domingo, 5 de septiembre de 2021

Dar cera, pulir cera


Es conocido que el fin de las vacaciones suele estar marcado por una suerte de jet lag que nos atosiga, al menos en los primeros días laborales, recordándonos cruelmente que el descanso estival, simplemente, ha finalizado. Qué se le va a hacer, frase hecha que hasta no hace mucho se empleaba constantemente, descriptiva de una inevitable resignación frente a hechos que no admiten discusión, nos gusten o no. En mi caso, compartiendo destino con la inmensa mayoría de la ciudadanía, incluso bastante antes del 1 de septiembre, ya estaba reencontrándome con mis quehaceres profesionales y configurando, consciente o inconscientemente, esa muy dilatada lista de obligaciones que marcarán, espero que en compás armónico, el ritmo diario laboral de cada día.

Transcurridos los tres primeros días de inmersión profesional, con objeto de no rozar siquiera esas visibles oscuridades, muy bien descritas por William Styron, he logrado sobrevivir a impulsos constantes. Es recomendable afrontar todas las facetas de la vida, incluida sin duda la profesional, desde esa serenidad que genera o debería generar el simple hecho de creer en nosotros mismos, como artífices de nuestro propio destino. Basta, antes de tomar cualquier decisión, analizar detenidamente la misma antes de dejarnos llevar por ese impulso tan característico de este siglo XXI, que no es otro que esa suerte de arrebatamiento súbito: nos dejamos llevar por las primeras sensaciones ante cualquier cuestión, convirtiéndonos en esclavos de estas, sobre todo las que se derivan de estados anímicos que, por cualquier circunstancia, acaban obsesionándonos.

Lo importante no son los problemas, son las soluciones, rehuyendo ese solucionismo criticado por Evgeny Mozarov, esto es, esa “preocupación poco saludable de encontrar soluciones atractivas, monumentales y de mentalidad estrecha a problemas por demás complejos, fluidos y polémicos”. Si así procedemos podemos estar celebrando victorias, todos desmemoriados del objetivo que pretendíamos conseguir. Por el contrario, hay que afrontar los inconvenientes de partida en su justa dimensión, ni más ni menos. Y lo primero es compartir ese problema con las personas que de un modo u otro son parte del mismo, antes de sacar falsas conclusiones y proponer soluciones que, carentes de sentido, acaban por corromper incluso el sentido común. Hablar, es evidente, significa escuchar, aparte de oír y nada mejor que reconocer, en esos consensos, posibles errores si así se detectan, sobre todo los propios. No parece difícil, pero volvemos al siglo XXI: tendencia al orgullo, incluso al oportunismo que todos tenemos, puesto que estamos contaminados, impregnados de este sistema abundante en actores individuales y colectivos que nos hace huir hacia delante, incapaces, con suma frecuencia, de reconocer que nos hemos equivocado.

En fin, sea como fuere, nosotros somos el problema, como así ha sido siempre. Construimos una realidad, en interacción diaria, que interpretamos subjetivamente y de manera dispar, según puntos de vista, todos variopintos. Lograr convergencias es una necesidad esencial en cualquier organización, pues nada peor que una disparidad diaria de opiniones para amenazar incluso su mera supervivencia. Para que ello no ocurra, hablemos y sigamos hablando, hasta lograr entendernos. Hay sitio para todos y en caso contrario, nada mejor que hacer espacio tirando por la ventana, sin romper cristales, todo aquello que es inútil, pero que hemos guardado bajo el síndrome de Diógenes. Dar cera, pulir cera, a todas las circunstancias de nuestras vidas, cabe recordar, que citaba constantemente el actor Ralph Macchio en la famosa película.

Más libros, más libres

En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo , de compra/venta/cambio , de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elev...