30 de octubre de 1938. Hasta allá donde alcanza la vista, los cadáveres se amontonan. En su desgastada mochila solamente hay sueños disfrazados de proyectos: el infinito en sus manos, el cuerpo y la mente en feliz simbiosis, cualquier camino es bueno para ser recorrido. El muchacho, que aún está lejos de ser un hombre, imagina que recorre las calles de su pueblo, inmerso en estos pensamientos y siente que la emoción recorre sus poros, recordando una vida que le han arrebatado, unos y otros. En esa vida recorre una calle, compra el pan, pasea por la era en la que su padre mima a esos vegetales que saben a gloria, toma plácidamente un vino joven en la taberna, sin dejar de dar caladas a su caldo de gallina y prosigue plácidamente su paseo. Cerrando de vez en cuando los ojos, se recrea en esa sensación indefinida que suele recorrer su espina dorsal, sintiendo el recuerdo de ese bienestar de los tiempos muertos de aquellos días.
Se siente inmensamente vivo
cuando ante él se despliegan todos esos minutos que desaparecen como pompas de
jabón, pero que no dejan de susurrar sugerencias a su dueño para que sean vividos
con intensidad. El hombre agarra con delicadeza uno de ellos y mira en su
interior: unos esplendorosos olivos, cargados de aceitunas. Reconfortado y
curioso, observa el interior de otro minuto y descubre que dentro de él parece
esconderse una puesta de sol en otoño. Cada instante esconde un pequeño tesoro,
un fragmento irrepetible de su propia vida que, asomando por unos instantes
ante sus ojos, se extingue sutilmente para dejar paso a otras tantas vivencias
que inmediatamente, se transforman en recuerdos.
30 de octubre de 1938. Sus
oídos están ensordecidos por el bombardeo de todas aquellas baterías y aviones que
no han dejado de despedazar cuerpos durante aquellos meses infernales. Lástima,
aquella Sierra, cubierta de sangre y cenizas. Y de ese río, abundante de
cadáveres. El mismo río de aguas cristalinas, frías como el hielo, que animaba
los veranos de su infancia. Entre aquellos pastos, hayedos y robledales,
los chicos perseguían a las chicas, mientras que las cercetas y garzas
levantaban el vuelo, con cada pareja que se revolcaba en el suelo. Con su
tirachinas, escondido en cualquier soto de la ribera, era capaz de acertar en
pleno vuelo a cualquier pájaro que se le pusiera por delante, pero también certeramente
en la cabeza de Félix, Alfredo, Nicolás, Joaquín, de tantos amigos que había
dejado atrás, sin saber por qué. No comprendía que hacía allí, fusil en mano,
temblando de miedo. ¿Por qué tenía que dar su vida, como tantos otros, en
aquella guerra absurda que le había despojado de todo su pasado, condenando su
futuro a ser alcanzado, irremediablemente, por una bala o un obús, en cualquier
momento? Mejor eso que ser atravesado con
una bayoneta, una imagen de sí mismo que le resultaba insoportable y frase
recurrente entre los soldados.
Si nada hubiera pasado, preguntándose
que había podido pasar, para acabar sus días en aquel matadero, a esas horas
del amanecer, estaría desayunando con su padre unas buenas rebanadas de pan con
lomo en manteca: el campo consumía todas sus energías, que volverían a
recuperar justo cuando ese olor a cocido llegara hasta ellos anunciado el
almuerzo y la merecida siesta, que él nunca dormía. Prefería perderse, con el
sonido de las chicharras, entre las interminables veredas de álamos,
recorriendo cerros y arroyuelos para acabar desnudo en las aguas del río. Le
encantaba nadar perdiendo su mirada en algún contraluz, soñando despierto con el
cuerpo de Lola que, entre tantos pretendientes, parecía tener una mirada
especial para él, en aquellos juegos colectivos con los que chicos y chicas se
divertían en la plaza del pueblo.
Instintivamente, al iniciarse un
bombardeo continuado, agarró con fuerza el mosquetón sin munición y dirigió la
vista hacia un cielo que parecía llenarse de aviones. Algunos cazas, al caer
abatidos, alumbraban el cielo con el fuego en sus fuselajes. De repente, algo
así como un rugido colectivo dio paso a un despliegue de incontables soldados
que avanzaban haciendo fuego a discreción como una horda imparable. El numeroso
ejército que se abría paso estaba tan cerca de él, que incluso podía distinguir
perfectamente los rostros, bañados en sangre, de aquellos hombres. Aterrorizado,
decidió levantarse, alzando los brazos y cerrando los ojos, demasiado asustado
para seguir mirando. El fin de la guerra se había iniciado ese día, en aquella
sangrienta y decisiva batalla, pero el soldado, en aquellos instantes que
sintió un doloroso pinchazo en el corazón, siguió preguntándose, antes de
expirar, que tenía él que ver con todo aquel atroz conflicto que le había
costado la vida.