidado padre, si bien ya lo había hecho hacía más de diez años, en aquel día aciago en el que, tras una violenta discusión, cerró tras de sí la puerta del hogar de su infancia, decidido a no volver jamás a pisarlo.

Transcurrieron los años y aprendió, junto a su mujer, a ignorar sus remordimientos, siempre intensos, que al principio corroyeron permanentemente su conciencia, hasta que destruyó, uno a uno, sus sentimientos, enterrando los recuerdos, convirtiéndose en una estatua de sal cuyas facciones, si bien él nunca fue consciente de ello, reflejaban, arruga a arruga, el más atroz de los sufrimientos. Miles de veces se planteó una reconciliación con sus padres, hubiera bastado un simple abrazo, pero el orgullo propio se transformaba enseguida en esa cultura del odio que se había apoderado completamente de él. Así, aquellas debilidades, que le empujaron a estar a escasos metros de la casa paterna en muchas ocasiones, hubieran bastado cuatro pasos para entrar en ella para volver a estar junto a sus padres, que siempre esperaron, inútilmente, su regreso y el de su hermano, se convertían, en el último momento, en un miedo irrefrenable a sí mismo. Siempre que estaba a punto de entrar en aquella casa, anhelando encontrar fuerzas para dejar su falsa dignidad a un lado, simplemente se daba la vuelta y deshacía sus pisadas, sintiendo en cada uno de ellas la pesada losada que él mismo se había impuesto arrastrar.

Antes de abandonar el cementerio, evitando a las personas y sobre todo a su propia familia, escuchó una voz de mujer a sus espaldas: “… esto deberías haberlo hecho cuando estaba vivo, no ahora, cuando está muerto...”. No se volvió, limitándose a desaparecer con prisas, sabía que cualquier vecino del pueblo podía haber pronunciado aquella frase, que no obstante de su pétrea y fingida indiferencia, sentía que penetraba dentro de él como un cuchillo.

Se desvió deliberadamente por el sendero que circundaba el cementerio, poco transitado a aquellas horas, y tras alejarse, se refugió del calor asfixiante bajo la sombra de uno de aquellos olivos que caracterizaban todo el paisaje. Encendió un cigarro, intentando recobrar un mínimo de autoestima, sintiendo que su conciencia había tocado fondo y dejó que su mirada se perdiera entre tonalidades verdes. Ya no podría volver a resoplar, dispuesto a cambiar de vida, volver a las raíces y sobre todo, volver a vivir, no había vuelta atrás. Demasiado mayor para irse del pueblo, arrastrando consigo a su mujer y una hija que en todo ese tiempo intentaron justificar lo injustificable. Excesivamente arrogante como para pedir perdón a sus hermanas y demasiado terco para reconocer que se había equivocado, completamente, con ellas y sobre todo con sus padres. Acabó encaminando los pasos hacia el refugio de sí mismo en que se había convertido su casa, después de dirigir una última mirada al cementerio y estremecerse, al imaginar su propio entierro.

 

domingo, 3 de julio de 2022

El trovador


Mario tomó una decisión, escasamente meditada, pero en absoluto inesperada, al fin y al cabo sus deseos de iniciar sus propias gestas heroicas siempre estaban ahí, dentro de sí, agazapadas en la inconsciencia, pero permanentemente en ebullición, dispuestas a hacerse explícitas al menor descuido.

Comienza la aventura, susurró Mario entre dientes, dudando qué rol elegir: sus héroes literarios siempre le habían inspirado, pero en uno de esos escasos y raros alardes de sinceridad consigo mismo, había llegado a la conclusión inequívoca que no estaba, en absoluto, a la altura de ninguno de ellos. Pero eran matices irrelevantes, al fin y al cabo, en su determinación: lo importante era que la aventura iba a empezar y él sería el protagonista absoluto de la misma. Comienza la aventura, se repitió a sí mismo de nuevo, con firmeza, en una estudiada postura frente al espejo, sustituyendo sus rasgos por los de algún caballero medieval indefinido. 

El bastón de su abuela era perfecto para sus propósitos: improvisó un hatillo con algo de comida, que ató al extremo del bastón; se disfrazó de trovador, o al menos él estaba convencido de ello, utilizando unos calcetines rojos, a modo de calzas, que encontró en unas de las bolsas llenas de trastos navideños; una chaqueta verde de su hermana que siempre imaginó como un jubón y unos pantalones cortos bombachos de su padre. Dejó para el final la boina de terciopelo, llena de pelusa, que nunca supo de donde había salido y tras colocarse el bastón en el hombro, esbozó una sonrisa y salió a la calle. 

Apenas había andado unos cuantos pasos, recreando prados verdes allá donde reinaba el asfalto, cuando fue divisado por el Pochoncho y su banda de secuaces, que personificaban el terror infantil en el barrio. Comenzaron a proferir gritos y enseguida exabruptos a Mario, mientras este canturreaba para sus adentros, dejando que su vista se deslizara por montañas monumentales y bosques frondosos, que recreaba en su fértil imaginación. Aquella aparente indiferencia exacerbó la frágil paciencia de aquellos gamberros que se abalanzaron sobre el trovador, que despertó abruptamente de sus ensoñaciones tras recibir un puñetazo en el ojo. Apenas transcurrieron unos minutos: el bastón estaba roto, el hatillo había desaparecido y la chaqueta roja de su hermana había sufrido serias roturas. Pero Mario, tendido sobre la acera, era optimista: al fin y al cabo, la boina negra estaba en su sitio. Que prosiga la aventura, exclamó esta vez en voz alta, irguiéndose con cierto ímpetu. 

Enseguida regresó al paisaje idílico del medievo por el que se paseaba. Un juglar necesitaba una fortaleza en la que exhibir, en las fiestas y banquetes de los nobles, todo su arte, esos cantares de gestas que lo habían hecho célebre, narrados con el temple de una voz melodiosa, armonizada con su inseparable laúd. Inspirado, comenzó a cantar, a su manera, completamente ajeno a sus escasas habilidades vocales, unos versos que había aprendido:
 
A todos conforta el sol, puro y delicado;
Nuevo y radiante es el rostro
del mundo en abril

¡Niño, deja de gritar!, vuelve a tu casa, que está a punto de llover...  Le gritó la señora Encarna, su vecina, al cruzarse con el feliz trovador, que creyó reconocer en un perro callejero que se le cruzó, a Draco, un corcel de deslumbrante porte al que vistió con los restos de la chaqueta de su hermana, a modo de gualdrapas. Canelo, que es como todos llamaban en el barrio a aquel chucho de edad y raza indefinidas, lleno de pulgas y garrapatas, se dejó hacer, esperanzado en que todo aquello acabara con algo que echarse a la boca. 

A los pocos pasos, ante Mario y su corcel apareció el bar de Ramón, que el trovador identificó como el castillo que anhelaba encontrar.  Cruzaron el puente levadizo, saludaron a los soldados de las almenas, unas mujeres que tendían la colada y tras escuchar el chirrido de las bisagras, las monumentales puertas de aquella fortaleza se abrieron a su paso. Inmediatamente, hizo una reverencia al Rey, que apareció majestuoso, en su trono, con un semblante sereno que reflejaba sabiduría y un halo de satisfacción ante la presencia del mítico juglar, maestro de maestros. Era el señor Paco, que dormitaba en la silla, tras la ingesta de varios vasos de vino del terreno. Mario puso a prueba todo su ingenio, exhibiendo sus destrezas y habilidades con todos aquellas copas de metal, improvisando celebrados malabarismos, que acompañó recitando, como siempre a su modo, un poema romántico: 

Cierta vez un caballero llegó cabalgando
en primavera, cuando los caminos estaban resecos;
y oyó a la dama cantar al mediodía,
Dos rosas rojas a través de la luna.

Ramón, detrás de la barra, veía con espanto como al menos una media docena de vasos estallaban contra el suelo. Pero quiénes estaban realmente sorprendidos eran los dos operarios de un taller cercano al contemplar a aquella bestia maloliente cuyo hocico se deslizaba por la mesa, devorando el piscolabis que habían pedido. Los gritos de Ramón y la clientela se convirtieron en atronadores gritos de euforia a los oídos de Mario: escuchaba palmadas y expresiones de cumplidos y agasajos a su arte. Animado, convencido que el Rey le armaría caballero ese mismo día, quizás incluso en aquellos momentos, si era capaz de superarse a sí mismo, se subió a una mesa, seguido de su fiel caballo. Estaba decidido a narrar, para disfrute de aquellos nobles, la pieza maestra de su Mester de Juglaría, una gesta que expuso a gritos y chillidos, mientras Canelo acompañaba con aullidos aquellos supuestos versos, contagiado por la actitud de su improvisado dueño. 

Cuando la mesa cedió estrepitosamente al peso de ambos, los escasos clientes del bar ya habían huido, despavoridos. El dolor de Mario en la rodilla se aminoró inmediatamente, al contemplar a Aleta, su dama, irrumpiendo sonriente en el salón del castillo. Era la hija de Ramón, de la misma edad del trovador, sonriente y divertida ante el espectáculo. Pero antes que Mario pudiera acercarse a ella, rendirle honores y confesarle, al menos con la mirada, que ella era la dama de sus sueños, la mujer del Rey irrumpió en la estancia, sorprendentemente con rasgos parecidos a los de la madre del trovador.

- ... ¡Tú vas a dormir caliente, esta noche!... - gritó la cortesana, con los ojos inyectados en sangre.

Difícil, conciliar el sueño, tras la rendición de cuentas en su casa: si bien había logrado esquivar los dos cogotazos de su hermana, no lo había conseguido con los precisos cachetazos de su madre. Tenía un ojo morado por culpa del Pochoncho, la rodilla hinchada y sobre todo, el culo al rojo vivo. En definitiva, estaba viendo las estrellas, las que giraban a su alrededor y aquellas que vislumbraba a través de la ventana. 

Una silueta inconfundible, a lo lejos, le insufló ánimos: Draco, su fiel corcel, montaba guardia, ataviado con el gualdrapas verde, o lo que quedaba de él, tras las rejas de la puerta de la urbanización. Nunca hubo caballo tan fuerte, ágil y fiel, se dijo a sí mismo mientras se acostaba. Recordó, complacido, los rasgos de su dama, Aleta, dibujados en sus cabellos dorados y aquellos ojos azules, dulces, pintados, relucientes. Los barrotes de aquella celda, los muros de la fortaleza en la que se encontraba prisionero, no serían obstáculo para reencontrarse con ella. Mañana, la aventura debe continuar, se dijo a sí mismo, justo antes de verse vencido por el sueño. 

jueves, 16 de junio de 2022

El aprendiz


Abundaba en razones Mario, apurando los vasos de vino dulce y sin dejar de dar manotazos a la barra, con un público titubeante entre los boquerones en vinagre y la ensaladilla rusa que Juanito, el joven camarero apostado tras la barra y curtido en aquellas batallas diarias que, a modo de ritual, caracterizaban el aperitivo de los sábados, cantaba cada vez que depositaba la tapa delante de un cliente. 

- ... y yo os digo, a vosotros, la plebe, ya que sois esclavos, que al menos seáis sirvientes felices, deleitad vuestro paladar y en cuanto podáis, vuestros anhelos sexuales, consolad así vuestros cuerpos para que esas miserables vidas, entregadas al trabajo, encuentren algo de consuelo... - Nadie negaba que Mario era un hombre culto, a la par que un insoportable orador que encontraba en la embriaguez su fuente de inspiración. Deslizaba sus discursos existencialistas entre el murmullo creciente de conversaciones cotidianas, que se superponían entre sí en aquella cervecería de barrio, dotada con esa esencia popular, característica de esos sitios que esquivan el paso del tiempo, que tanto agradaba a sus parroquianos.   

-... y yo te digo a ti que los que os habéis quedado viudos muy pronto, tenéis demasiado tiempo para pensar... - respondió uno de ellos, alzando la voz, para jolgorio del resto, que apenas prestaba atención a Mario, reducido, tras sus patéticas peroratas, a lo más parecido a una mera atracción, inherente al establecimiento, en sus fines de semana.   

Mario, más conocido como el poeta, llegaba al bar cada sábado y domingo, hacia el mediodía, se colocaba indefectiblemente en el mismo sitio de la barra y comenzaba a degustar, en cadena, vasos de aquel vino fresco de Málaga, sumido en sus propios pensamientos. Juanito sabía que a partir del cuarto vaso aquel singular individuo comenzaba a hablar en voz alta consigo mismo y tras unos cuantos más, a declamar verdades, como él mismo denominaba a aquella suerte de aforismos sin límite de continuidad, con voz cada vez más titubeante, según transcurrían los vasos y el tiempo. Alrededor de las cuatro de la tarde, cuando se vaciaba la barra, el poeta desaparecía, tambaleándose y siempre sonriente.

Juanito apreciaba a aquel individuo, de edad avanzada, que parecía beber para olvidar o quizás, como era frecuente en los borrachos, para conseguir vivir, al menos durante unas horas, otra vida distinta. Posiblemente era la única persona del bar que prestaba un mínimo de atención a los discursos de aquella figura tan patética como entrañable, a la que echaba de menos el resto de los días de la semana. Nadie lo sabía, pero solía apuntar, a escondidas, en servilletas de papel, retazos de aquellas frases que Mario citaba y que después consultaba con curiosidad en Internet. No dejaba de asombrarse de los conocimientos del poeta, que aún bajo la influencia del alcohol, su erudición nunca disminuía. Gracias a él, Juanito había descubierto a autores literarios, filósofos, estadistas, pintores, cineastas, de los que desconocía por completo su existencia y se había sorprendido a sí mismo ampliando las búsquedas en la red a otras fuentes, venciendo ese absoluto desinterés, que había caracterizado su infancia y adolescencia, por el conocimiento: en cuanto cumplió los dieciséis años, corrió literalmente a aquél bar, propiedad de su tío y dejó atrás, por completo, todo el ámbito escolar y formativo. Simplemente, se sentía feliz trabajando, sin plantearse nada más que atender con diligencia a la clientela y con el exiguo sueldo que cobraba, pero con el que lograba atender sus necesidades, o así había sido hasta que apareció Mario, en su vida. 

- ... Tú eres el príncipe de este pequeño reino, emperador de ti mismo porque aún eres dueño de tu destino y como eres feliz, definitivamente rey del mundo... - expresó el poeta a Juanito, antes de consumir su tercer vaso de vino, tras el inicio de lo más parecido a una conversación, en un sábado invernal y con lluvia, en el que la clientela escaseaba y el trabajo era exiguo. 

- ... Mis padres dicen que soy un desgraciado, sin apenas oficio ni beneficio. Y mi tío, que es el que me emplea en este bar, lo mismo... - respondió Juanito.   

- ... Lo importante, estimado príncipe, es que seas feliz con lo que haces. Pero déjate llevar, si tus impulsos te llevan a caminos con los que nunca soñaste... - Aquellas palabras, en la primera conversación que ambos tuvieron, marcaron profundamente a Juanito, sin llegar a comprender las mismas. Sin otras personas a las que comentar sus inquietudes, otras muchas conversaciones se sucedieron entre ambos y así, los sábados y domingos se convirtieron en días muy especiales para él, expectante ante la llegada de Mario al bar y de aquellos momentos en los que ambos compartían charla y según pasaba el tiempo, una complicidad creciente, al menos hasta que la embriaguez del poeta lo permitía.

El poeta invitó a su casa a Juanito, para sorpresa mayúscula de éste, en aquella tarde que pudo contemplar aquella enorme biblioteca, repartida en varias habitaciones de aquella sencilla pero acogedora vivienda, una céntrica casa adosada en la que la vida parecía transcurrir con cierta placidez, contra todo pronóstico, a pesar de la faceta beoda de Mario. 

Juanito paseó su mirada por muchos de aquellos interminables estantes, fascinado. Jamás había visto tantos libros juntos, él apenas había leído en su vida y le era imposible concebir que una sola persona hubiera podido leerlos todos. En el pequeño patio, Mario le contó detalles de su vida y también de aquella impresionante biblioteca: 

- ... Es una biblioteca familiar, desde los tiempos de mi abuelo paterno, gran lector y afamado coleccionista. Yo, simplemente, al igual que mi padre, seguí contribuyendo a engrosar el número de volúmenes. Y no, no he leído todos y cada uno de los libros, pero sí gran parte de ellos, desde pequeño. Quizás por eso fui profesor de literatura. Mi mujer murió prematuramente, sin que pudiéramos tener hijos y digamos que los libros han sido, en cierta manera, desde que me jubilé, mi particular refugio de la soledad... - El poeta, sentado en aquel sillón de mimbre y protegido del sol por una frondosa parra, parecía contemplar la vida desde la cima de una montaña, que fue la visión que tuvo Juanito escuchando al anciano. Se imaginó un paisaje nevado y a Mario vestido con una túnica blanca, sentado al estilo seiza japonés, expresión que había aprendido de un cliente del bar. 

Juanito no tenía mucho que contar a Mario, su vida se resumía en escasas palabras. Quizás por ello, la conversación giró en torno a la vida, la poesía, la literatura que parecía emanar de cada poro de su interlocutor, que le habló de temáticas, autores, personajes y títulos, prendiendo fuego, poco a poco, a la imaginación de aquel chico que aún no había despertado a la vida. Mario parecía haber cogido su mano, invitándole a entrar en el mundo de las emociones literarias, no con ilustraciones o análisis sino provocando sensaciones. Las que tuvo, al imaginar a Gregorio Samsa, a Madame Bovary, a los Buendía, el camino de Swan, al lazarillo, al Principito y el zorro, a la fregancia de las flores del mal, al capitán Nemo, a Ulises navegando por el mediterráneo, a Alonso de Quijano, a Hamlet y Ofelia, a Edipo, a Gilgamesh, a la Regenta, a Pedro Páramo, al hombre sin atributos, a la habitación de Virginia Woolf... los días se sucedieron y las visitas a casa de Mario se intensificaron. 

Juanito siempre finalizaba aquellos encuentros con sendos ejemplares bajo el brazo que una vez leídos renovaba en aquella biblioteca de Babel, guiado por Mario. Un día podía correr hasta su casa anhelando comenzar a leer aquella aventura que giraba en torno a ese viaje por África en busca de un tal Kurtz y otro, sin poder esperar para descubrir cómo Macbeth, aparentemente invencible, podía ser derrotado por alguien nacido de mujer. Con Dorian Gray comenzó a preguntarse por la pintura y descubrió, poco a poco, a impresionistas, expresionistas, surrealistas que captaron toda su atención. Estuvo un buen rato intentando comprender por qué aquellos amantes de Magritte cubrían completamente sus rostros con aquellos velos húmedos, barajando varias hipótesis. 

- ... Creo que se cubren porque no quieren ser descubiertos, pero también podría ser que sus identidades no tengan importancia: el mundo está lleno de amantes... - confesó Juanito a Mario.

-  ... Ambos significados pueden ser válidos, pero no tiene tanta importancia como el conjunto de todas tus sensaciones, al ver el cuadro. Debes observar los colores: los cálidos producen sensación de cercanía y los fríos de lejanía, por eso la pared más cercana es roja y la del fondo es azul... Esta pareja se está besando bajo el cielo... 

Colores, palabras, percepciones, evocaciones, sensaciones ... los sentimientos y la sensibilidad se abrían paso a borbotones en Juanito, inmerso en su propia e inconsciente metamorfosis. Sus padres ya no reconocían al apático adolescente, sin más aficiones que la televisión y el ordenador, incapaz de soltar dos palabras seguidas. Su hijo ahora se pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo y poco más tarde, practicando footing, afición heredada de la profunda impresión que dejó en él la descripción de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, expuesta por Mario en una de aquellas tardes entrañables en que éste lanzaba píldoras de conocimiento a Juanito, así denominaba a cualquier hecho que llamara la atención de su pupilo. La música no tardó en llegar, casi al mismo tiempo que el cine. The Seachers, de John Ford, le permitió descubrir cómo se podía visualizar en la pantalla a un personaje sin hogar, sin raíces, en un solo plano y al mismo tiempo, descubrir a Max Steiner. De los mitos griegos y los héroes homéricos, se produjo un salto a Ray Harryhausen y a Bernard Herrmann, de este último a Hitchcock y de ahí a Mahler y Bach, gracias a Visconti y Thomas Mann, a Tarkovski. Sacrificio, de este último, le produjo sensaciones que logró exteriorizar gracias a Mario, que le habló de la Fe, de los axiomas y de la locura a la que sucumbimos cuando éstos dejan de ser tales.  

Improvisaba con las palabras poemas que pudieran expresar su vida cotidiana y toda aquella información que bullía dentro de sí, encontrando las palabras adecuadas que sugirieran imágenes y sensaciones. A veces, bastaba con una visión fugaz asociada a un objeto, que aparecía de repente, como cuando un cliente le pidió azúcar y en el reverso del sobrecito leyó la palabra luminosidad. Imaginó como los rayos del amanecer cruzaban la cristalera, deslizándose por la barra hasta llegar hasta las manos de una mujer que imaginó con un vestido rojo, dando sorbos a una taza de café. 

 La cegadora luz del sol me descubre tus manos

mientras yo me pregunto qué haces aquí, iluminando mi existencia.

Mis preguntas finalizarán cuando desaparezcas

pero la luz permanecerá, moldeando tu recuerdo, aunque esté lejano.

Así que me siento y te miro, dejando atrás tantas preguntas

abandonándome al milagro del amanecer, como un vagabundo de los limbos

dejando a mis pensamientos que encuentren sus propios motivos

 allá donde quieran ubicarse, en los recovecos de las sensaciones profundas 

Mario dejó de ir al bar y Juanito llegó a un acuerdo con su tío para trabajar solo a media jornada; al principio, comenzó a sentir que le faltaba tiempo para sí mismo y poco después, interés: seguía sin saber qué hacer con su vida, pero estaba seguro que una línea de vida le estaba esperando, muy lejos de la que había vivido, para ser recorrida.

- ... Tus preguntas son tuyas y, por tanto, solo tú puedes encontrar las respuestas. El deseo abre las puertas, pero tienes que elegir, entre tantas. Recuerda que eres un distinguido príncipe de tu propia existencia, dirígete siempre seguro, altivo y agarra con decisión esos pomos, cuando sepas donde se encuentran... - Mario sonreía al muchacho, transmitiéndole lo que tanto necesitaba: que visualizara la brújula de su propia vida.  

- ... Y tú eres el Rey, sentado en tu trono de mimbre y creo que siempre has reinado en ti mismo... - respondió Juanito.  

- ... Ojalá hubiera sido así, pero siempre me faltó fortaleza, determinación. Con frecuencia, las debilidades me vencieron, a lo largo de la vida. Pero a ti no te pasara: si ya tenías el don de la juventud, ahora tienes el del conocimiento. Serás invencible, si así lo decides. Somos el resultado de nosotros mismos, así que agarra las riendas de Pegaso y busca ese lugar en el mundo que te está esperando... 

El día que se paseaba con Desayuno en Tiffany's y Madame Bovary bajo el brazo, con una sensación plena que no podía definir, pero también con un cierto desasosiego para el que no encontraba explicación, Juanito se dirigía como todas las tardes, a esas alturas, tras dos años, a la casa de Mario. Pensaba, en voz alta, en la soledad, marcando la existencia de las dos protagonistas a las que había leído con fruición. Pensaba también en Mario, a su vez completamente solo, frente a sí mismo y su avanzada edad y de repente comprendió de dónde venían aquellas sensaciones: él también era un ser solitario, sin apenas amigos, sin posibilidad de conocer chicas, el universo adolescente se movía en otras coordenadas, muy lejos de las suyas, de alguien que simplemente, se había encerrado entre las cuatro paredes de un bar, para hacer de camarero. De repente, tomó de forma espontánea la decisión de retomar los estudios: aligeró sus pasos para comunicárselo a Mario. 

El poeta yacía plácidamente en su sillón de mimbre. Al principio, pensó que estaba dormido, pero inmediatamente comprobó que Mario había emprendido su último viaje, con una singular sonrisa. Se sentó frente a él, rememorando todas aquellas tardes que habían pasado juntos y comprendió que la persona más importante de su vida había dejado de existir. El atardecer deslizó sutilmente una brisa fresca: Juanito se sirvió un vaso de aquel vino dulce que nunca había probado y brindó por Mario, deseándole la mejor de las travesías.  

 



jueves, 5 de mayo de 2022

Un paseo


Como en casa, en ningún sitio
, sentenciaba Dorothy, tras su odisea en Oz. Comparto con ella, plenamente, esa sensación de bienestar en los días que encuentro tiempo libre para mí mismo, como hoy, como ahora. Pienso, antes de escribir, en la música que debería acompañarme durante esta tarde primaveral y el azar me trae a Karen Souza y su jazz vocal. A continuación, otro ritual: un té verde humeante, que acompañará, entre sorbo y sorbo, el mágico devenir de unos párrafos que intentarán buscar su lugar entre tantos otros, si acaso las sensaciones, los recuerdos, las reflexiones, se ponen de acuerdo entre sí. Siempre me asalta la duda de si estoy situado o no justo en medio de la persistencia de la memoria y todas aquellas vivencias, que en cascada, recordamos o creemos recordar. 

Y de repente llega hasta mí el olor intenso de una biznaga malagueña, en plena primavera; la textura de un árbol empapado de lluvia en un bosque, quizás en la Selva de Irati; la espectacular visión de la línea del horizonte dibujada tras tonalidades rojizas intensas de un atardecer en Los Caños. Y así, vuelvo a sentir las emociones que recorren mis sentidos cuando paseo por el barrio latino en París, los paseos laberínticos por Venecia, entonando para mí mismo el famoso y tópico adaggio de la 5ª sinfonía de Mahler. Quizás debería poner coto a mis evocaciones, situándome en el mirador de San Nicolás, contemplando como el amanecer perfila la silueta de la Alhambra, pero me resisto a dejar de viajar, a dejar de dar saltos entre escenarios en los que anhelo ser uno de los actores, cuanto menos un figurante, como en la inmensa Ciudad Prohibida, recordando entre tanta belleza monumental, al malogrado emperador Puyi: el craso error de concebir la vida como sinónimo de un ápice de poder. Nada como sentirse pequeño, para evitar estas tentaciones absurdas, en plena jungla de asfalto, justo al lado del One World Trade Center o quizás aún mejor contemplando las famosas Cataratas del Niágara o alguno de las localidades que conforman ese paraíso que es La Toscana. 

En un largo viaje en tren, hace años, tuve la oportunidad de conocer a Max, un extrovertido chico portugés que había hecho de los viajes una filosofía de vida: 

- ... Tengo un pequeño negocio, a medias con un socio, un asador estilo argentino, de comida rápida. Todo lo que logro ahorrar, lo invierto en viajar. Tengo una vida muy austera, así, cada tres meses, el dinero me permite estar con la mochila a cuestas, recorriendo países... He visitado alrededor de cincuenta... 

- ... ¡Cincuenta! Francamente, en mi caso no llevo la cuenta, pero dudo que haya visitado tantos... - respondí, asombrado. 

-... Yo estiro el dinero: un par de días en Berlín, enlazo autobuses hasta Bruselas y de ahí a Amsterdam, por ejemplo... - matizó  Max.

- ¿Pasas un par de días en cada ciudad?- pregunté, divertido por la espontaneidad de aquel muchacho dispuesto a devorar el mundo.  

-... Generalmente, un día, una sola noche, prefiero gastarme el dinero en muchas ciudades, no en estar varios días en una sola de ellas... -  respondió Max con desparpajo. 

-... Creo que tenemos filosofías muy dispares sobre los viajes. Tú coleccionas países, yo colecciono momentos... 

- ... Hay que aprovechar el tiempo, cuando se viaja; una hora en una ciudad, si te organizas, da muchisimo de sí... - Definitivamente, ambos vivíamos en universos muy distintos. Le pregunté si había leído El Principito y asintió. 

- ... Yo, si dispongo de una hora en algún viaje, camino lentamente hacia una fuente... - Tras escuchar mi frase, Max sonrió abiertamente, al fín me había comprendido.

Nos despedimos en la estación de Gare du Nord y aquella tarde recorrí con parsimonia Pont Neuf, deleitándome en mi paseo con un buen trozo de Quiche Lorraine y recordando a Borgues: ... Estar conmigo o no estar conmigo es la medida de mi tiempo ... 
  
 

jueves, 31 de marzo de 2022

Stardust Memories


Mucho tiempo ha pasado, pero al fin disfruto de ese singular placer de ver la lluvia desde la ventana, inmerso en esas sensaciones que desde mi casa, bajo mi techo, el cielo grisáceo y los transeuntes que aligeran sus pasos, me transmiten al mismo tiempo. Cuando era pequeño, es decir, en aquellos tiempos en que el invierno aún nos ofrecía espectáculos de de estruendosas tormentas, me metía en la cama y leía con fruición, bajo las sábanas, El fantasma de Canterville, anhelando salir a la calle, en una escampada, con las botas de agua y disfrutar en aquellos charcos embarrados que enjalonaban todas las calles del barrio. Resbalar y caer en uno de ellos, mancharse inevitablemente la ropa, significaba enfrentarse con la furia materna, pero el placer de dar saltos en aquella agua sucia  y esparcirla a puntapiés, era infinitamente superior a los riesgos que entrañaban aquellos juegos inolvidables, que seguía practicando incluso cuando la niñez comenzaba a extinguirse y la adolescencia se abría paso, tan díficil me resultaba dejar atrás la infancia. 

Ya eres muy grande para jugar con muñecos...   es una frase que me soltó un día mi padre y de repente, a modo de mazazo, tuve plena conciencia que en efecto, la niñez había desaparecido o al menos, gran parte de ella. Si los juguetes no eran propios de la edad que tenía o aparentaba tener, otros elementos que bien pronto descubrí que eran intemporales, me consolaron de aquella perdida: la bicicleta, que en el privilegiado lugar de juego que conformaba un escenario siempre abierto a la imaginación, la finca (o hacienda) Quintana, mucho antes de transformarse en lo que es hoy, se convertía en un corcel preparado para los torneos y batallas que representábamos armados de largas cañas de azucar. Las caídas, los golpes, que se sucedían constantemente, eran aliviados con la mercromina de la época, mejor conocida como el colorao: recuerdo mis rodillas, permanentemente invadidas por costras o heridas de guerra, pero también mis codos y circunstancialmente, producto del ardor belicoso tan propio de aquellos años, mi propia cabeza, que impactó un buen día, en plena carrera por la ladera de un monte, contra unas piedras. Tuve que estar varios días en el hospital, en apariencia completamente sano, más allá de lo aparatoso de la caída, pero no obstante, en observación, que en aquel entonces no comprendía qué podía significar aquella expresión. Eran fechas navideñas y me tocó estar en una anodina habitación individual pero feliz, con el consuelo que me proporcionaban los tebeos de mi época e intrigado con una baraja de tarot que me regaló una hermana de mi padre que bien pronto concluí, más alla de las sugerentes ilustraciones de las cartas y las informaciones místicas que me proporcionaron las enfermeras, que aquello, simplemente, era una absoluta majadería. 

Con la bicicleta recorría kilómetros sin cansarme, hasta llegar a Fuengirola, bañarme en alguna de sus playas y volver felizmente a mi casa, deseando hincar el diente a una cena abundante. Me asombra, recordar la cantidad de comida que quemaba con mis catorce años. Devoraba, literalmente, una barra de pan con lomo en manteca en cuestión de minutos y seguía con hambre. No era consciente, pero la actividad física, permanente y los nervios que siempre me caracterizaban (el cerebro siempre lo tienes a cien, me comentaba con frecuencia mi madre) formaban parte de mis días, de mis horas. Simplemente, no podía dejar de moverme, de dar rienda suelta a mi imaginación, de proyectarme en pensamientos que me llevaban a universos solo posibles cuando estás convencido que el mundo te pertenece, que puedes sostenerlo con las palmas de las manos. Entre el idealismo y en el fondo la más absoluta ingenuidad, la adolescencia fue transcurriendo, entusiasmado con el conocimiento que me proporcionaba el BUP de aquellos años, las entrañables bibliotecas de Málaga (la Diputación, la Casa de la Cultura...), las lecturas (descubriendo a los clásicos: qué emoción, entre otros, Thomas Mann y su Montaña Mágica), el cine (que se convirtió en una obsesión que dura hasta hoy), la música (otra obsesión) y tardíamente, las chicas, que nunca habían encontrado su lugar en mi universo (inconscientemente misógino) personal. 

La Universidad, poco después, devoró mi tiempo, incluso gran parte de todas aquellas aficiones. Entre la dedicación al estudio y los desplazamientos a la Facultad, los años transcurrieron rápidamente y casi enseguida, salí por primera vez del calor del hogar, que por un lado era un gran deseo consciente, pero por otro, un temor como sinónimo de indefensión que en mi primer destino profesional se reveló como más que fundado: no sabía hacer una cama, ni siquiera freir un filete: mis primeros experimentos, en la cocina, consistieron en calibrar las serias dudas, prácticamente existenciales, que me asaltaban al respecto de la cantidad de aceite que tenía que echar a la sartén. Lavar la ropa, una odisea homérica, mientras que frente a la plancha, me convertía en Sísifo. Pero justo en medio de aquellos primeros y atolondrados pasos hacia lo cotidiano, estaban yo y mis circunstancias, buscando su propio lugar en el mundo, nada menos, en un apasionante aprendizaje hacia la independencia, reafirmándome en mí mismo, en mi propia identidad o más probablemente, construyendo y reconstruyendo la misma, mientras pasaban los días y asimilaba situaciones y toda suerte de experiencias. 

Han pasado los años, las décadas y aún a día de hoy, transcurrida una parte importante de la vida, la misma sensación de hormigueo vital me sigue acompañando: cada día es una invitación a seguir indagando en mí mismo, a seguir moldeando mi vida a espaldas de Saturno, al fin y al cabo nunca hemos sido presentados. Me asomo a la ventana y de nuevo, la lluvia contagiada de calima, me susurra relatos del ayer mientras imagino, con contenida emoción, los del mañana.
        

sábado, 5 de marzo de 2022

Hipnos


Llegué exhausto, sorteando la lluvia, hasta aquella puerta que tantas veces había visto en mis sueños, tras decidir que tenia que ser real y que no regatearía en esfuerzos hasta localizarla. Al fin, tras años de búsqueda, las yemas de mis dedos se deslizaron por aquella madera desgastada por el tiempo, pero firme aún para sus propositos: impedirme el acceso a aquella mansión, a sus secretos, que parecían guardados celosamente, anhelando el olvido, tal era el aspecto que presentaban aquellos muros, devorados por los años. 

El sonido de la mohosa aldaba retumbó con solenmidad, interrumpido por un chirrido interminable que emitían los goznes de aquella puerta que se abría lentamente. Me quedé paralizado ante aquellla luz cegadora en la que se recortó la silueta de una mujer cuyos rasgos no pude distinguir hasta transcurridos unos minutos que me parecieron siglos, tales eran las emociones encontradas que bullían en mi interior. Aquel bello rostro, que parecía surgir de los lienzos más idealizados de pintores del romanticismo, auscultaba mis pensamientos desde aquellos ojos negros que parecían concentrar la esencia de toda la  sabiduría universal. Tras ellos, contemplé el mundo antiguo y la arena infinita del desierto, como escenario de batallas encarnizadas, pero también sentí la sensualidad de un cuerpo perfecto sumergiéndose en aguas cristalinas. Así me debatí, entre intensas sensaciones de sexo y violencia, como si estuviera obligado a elegir, entre ambas. 

Traspasé el umbral, siguiendo a la diosa que guiaba mis pasos hacia mi destino incierto, en aquel laberinto infinito de candelabros y estancias polvorientas: no sabía, con certeza, cuáles eran mis preguntas, pero anhelaba encontrar todas las respuestas, que quizás se encontraban al final de aquel pasillo interminable que ambos recorríamos y que nos condujo hasta un decrépito salón en cuyo interior reinaba la penumbra. A una señal de la mujer, que desapareció de repente, me detuve, agudizando mi vista, mis oídos, ansiando comprender, ante aquella incertidumbre en la que mi propia existencia parecía debatirse: deseaba correr, escapar de aquella podredumbre en la que la vida parecía estar condenada, pero al mismo tiempo todos mis sentidos, que surgían a borbotones desde el fondo de mi atormentada consciencia, me ordenaban, a gritos, lo contrario. 

-... Has tardado en llegar, más de lo que hubiera podido imaginar... pero comprendo que la duda forma parte de esa naturaleza, tan singular, de los mortales... - Desde algún punto indeterminado y completamente a oscuras de aquella habitación, aquella voz grave retumbó entre sus muros y sentí que estos se tambaleaban. Transcurridos unos instantes eternos, al resplandor ínfimo como surgido de una cerilla se unieron centenares, miles de ellas. Al fin pude ver a Hipnos, desnudo y ceremonioso, sentado en aquel trono de piedra, tocado de aquellas alas que nacían de su síen, tan amenazante en su aspecto como amable con su mirada, que yo era incapaz de sostener. Cerca de él, una majestuosa mesa mostraba sus atributos: un cuerno  y un ramo de amapolas -  ... En esta palacio oscuro, el sol nunca brilla, la oscuridad es la compañía de los que aquí habitamos y los que, como tú, me visitan. Deberás ahora escoger, sin más dilación: dentro del cuerno, el opio con el que dormirás eternamente. Si optas por una de las amapolas, accederás al olvido... 

Hipnos me condenaba, de una manera u otra, a ser su prisionaro, a perpetuidad, esclavo de sus mil hijos. Recorde la mirada intensa de aquella a la que ya podía poner nombre: Pasítea, la mujer de aquel que representaba el sueño, de perfectas facciones, reflejando intensamente aquellas sensaciones de sexo y muerte. Si los dioses reflejaban pasiones tan humanas, ningún hombre podría jamás dejarlas atrás, pensé, mientras Morfeo, el más celebrado hijo de Hipnos y su principal ayudante, aparecía al lado de aquella mesa en las que descansaban las ofrendas de su padre. Su voz era melodiosa, afable: ... Debes elegir, mortal, entre estos vastos dominios sin aurora, justo ahora, donde tu nombre dejará al cuerpo que se le designó en brazos de los siglos, aqui, donde habita el olvido... 

Avancé hacia la mesa y desprendí una amapola de aquel ramo en el que el rocío se deslizaba entre aquellos tonos escarlatas intensos. Con mimo, coloqué la flor en un hojal de mi camisa y esperé a que la desmemoria me cubriera, con su manto, mientras me repetía sin cesar, a mí mismo, que allá donde se cierna la amnesia, siempre quedará el deseo. ... No me desvaneceré en las brumas del olvido, mientras la pasión siga recorriendo mis poros... expuse con calma a Hipnos y su hijo, cuando las tinieblas comenzaban a rodearme y me adentraba en aquella inmensa, ardiente oscuridad, que por momentos me parecía acogedora. Mi identidad se había borrado, mi memoria, todos mis recuerdos. Así, bastaba con dejarme arrastrar hacia aquellas sombras, sintiéndome como un náufrago esperanzado al divisar tierra firme en una de sus brazadas, pero algo en mi interior lo impedía: yo era más que la suma de la evocaciones desvanecidas de mis días, de mis años, que ya nunca podría recordar. 

Dentro de mí, convertido en un hombre sin rostro, rugían mi necesidades de amor, de ternura, de sensibilidad. Me aferré a mis emociones, a la euforia, la excitación, la risa, la satisfacción y la instisfacción que clamaban dentro de mi porque al elegir el olvido, nunca habían sido satisfechas.  Construí un crisol con todas ellas y añadí otros muchos sentimientos, como la ternura y la sexualidad, la alegría y la pena, la ansiedad y el alivio, el altruismo y los celos, la felicidad y la infelicidad, el éxtasis y el vacío, ansiedad o desesperanza. Si los sueños me habían llevado hasta los territorios de Hipnos y al olvido, mis pasiones, formando una ola de fuerza desmedida,  me sacarían de allí: la oscuridad comenzó, muy lentamente, a difuminarse, junto a las las tinieblas y de repente, desperté. 

Una habitación, una cama en la que no estaba solo: a mi lado, una mujer con los rasgos de Pasítea, que me sonreía con dulzura. Desde la ventana, una ciudad desconocida. Y en el espejo, unas facciones inéditas, las de mi rostro. ¿Cómo se construye una existencia?, me preguntaba. No tenia recuerdos que me sirvieran de guía, pero de nuevo, mis sentimientos, serían mi brújula. En mi nueva vida, mis primeros besos, la primera vez que hacía el amor, era junto a Pasítea. Cerré los ojos, en sus brazos. 

sábado, 26 de febrero de 2022

Son mis amigos


Feliz reencuentro en Málaga, con amigos de la infancia, tras décadas sin contacto con ellos, en mi caso. Un paseo por la ciudad, donde constatamos que el centro histórico, definitivamente, se reducía a una inmensa oferta de restauración, sin apenas rastro de los comercios tradicionales de antaño, sirvió de preámbulo a una cena en la que, a pesar del tiempo transcurrido, parecía que nunca nos habíamos separado. 

Singular mecanismo de la mente: recobrado el tiempo de nuestras infancias, que nunca hemos perdido, ese otro tiempo transcurrido, muy dilatado, de nuestras vidas, se difumina, porque parece que fue ayer, cuando viviamos de forma intensa nuestra niñez, en aquellos años en los que recorríamos por las tardes, incansablemente, nuestro barrio, tristemente venido a menos en los últimos años, entregándonos a ese gran escenario, lleno de tiernas promesas, en las que la fantasía, el juego, la aventura, se prolongaban hasta que nuestras madres comenzaban a llamarnos, según ritual, desde las ventanas. Así, los abrazos que cruzamos, al reencontrarnos, se conviertieron en mágico puente entre ese ayer, solo lejano en el calendario y el presente.     

Antes de nuestro reencuentro, me he visto a mi mismo cerrando los ojos con frecuencia y recreando esa infancia intensa, corriendo sin cesar, por aquellas calles que en esos años se convertían en un inmenso patio de recreo infantil: socializábamos minuto a minuto, divirtiéndonos sin parar, disfrutando de aquellos juegos colectivos hoy extintos (el "tenta-hierro", "el látigo", "el pañuelito"... ), inventándonos situaciones que hoy llamariamos role playing, interpretando papeles surgidos de una situación imaginaria, previamente planteada, generalmente surgida de nuestra propia imaginación, mientras compartíamos juguetes, libros y tebeos que a todas horas daban contenido al ocio infantil de aquellas décadas. Recuerdos que nunca se han ido, poblados de rostros, situaciones, experiencias y anécdotas que protagonizábamos adaptando el mundo a aquella fantasía desbordante que guiaba, a diario, nuestros pasos. Construíamos así, día a día, una personalidad que nos acompañaría siempre: hoy somos esas personas que la vida comenzó a moldear, en aquellos años de niñez entrañables.  

No lo sabíamos, pero éramos inmensamente felices. No teníamos dinero de bolsillo, en aquellos tiempos en los que la renta per cápita era extremadamente baja entre las familias, ni falta que nos hacía: un palo de madera se metamorfoseaba inmediatamente en una espada, una lanza; el papel de aluminio que envolvía el chocolate, en una pulsera que nos distinguía como caballeros frente a las hordas enemigas. Si disponíamos de dinero, se invertía innmediatamente en chucherías de la época, que hemos recordado con cierta añoranza, tebeos de Bruguera o de la editorial Vertice, aquellos sobres de cromos destinados a completar unos de los numerosos álbumes que se comercializaban en aquellos años y cabe recordar también, otro tipo de sobres denominados genéricamente Montaplex,. Cualquier quiosco representaba el paraíso, casi siempre lejano pero excepcionalmente asequible, gracias a esas pesetas o, con muchísima suerte, duros de la época que nuestros padres o algún familiar dejaba caer, rara vez, en nuestras manos. Hemos rememorado, con sentida nostalgia, estos ámbitos de la infancia, mojando una y otra vez nuestra particular magdalena en la manzanilla de nuestros recuerdos.  

Y sí, ciertamente, la vida ha transcurrido, en esos años en los que cualquiera de los cuatro amigos hemos intentado, básicamente, buscar la felicidad durante estas décadas, guiados por el destino, por las decisiones, también por el azar y quizás, en consecuencia, hayamos cambiado, es inevitable. Pero creo o quiero pensar que afortunadamente seguimos siendo, en esencia, quiénes fuimos, aquellos amigos que antes que nuestros destinos se separaran, interactúaban con el mundo con ese filtro infantil de nuestras miradas cristalinas, que nunca deberíamos perder, en ese tránsito permanente a la vida adulta que se empeña en acompañar nuestros días. Si perdemos o nos olvidamos de ese luminoso legado que constituye la infancia, pienso que estamos perdidos, convertidos en náufragos que ignoran que existe una isla dentro de nosotros, una suerte de Shangri-La, en la que el tiempo no existe y la felicidad es posible, porque podemos ser nosotros mismos, tumbados en la arena de la playa, contemplando plácidamente la línea del horizonte, lejos, muy lejos de de mundanales ruidos, al abrigo del esplendor que surge de nuestro propio interior. 

En fin, Fernando, José Antonio y Enrique: qué bello es vivir, en compañía de amigos como vosotros. Hasta el próximo encuentro. Un abrazo.    

lunes, 17 de enero de 2022

Millas que recorrer


Ayer soñé que volvía al Monte Perdido. Me asombré al sentir en mis piernas el vigor de antaño, caminando decidido, apenas sin esfuerzo, hacia el refugio de Goritz, en donde mi abultada mochila, al fin, tocaría el suelo. En mi sueño, el macizo calcáreo parecía guiarme hacia su glaciar, en el que volvería a bañarme desnudo, dispuesto a sentir las sensaciones más gélidas en cada poro de mi piel. Me envidié a mí mismo: por estar allí, en Odessa, pero sobre todo por una juventud, ya lejana, en la que Saturno aún me mimaba. 

Al despertar, miré con fruición las fotografías: el protagonismo recaía en cada una de ellas en el paisaje, en aquella naturaleza majestuosa que debería acompañarnos periódicamente para así, sintiéndonos pequeños a su lado, evitar las absurdas tentaciones de querer ser más grandes de lo que realmente somos. Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir, escribió Balzac. El problema de este siglo XXI es que parece que una inmensa mayoría ciudadana practica dicha exhibición con auténtica afición, ajena a cualquier pudor. Y si la vanidad recorre el mundo, cabría preguntarse donde reubicar en esta desproporcionada jungla de egos, dado que quedarían inevitablemente desplazados, esos valores que nos hace humanos: la empatía, la solidaridad, la honestidad, la gratitud, el amor, la responsabilidad, el respeto... Difícil panorama, sin que se perciban oasis, salvo los literarios, en los que, afortunadamente, con frecuencia, las utopías, cuanto menos, nos devuelven ese crisol en los que podemos ver reflejados todos esos valores que generan la sensibilidad, la emoción  desbordante de autores con sus párrafos. Como el que acabo de leer, de Robert Frost: El bosque es hermoso, oscuro y profundo. Pero tengo promesas que cumplir, y millas que recorrer antes de dormir. 

Carece de sentido contar las millas recorridas, pero sí es imprescindible vivir intensamente cada una de ellas, sin que nos ceguemos a nosotros mismos por resplandores ficticios que nos aparten de nuestro verdadero camino. En ese bosque profundo, siempre con paciencia, hallaremos  tesoros que nos harán inmensamente felices, pero no simplemente por poseerlos, sino por el simple hecho de haberlos encontrado. Así de elemental se presenta la dicha de nuestros días, a condición de cuidar, con mimo, de nuestra memoria sentimental: nuestro peor enemigo, es bien sabido, es el olvido de nosotros mismos. 

Me emociono, pensando que quizás, con suerte, esta noche sueñe con el bosque de Irati, donde me perdí un verano, hasta lograr reencontrar el camino que me devolvió, extenuado, al intenso bienestar de una frágil tienda de campaña y un saco de dormir. O de aquellas tardes intensas que, bocadillo de mortadela de aceitunas en mano, junto a mis amigos de la infancia (tres de ellos recientemente reencontrados gracias a las redes sociales), mirábamos desafiantes a los enemigos imaginarios que se enfrentaban contra nosotros. O más probablemente, mis sueños me devolverán sensaciones mucho más próximas, como el de esa playa mediterránea en la que perdía mi vista en la línea del horizonte, hace apenas unos días. Sea como fuere, recordemos las millas andadas y vibremos, a diario, con esa emoción que deberiamos sentir en la espina dorsal, con solo pensar en todas aquellas que aún nos queda por recorrer.  

martes, 4 de enero de 2022

Los árboles susurran cuentos


El hombre descansa en su sofá, refugiado en su chándal, el batín y dos mantas, sintiendo los escalofríos que recorren su cuerpo y la mucosidad que le asfixia continuamente. Dichoso virus, piensa, a modo de maldición a un enemigo intangible, oculto en ese vacío solo interrumpido por la televisión. Mientras tanto, sus fugas mentales alivian, mínimamente, su estado: se ve a sí mismo respirando de nuevo sin dificultades, por la orilla del mediterráneo, por un frondoso bosque. Disfruta, imaginando que recobra el vigor de siempre en su cuerpo, en sus piernas, cuyos pies pisan fuerte en la arena o el sendero que quizás le conduzca a ese prado verdoso desde el que podrá dejar que su vista se pierda en un horizonte de nubes. Quizás esté despierto, quizás no, pero su imaginación o los sueños, quizás ambos, parecen proporcionar consuelo a los estragos que los gérmenes, bacilos o microbios hace días le están provocando desde hace días. 

Al abrir los ojos, el fuego de la chimenea le produce instantáneamente un alivio que no mitiga la necesidad imperiosa de limpiar su nariz, completamente obstruida. Se pregunta a sí mismo, mientras saca un pañuelo y se suena los dichosos mocos, si podría ser un alivio respirar eucalipto, hervido en una olla y con la nariz pegada a la misma, recubierto con una toalla. Ha recordado, de repente, a su padre, haciendo lo mismo a modo de ritual, periódicamente, todos los inviernos. Pero no, no tiene hojas de eucalipto, si bien está seguro que podría conseguirlas online: dejemos que el paracetamol haga su trabajo, se dice a sí mismo, con cierto desconsuelo, mientras el enésimo golpe de tos lo deja sordo por momentos. 

En esta tesitura, sigue leyendo y viendo películas, en un duermevela continuo. Entre otras lecturas,  disfruta muchísimo con los cinco tomos de Pepe, de Carlos Giménez, pero también con un libro que no había encontrado su momento hasta ahora, La poeta y el asesino, de Simon Worral, que le transporta, tras su lectura, junto a  Emily Dickinson. El grueso libro de Visor, de 2013, le sumerge en el universo de la inmortal poeta, en todos esas rimas, reflejo de una intensa vida interior. Se la imagina, recluida en su casa, en aquella habitación propia, disfrutando, no obstante, de ese espacio que ella siempre consideró, a pesar de las circunstancias, como de verdadera libertad, ese pequeño universo, entre cuatro paredes en el que podía ser ella misma y escribir poemas maravillosos como Ensueño o el poema 815. Si Emily hubiera almacenado toda su sensibilidad en botellas, concluye, se podría regar el mundo con ellas. Florecería la empatía, la amabilidad, la solidaridad, la comprensión mutua, otra sociedad, sin duda otro mundo, muy distante del actual, en el que la confusión es solo una más entre las tristes señas de identidad que caracteriza este siglo XXI.

Atiza el fuego, para que frío, al menos, esté desterrado de su salón, de su maltrecho cuerpo. Vuelve a imaginar la playa, el bosque, mientras sueña con las nubes. Y de nuevo, el sueño se apodera de su consciencia: se ve a sí mismo, tumbado en ese prado que susurra la historia del mundo, mientras los árboles cercanos pugnan entre sí por llamar su atención, prometiéndole historias ancianas que todos los mortales deberían escuchar al menos una vez. Tras dudar, se acerca a uno de ellos y escucha atentamente, dejándose llevar por la magia de esos cuentos que nunca se extinguirán mientras sigamos creyendo en ellos. 

Más libros, más libres

En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo , de compra/venta/cambio , de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elev...