sábado, 30 de diciembre de 2023

Qué bello es vivir


En efecto, pasan los meses y en todos ellos me he sentido, literalmente, abducido por las tareas profesionales, que se suceden sin límite de continuidad, cada día. Como Sísifo, cuando creía llegar al final de tantas responsabilidades, otras tantas pugnaban por ocupar su lugar y en definitiva, vuelta a empezar. Sin embargo, a pesar de todo, nunca he sentido el peso de la rutina, al menos en el sentido expresado por Erich Fromm: … De lunes a lunes, de la mañana a la noche, todas las actividades están rutinizadas y prefabricadas… Supongo que es una buena señal, quizás fruto de un ejercicio sutil del mejor de los optimismos, dado que en mi caso, en el ámbito laboral, no hay dos días iguales y sigo sintiendo, a pesar del paso de los años, esa satisfacción del deber cumplido, en el sentido expresado por André Gide: … La satisfacción es el signo de la sinceridad del placer… En fin, sea como sea, estas vacaciones de Navidad están resultando un oasis mental, lejos del ruido y la furia, con una entrega diaria a la más elemental y cristalina cotidianeidad. Desde dormir (una de mis debilidades) a dejarse llevar por los tiempos muertos, dormitando con la chimenea encendida y alguna de esas películas que marcaron mi infancia (como El Ladrón de Bagdad, dirigida, entre otros, por Michael Powell en 1940). Y por supuesto, dejarse llevar por todos esos momentos tan tópicos y luminosos (fastuosa, Málaga en Navidades, con su alumbrado) a los que dan lugar las reuniones familiares, las compras, las comidas, los regalos... 

La antesala del año nuevo, nada menos. Mañana brindaremos la familia, con nuestros mejores deseos entregados, ritual mediante, a la Diosa Fortuna. Francis Bacon escribió, al respecto: ... Principalmente, el molde de la fortuna de un hombre está en sus propias manos...  Pero le faltó añadir que nunca viene mal, además, un poco de suerte, como expuso John Milton: La suerte es la ayuda de la casualidad. Así que ojalá estemos, con frecuencia, en el lugar adecuado, en el momento justo para que la toma de decisiones sea la mejor, teniendo en cuenta que no dejamos de hacer elecciones desde que tenemos uso de razón. Me identifico mucho con Paulo Coelho: … No tenía miedo a las dificultades: lo que la asustaba era la obligación de tener que escoger un camino. Escoger un camino significaba abandonar otros…  En mi caso, pocas veces he sentido desazón como sinónimo de pavor, temor o pánico, sí de indecisión, como es evidente, en el día a día de mi vida. Todo aquello que llegó hasta mí, por elección propia o por capricho del destino, si es que algo así sigue existiendo en este siglo XXI, siempre me resultó un propósito, una apuesta personal, con frecuencia un reto: en efecto, hecha una elección, de entre otras y una vez tomada la decisión, dejaba atrás mis dudas y comenzaba a andar el correspondiente camino. Cabezón, el niño este, que se propone algo y no para hasta conseguirlo, me decía mi madre con frecuencia, entre el elogio y la desesperación, al fin y al cabo, cuando eres niño (incluso adolescente), al menos en mis tiempos, era sinónimo de absoluta inconsciencia.  Cosas de la ingenuidad, que confirmo que a día de hoy y a pesar de mis años, nunca me ha abandonado, para bien o para mal. 

Pero volvamos a la Navidad y a ese brindis que, en escasas horas, dará lugar al año nuevo: sí, hay que pedir un deseo, tradición mediante. No es necesario que el escenario sea un fastuoso cotillón, inundado de confeti, con fuegos artificiales: basta sentirse bien, consigo mismo y con todas (o al menos, una mayoría de) las circunstancias vitales que definen, caracterizan, dan sentido a nuestra vida. Si alguien me preguntara cómo se llega a ese idílico estado, no sabría que responder, la felicidad es polisémica. Hace poco, en un acto al que asistí, una de las premiadas, madre de diez hijos/as, celebró el momento con una frase similar a esta: … La felicidad también significa vivir, construyendo las vidas de aquellos a los que más quieres…  Un momento que me pareció maravilloso, porque al fin entendí a aquella mujer, tan sumamente incomprendida, con su inusual y numerosa familia. Un día, lejano en el tiempo, que fui a ver a mi padre, en Marbella, le llevé de regalo aquello que me había pedido: una botella de brandy Cardenal Mendoza, un cartón de tabaco y el último libro de Martin Amis. Cuando al fin nos vimos, encendió un cigarro, se sirvió una copa y comenzó la lectura del libro, justo después de sonreírme y exclamar: En esto consiste la felicidad. Y otro recuerdo, aún más lejano en el tiempo: me veo a mí mismo, pedaleando en dirección a Fuengirola, inmensamente dichoso, desbordando la energía de la adolescencia, canturreando Shiny Happy People de R.E.M., con el único propósito de llegar a una playa, bañarme y leer, tumbado al sol, algún capítulo de La espuma de los días, de Boris Vian. De nuevo, la ingenuidad. Pero al fin y al cabo, la dicha, tan íntima, tan singular y diferente, de una persona a otra. 

Esta mañana he estado con mi madre, intentando rescatarla del laberinto de su mente. Afortunadamente, la memoria a largo plazo aún le funciona y los recuerdos, sin duda forzados y reiterados, no dejaron de acudir, durante horas, en las que volví (de nuevo) a ser un niño que intentaba rememorar, con no pocas dosis de imaginación, tantos y abundantes instantes del lejano pasado familiar. Así, mientras que por la persiana entornada entraba, al comedor en penumbra, rayos de sol matinales, he vuelto, junto a mi madre, a las playas de antaño, a las comidas de los domingos, al campo a coger hinojos, a los paseos por el parque, incluso a las canciones de otra época. Finalmente, era mi madre quien agarraba mi mano y yo me dejaba llevar, sin preguntar. Si los recuerdos son intensos, se convierten en sostén para el presente, para el futuro. Un brindis: que la dicha nos acompañe hoy, mañana y durante 2024. 


domingo, 3 de septiembre de 2023

¡Son mis amigos...!


Nuevo encuentro de amigos de la infancia, nuevas emociones que renacen y se instalan dentro de nosotros, mientras recobran vida tantos recuerdos compartidos de aquellos años en los que comenzábamos a ser nosotros mismos. El día a día de mediados de la década de los sesenta moldeaba nuestra personalidad, en esos tiempos en los que la socialización constante, en el territorio lleno de promesas que era la calle, nos hacía interactuar, unos con otros, sin descanso, en aquellas tardes, tras finalizar el colegio, que parecían eternas. Compartíamos momentos abundantes en juguetes, tebeos, experiencias y sobre todo, imaginación. Bastaba un motocarro abandonado, uno de mis tantos recuerdos intensos, para iniciar una aventura conjunta, en la que se ubicaba cualquier dimensión que surgiera de nuestras fantasías, inmediatamente convergentes hacia la aventura imaginada.

Corríamos infatigablemente: de una calle a otra, de una casa a otra, recorriendo todos los escenarios posibles de nuestro barrio. Recuperábamos fuerzas con aquellos bocadillos inmensos, que caracterizaban nuestras meriendas, mientras se sucedían los rostros, las situaciones y los escenarios. El juego y la amistad eran el motor de nuestras vidas y si bien no éramos conscientes, también de nuestro aprendizaje. Lo poco que teníamos, esos juguetes y tebeos de la época, que hemos recordado con sentida nostalgia, hoy objeto de coleccionismo al alza, se compartían, en esa socialización constante y desprejuiciada que caracterizaba a aquella infancia lejana. Cualquier niño representaba un universo para investigar: la amistad surgía de forma inmediata, abriéndose nuevas puertas en ese microcosmos que explorábamos felizmente, minuto a minuto, que duraba justo hasta ese momento en el que nuestras madres comenzaban a llamarnos desde las ventanas: la jornada acababa, pero continuaría, con nuevos bríos, renovadas las fuerzas (si bien nunca nos cansábamos, nuestra energía era inagotable), hasta el día siguiente.

Hemos recordado los cines o terrazas de verano, que tanto abundaban en Málaga capital, especialmente el de nuestro barrio. En esas sillas de metal, con provisiones abundantes, disfrutábamos de aquellos programas dobles, reconfortados por la brisa nocturna de las noches estivales, que transportaba el intenso aroma de las flores del galán de noche. Las películas siempre iban aligeradas de metraje, circunstancia que era objeto de abucheo general (“gafas”, “corte”, gritábamos el público, al unísono), como parte de aquel ritual que se prolongaba durante más de tres horas. Volvíamos tan felices como somnolientos a nuestras casas, deseando encontrarnos con las sábanas de nuestras camas, de entregarnos en los brazos de Morfeo, esperando que el día siguiente nos regalara una intensa jornada de playa. Si ello ocurría, yo podía estar horas y horas sin salir del agua, dimensión que exploraba con mi tubo y gafas de submarinista, en aquellos años en los que, utilizando un simple rastrillo sacadera, se recolectaban almejas en la misma orilla. Tengo un recuerdo intenso de mi padre, en la zona de las rocas, pescando centollos, muy abundantes y con suerte, algún pulpo. Y de aquellas tortillas de patatas y los filetes empanados que preparaba mi madre que, literalmente, devorábamos, mientras contemplábamos, entre la hilera de sandías semi enterradas en la orilla, la nuestra, siempre la más grande de todas.

Qué sencilla, la vida, en aquellos años. Y qué intensa. Somos quiénes somos, en parte, gracias a esa infancia plena. Si cierro los ojos, me veo corriendo, como una centella, por las calles. Sé que al volver la esquina, me voy a encontrar con Fernando (al que era imposible alcanzar, era el que corría más rápido, en el barrio). Que los dos nos dirigiremos a las casas de José Antonio y Enrique. Y que enseguida, estaremos los cuatro compartiendo aventuras y sobre todo, amistad, sin temor a las múltiples heridas de guerra, sobre todo en las rodillas. Para eso estaba la mercromina (“el colorao”, que se decía entonces). Si vuelvo a cerrarlos, puedo ver, incluso tocar, todos aquellos juguetes de nuestras vidas: Madelman, Exin Castillos, Comansi… y cuando los abro, compruebo y esto es lo más importante, que seguís siendo esas maravillosas personas que siempre habéis sido.

Qué gran privilegio tener amigos como vosotros. Un abrazo a los tres, hasta el próximo encuentro.



viernes, 28 de julio de 2023

Chanson d´amour


La ropa es la última coraza que se interpone al deseo. Ella se desviste muy lentamente, mientras él, ya desnudo, la observa, fascinado. La mujer vive su propio ritmo interno, deslizando sus medias lentamente hacia los tobillos; se siente como si fuera su primera vez. El hombre, mientras tanto, naufraga, ahogado por el deseo, sintiendo arder cada uno de sus poros. Ella deja caer su ropa interior, mientras que él vuela hacia sus brazos. Comienza el vals, cuyos compases resuenan en laberintos circulares que se derrumban, al paso de los dos cuerpos acompasados, llenos de fuego y espuma, que dejan caer centenares de tazas de amapolas que estallan contra el suelo, que no dejan de girar atravesando vertiginosos ríos, valles y montañas, destrenzando los vientos, despertando los pájaros del sueño.

Son dos almas que se anhelan entre sí, dos amantes que se entregan el uno al otro, almas furtivas del mundo y de ellos mismos, envueltos en el ritual de la pasión. La vieja historia, que a menudo parece nueva. Se expande un universo, en aquel cuarto, en el lecho que los acoge desnudos, vigorosos, rozagantes, dando forma a un nudo vivo que juran no deshacer jamás. Y así, entre besos, caricias y abrazos, se sigue contrayendo el nodo, que se estrecha al unísono de suspiros y jadeos que se depositan en cristalinos frascos, alumbrados por la luna. La noche transcurre, reptando entre aquellas sábanas deshechas, hasta entregar a los dos apasionados en los brazos de un acogedor Morfeo.

Llega el alba y con ella, si bien débiles, los sonidos de la conciencia. La mujer se despierta, con un impulso de recuperar apresuradamente su ropa, sintiéndose culpable de su propia carne, pero cuando mira aquel rostro del que está enamorada, detiene el tiempo justo en esos momentos, en aquella luminosa habitación. Cuando él abre los ojos y ambos se contemplan durante una eternidad, el deseo renace y estalla de nuevo. Vuelven a mimarse, explorando con delicadeza la piel del otro, regándose entre sí a besos, nublando el sol, secando el mar. El cielo se resquebraja, como un débil cristal, cuando cuerpo y mente se diluyen entre sí, impulsados por vendavales inagotables. 

Cuando asoma la llamada del hambre, de la sed, ambos recuperan fuerzas. Ya no son aquellos jóvenes que un día fueron, han pasado muchos años, décadas y, sin embargo, no han envejecido. Entre los muros de aquel templo del amor, que nunca han dejado de construir, el mundo hace una sentida reverencia a diario a los amantes, envidiosos los Dioses, salvo Cupido, que deposita ante ellos una ánfora llena de hidromiel, con un guiño de complicidad. Beberán en copas de metal, dejando que sus miradas se pierdan en los trazos abocetados por una aurora que invita al sol a desperezarse. 

domingo, 16 de julio de 2023

¡Plas, plas, plas!


De nuevo, meses sin escribir: muy mala señal. El tiempo se ha sucedido, posiblemente desbocado, devorando esos momentos que quieren escapar de la dictadura impuesta por tantas inercias, de la alienación de los días a golpe de alarma electrónica, de todas las rutinas establecidas en esas líneas de la vida que insisten en moldear nuestros días, nuestras noches. 

A pesar del calor, cuando sopla la brisa estival, siento que todas estas huellas invisibles, salvo aquellas que quisieran perpetuarse en nuestros rostros, tienden a diluirse. Quedan reducidas, a lo más, a débiles reflejos en esos ojos que con demasiada frecuencia nos olvidamos permutar a amarillo o dorado, para que surjan de ellos los reflejos, con suerte intensos, de la salud, la vitalidad, la fuerza. 

Y es que los ojos son pésimos actores, dado que nunca pueden dejar de ser ellos mismos, por más que la tentación de todos esos escenarios constantes, que se suceden en nuestros días, nos sitúen siempre tras el telón, a modo de un Arlequín improvisado: somos ese personaje fijo en escena, rodeado de los movimientos parciales y concretos de actores que llegan y se marchan, que preguntan y responden, y que se suceden de modo que la entrada de uno va seguida de la salida de otro. Interpretamos, muy a pesar nuestra, el papel que nosotros mismos hemos escrito en el cuaderno invisible de nuestras vidas, esclavos de dramaturgias varias, incluso de los aplausos, por más impostados que sean los mismos. 

Mientras me asomo a la orilla del Mediterráneo, me recreo en mi propia imaginación. Sirenas que resurgen de las aguas, persiguiendo a Ulises, atado al mástil del Argo. Atardeceres tiñendo el cielo de rojo, surcado por Saint-Exupéry en su Lightning P-38. El mar, partido en dos, cuando el Pequod, famoso barco del capitán Ahab, surca con ímpetu, las aguas, forzando a que el Nautilus, con el que está a punto de cruzarse, cambie de rumbo. 

No tienes remedio, a vueltas, con ese romanticismo épico que siempre te acompaña… me susurra mi propia conciencia. Y tiene toda la razón: desde muy pequeño, nunca dejé de respirar a través de todas aquellas referencias que surgían ante mí, emanadas de las páginas de aquellos maestros de la literatura infantil y juvenil, de todos aquellos libros y tebeos que invadían mi casa, cualquier estante y sobre todo mi mesita de noche. 

En mi escenario natural, que era la calle, el telón se abría y yo, junto a otros muchos niños, vivíamos con intensidad el rol elegido: podía ser Ivanhoe (montado en bicicleta y con una aparatosa caña de azúcar a modo de lanza); el Príncipe Valiente (y cualquiera de los otros caballeros de Camelot); Sandokan (sí, no lo puedo evitar, lo recuerdo siempre con la música de Guido y Maurizio De Angelis, de fondo); Nemo y Ned Land, el general Custer con los rasgos de Errrol Flynn, D'artagan (mi preferido), el Zorro (que definitivamente tiene los rasgos de Tyrone Power), el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, Sherlock Holmes (al que vuelvo a leer todos los veranos); Rodrigo Díaz de Vivar, Bastian y Atreyu, Robin Hood (aún no he visitado el famoso bosque de Sherwood);  Huckleberry Finn y Tom Sawyer, Edmundo Dantés (cualquier palo se convertía en una espada de madera: el duelo estaba servido), Mowgli, Jim Hawkins, Phileas Fogg…  Por la noche, cubierto de mercromina (el “colorao” de la época) y vendas, seguía mi aprendizaje de aspirante al Actors Studio, sobre cualquiera de aquellos escenarios, antes de entregarme en brazos de Morfeo, mientras en mis ávidos ojos seguían recreándose con duelos heroicos, luchas sin cuartel contra terribles hordas de sajones, asedios a castillos, navíos en busca de un tesoro… 

... Estás a punto de exponer que somos todo aquello que hemos vivido; que olvidar el legado que representa nuestra propia existencia nos convierte en pésimos actores de la vida… Dichosa conciencia, siempre adelantándose a los acontecimientos. Pero es cierto: en esencia, somos ese actor o actriz que hemos decidido ser, con abundantes tablas, tras protagonizar el papel principales de múltiples obras y funciones, en incontables escenarios, representando, forzadamente o no, todo tipo de géneros: drama, tragedia, comedia, melodrama… Tanto hemos interiorizado nuestro rol, que difícilmente podemos ignorar que lo hemos construido día a día, según transcurrían nuestras vidas. Si, por el contrario, olvidamos nuestro pasado, transformado en una biblioteca infinita de memoria sentimental, estaremos condenados a dudar, titubear y por supuesto errar para con nosotros mismos, en los sempiternos escenarios que se suceden en nuestras biografías.

Y regreso al mar, a la orilla. Salvo, quizás, los personajes, puedo elegir todos los elementos que caracterizaran mi próxima representación, tan seguro estoy de las características de mi papel protagonista, de mis posibilidades sobre el escenario, sea cual sea esa obra que me espera. Chasqueo los dedos: el escenario aparece, fiel a mis gustos. Los actos, escenas y cuadros se sucederán según yo lo establezca. Decido la escenografía, que generará la atmósfera adecuada. Otro chasquido de mis dedos: la iluminación me permitirá recrear diferentes tipos de emociones y resaltar la fuerza de las escenas. Últimas decisiones de vestuario, de maquillaje, mientras compruebo que el sonido es perfecto. Todo está dispuesto, incluso el apuntador: que se alce el telón.  

 

 

sábado, 18 de febrero de 2023

Vida y música


Demasiado tiempo sin escribir, mientras los días y sus horas se deslizan por la montaña rusa de la vida, aunando sus vaivenes con los compases de esas melodías sutiles que suelen acompañar a nuestras existencias. Cierto que no prestamos oído a la música que suena, constante, imperceptiblemente, dentro de nosotros, mientras nos esforzamos en construir, a cada instante, los párrafos de nuestra biografía; pero no hay recuerdo que concibamos que no vaya acompañado de una sucesión, generalmente acelerada, de los sonidos de un acorde. 

Con suerte, la banda sonora de múltiples momentos de nuestra realidad serán los propios de una orquesta sinfónica, con bellos y espléndidos sonidos, precediendo a hermosos allegrettos; en otras muchas ocasiones, sin embargo, apenas sonará un triste violín desvencijado. Las músicas de nuestras vidas son reflejo de la intensidad de las mismas, de la suma, de todos esos instantes que gozamos y sufrimos, de la euforia o la tristeza que nos provocan sus vivencias, del disfrute y la añoranza que nos provoca sus meros recuerdos, de la pesadumbre y el dolor que sabiamente postergamos en nuestra memoria, intentando olvidar todo aquello que no queremos rememorar. 

Pero vayamos al deseo, que desprende su propia música: cuánto gozamos con lo poco que tenemos y cuánto sufrimos por lo mucho que anhelamos, escribió Shakespeare. En mi caso, las ilusiones son inherentes al mar y el barco de Simbad, primer movimiento de Scheherezade de Rimski-Kórsakov, dado que probablemente, como exponía Borges, el deseo es como el wanderlust: cuando aparece es irrefrenable, no hay vuelta atrás, viajamos hacia él, partimos de puertos que hemos conquistado, dispuestos a cruzar mares repletos de incertidumbre, con tal de conseguir nuestros propósitos. Así es la vida, no dejamos de desear, probablemente para olvidar que no somos inmortales. 

Justo en este momento, como eterno aprendiz a escritor, deseo encontrar todas esas palabras que rehúyen encontrarse conmigo y en consecuencia, emprendo un viaje junto a Simbad; ambos buscamos a Scheherezade, él impulsado por un deseo romántico irrefrenable, yo deseando escuchar sus historias. Mientras la proa del navío guillotina el mediterráneo, la famosa melodía arrebatadora y sensual en un solo de violín, acompañada por el arpa, suena dentro de mí.  Cierro los ojos y puedo sentir la brisa marina, el sol deslumbrante en todos mis poros: no tengo dudas, las palabras vendrán en breve a mi encuentro. La vida, nada más. 

Más libros, más libres

En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo , de compra/venta/cambio , de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elev...