Abundaba en razones Mario, apurando los
vasos de vino dulce y sin dejar de dar manotazos a la barra, con un público
titubeante entre los boquerones en vinagre y la ensaladilla rusa que Juanito,
el joven camarero apostado tras la barra y curtido en aquellas batallas diarias
que, a modo de ritual, caracterizaban el aperitivo de los sábados, cantaba cada
vez que depositaba la tapa delante de un cliente.
- ... y yo os digo, a vosotros, la
plebe, ya que sois esclavos, que al menos seáis sirvientes felices, deleitad
vuestro paladar y en cuanto podáis, vuestros anhelos sexuales, consolad así
vuestros cuerpos para que esas miserables vidas, entregadas al trabajo,
encuentren algo de consuelo... - Nadie negaba que Mario era un hombre
culto, a la par que un insoportable orador que encontraba en la embriaguez su
fuente de inspiración. Deslizaba sus discursos existencialistas entre el
murmullo creciente de conversaciones cotidianas, que se superponían entre sí en
aquella cervecería de barrio, dotada con esa esencia popular, característica de
esos sitios que esquivan el paso del tiempo, que tanto agradaba a sus
parroquianos.
-... y yo te digo a ti que los que
os habéis quedado viudos muy pronto, tenéis demasiado tiempo para pensar...
- respondió uno de ellos, alzando la voz, para jolgorio del resto, que apenas
prestaba atención a Mario, reducido, tras sus patéticas peroratas, a lo más
parecido a una mera atracción, inherente al establecimiento, en sus fines de
semana.
Mario, más conocido como el poeta,
llegaba al bar cada sábado y domingo, hacia el mediodía, se colocaba
indefectiblemente en el mismo sitio de la barra y comenzaba a degustar, en
cadena, vasos de aquel vino fresco de Málaga, sumido en sus propios
pensamientos. Juanito sabía que a partir del cuarto vaso aquel singular individuo
comenzaba a hablar en voz alta consigo mismo y tras unos cuantos más, a
declamar verdades, como él mismo denominaba a aquella suerte de
aforismos sin límite de continuidad, con voz cada vez más titubeante, según
transcurrían los vasos y el tiempo. Alrededor de las cuatro de la tarde, cuando
se vaciaba la barra, el poeta desaparecía, tambaleándose y
siempre sonriente.
Juanito apreciaba a aquel individuo, de
edad avanzada, que parecía beber para olvidar o quizás, como era frecuente en los
borrachos, para conseguir vivir, al menos durante unas horas, otra vida
distinta. Posiblemente era la única persona del bar que prestaba un mínimo de
atención a los discursos de aquella figura tan patética como entrañable, a la
que echaba de menos el resto de los días de la semana. Nadie lo sabía, pero
solía apuntar, a escondidas, en servilletas de papel, retazos de aquellas
frases que Mario citaba y que después consultaba con curiosidad en Internet. No
dejaba de asombrarse de los conocimientos del poeta, que aún bajo
la influencia del alcohol, su erudición nunca disminuía. Gracias a él, Juanito
había descubierto a autores literarios, filósofos, estadistas, pintores,
cineastas, de los que desconocía por completo su existencia y se había
sorprendido a sí mismo ampliando las búsquedas en la red a otras fuentes,
venciendo ese absoluto desinterés, que había caracterizado su infancia y
adolescencia, por el conocimiento: en cuanto cumplió los dieciséis años, corrió
literalmente a aquél bar, propiedad de su tío y dejó atrás, por completo, todo
el ámbito escolar y formativo. Simplemente, se sentía feliz trabajando, sin
plantearse nada más que atender con diligencia a la clientela y con el exiguo
sueldo que cobraba, pero con el que lograba atender sus necesidades, o así
había sido hasta que apareció Mario, en su vida.
- ... Tú eres el príncipe de este
pequeño reino, emperador de ti mismo porque aún eres dueño de tu destino y como
eres feliz, definitivamente rey del mundo... - expresó el poeta a Juanito,
antes de consumir su tercer vaso de vino, tras el inicio de lo más parecido a
una conversación, en un sábado invernal y con lluvia, en el que la clientela
escaseaba y el trabajo era exiguo.
- ... Mis padres dicen que soy un
desgraciado, sin apenas oficio ni beneficio. Y mi tío, que es el que me emplea
en este bar, lo mismo... - respondió Juanito.
- ... Lo importante, estimado
príncipe, es que seas feliz con lo que haces. Pero déjate llevar, si tus
impulsos te llevan a caminos con los que nunca soñaste... - Aquellas
palabras, en la primera conversación que ambos tuvieron, marcaron profundamente
a Juanito, sin llegar a comprender las mismas. Sin otras personas a las que
comentar sus inquietudes, otras muchas conversaciones se sucedieron entre
ambos y así, los sábados y domingos se convirtieron en días muy especiales
para él, expectante ante la llegada de Mario al bar y de aquellos momentos en
los que ambos compartían charla y según pasaba el tiempo, una complicidad
creciente, al menos hasta que la embriaguez del poeta lo permitía.
El poeta invitó a su casa a Juanito, para
sorpresa mayúscula de éste, en aquella tarde que pudo contemplar aquella enorme
biblioteca, repartida en varias habitaciones de aquella sencilla pero acogedora
vivienda, una céntrica casa adosada en la que la vida parecía transcurrir con
cierta placidez, contra todo pronóstico, a pesar de la faceta beoda de Mario.
Juanito paseó su mirada por muchos de
aquellos interminables estantes, fascinado. Jamás había visto tantos libros
juntos, él apenas había leído en su vida y le era imposible concebir que una
sola persona hubiera podido leerlos todos. En el pequeño patio, Mario le contó
detalles de su vida y también de aquella impresionante biblioteca:
- ... Es una biblioteca familiar,
desde los tiempos de mi abuelo paterno, gran lector y afamado coleccionista.
Yo, simplemente, al igual que mi padre, seguí contribuyendo a engrosar el
número de volúmenes. Y no, no he leído todos y cada uno de los libros, pero sí
gran parte de ellos, desde pequeño. Quizás por eso fui profesor de literatura.
Mi mujer murió prematuramente, sin que pudiéramos tener hijos y digamos que los
libros han sido, en cierta manera, desde que me jubilé, mi particular refugio de
la soledad... - El poeta, sentado en aquel sillón de mimbre y
protegido del sol por una frondosa parra, parecía contemplar la vida desde la
cima de una montaña, que fue la visión que tuvo Juanito escuchando al anciano.
Se imaginó un paisaje nevado y a Mario vestido con una túnica blanca, sentado
al estilo seiza japonés, expresión que había aprendido de un cliente del
bar.
Juanito no tenía mucho que contar a Mario,
su vida se resumía en escasas palabras. Quizás por ello, la conversación giró
en torno a la vida, la poesía, la literatura que parecía emanar de cada poro de
su interlocutor, que le habló de temáticas, autores, personajes y títulos,
prendiendo fuego, poco a poco, a la imaginación de aquel chico que aún no había
despertado a la vida. Mario parecía haber cogido su mano, invitándole a entrar
en el mundo de las emociones literarias, no con ilustraciones o análisis sino
provocando sensaciones. Las que tuvo, al imaginar a Gregorio Samsa, a Madame
Bovary, a los Buendía, el camino de Swan, al lazarillo, al Principito y el
zorro, a la fregancia de las flores del mal, al capitán Nemo, a Ulises
navegando por el mediterráneo, a Alonso de Quijano, a Hamlet y Ofelia, a Edipo,
a Gilgamesh, a la Regenta, a Pedro Páramo, al hombre sin atributos, a la
habitación de Virginia Woolf... los días se sucedieron y las visitas a casa de
Mario se intensificaron.
Juanito siempre finalizaba aquellos
encuentros con sendos ejemplares bajo el brazo que una vez leídos renovaba en
aquella biblioteca de Babel, guiado por Mario. Un día podía correr hasta su
casa anhelando comenzar a leer aquella aventura que giraba en torno a ese viaje
por África en busca de un tal Kurtz y otro, sin poder esperar para descubrir
cómo Macbeth, aparentemente invencible, podía ser derrotado por alguien nacido
de mujer. Con Dorian Gray comenzó a preguntarse por la pintura y descubrió,
poco a poco, a impresionistas, expresionistas, surrealistas que captaron toda
su atención. Estuvo un buen rato intentando comprender por qué aquellos amantes
de Magritte cubrían completamente sus rostros con aquellos velos húmedos, barajando
varias hipótesis.
- ... Creo que se cubren porque no
quieren ser descubiertos, pero también podría ser que sus identidades no tengan
importancia: el mundo está lleno de amantes... - confesó Juanito a Mario.
- ... Ambos significados pueden ser válidos, pero no tiene tanta importancia como el conjunto de todas tus sensaciones, al ver el cuadro. Debes observar los colores: los cálidos producen sensación de cercanía y los fríos de lejanía, por eso la pared más cercana es roja y la del fondo es azul... Esta pareja se está besando bajo el cielo...
Colores, palabras, percepciones, evocaciones, sensaciones ... los sentimientos y la sensibilidad se abrían paso a borbotones en Juanito, inmerso en su propia e inconsciente metamorfosis. Sus padres ya no reconocían al apático adolescente, sin más aficiones que la televisión y el ordenador, incapaz de soltar dos palabras seguidas. Su hijo ahora se pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo y poco más tarde, practicando footing, afición heredada de la profunda impresión que dejó en él la descripción de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, expuesta por Mario en una de aquellas tardes entrañables en que éste lanzaba píldoras de conocimiento a Juanito, así denominaba a cualquier hecho que llamara la atención de su pupilo. La música no tardó en llegar, casi al mismo tiempo que el cine. The Seachers, de John Ford, le permitió descubrir cómo se podía visualizar en la pantalla a un personaje sin hogar, sin raíces, en un solo plano y al mismo tiempo, descubrir a Max Steiner. De los mitos griegos y los héroes homéricos, se produjo un salto a Ray Harryhausen y a Bernard Herrmann, de este último a Hitchcock y de ahí a Mahler y Bach, gracias a Visconti y Thomas Mann, a Tarkovski. Sacrificio, de este último, le produjo sensaciones que logró exteriorizar gracias a Mario, que le habló de la Fe, de los axiomas y de la locura a la que sucumbimos cuando éstos dejan de ser tales.
Improvisaba con las palabras poemas que pudieran expresar su vida cotidiana
y toda aquella información que bullía dentro de sí, encontrando las palabras
adecuadas que sugirieran imágenes y sensaciones. A veces, bastaba con una
visión fugaz asociada a un objeto, que aparecía de repente, como cuando un
cliente le pidió azúcar y en el reverso del sobrecito leyó la palabra
luminosidad. Imaginó como los rayos del amanecer cruzaban la cristalera,
deslizándose por la barra hasta llegar hasta las manos de una mujer que imaginó
con un vestido rojo, dando sorbos a una taza de café.
La cegadora luz del sol me descubre tus manos
mientras yo me pregunto qué haces aquí,
iluminando mi existencia.
Mis preguntas finalizarán cuando
desaparezcas
pero la luz permanecerá, moldeando tu
recuerdo, aunque esté lejano.
Así que me siento y te miro, dejando atrás
tantas preguntas
abandonándome al milagro del amanecer,
como un vagabundo de los limbos
dejando a mis pensamientos que encuentren sus
propios motivos
allá donde quieran ubicarse, en los recovecos de las sensaciones profundas
Mario dejó de ir al bar y Juanito llegó a un acuerdo con su tío para trabajar solo a media jornada; al principio, comenzó a sentir que le faltaba tiempo para sí mismo y poco después, interés: seguía sin saber qué hacer con su vida, pero estaba seguro que una línea de vida le estaba esperando, muy lejos de la que había vivido, para ser recorrida.
- ... Tus preguntas son tuyas y, por tanto, solo tú puedes encontrar las respuestas. El deseo abre las puertas, pero tienes que elegir, entre tantas. Recuerda que eres un distinguido príncipe de tu propia existencia, dirígete siempre seguro, altivo y agarra con decisión esos pomos, cuando sepas donde se encuentran... - Mario sonreía al muchacho, transmitiéndole lo que tanto necesitaba: que visualizara la brújula de su propia vida.
- ... Y tú eres el Rey, sentado en tu trono de mimbre y creo que siempre has reinado en ti mismo... - respondió Juanito.
- ... Ojalá hubiera sido así, pero siempre me faltó fortaleza, determinación. Con frecuencia, las debilidades me vencieron, a lo largo de la vida. Pero a ti no te pasara: si ya tenías el don de la juventud, ahora tienes el del conocimiento. Serás invencible, si así lo decides. Somos el resultado de nosotros mismos, así que agarra las riendas de Pegaso y busca ese lugar en el mundo que te está esperando...
El día que se paseaba con Desayuno en Tiffany's y Madame Bovary bajo el brazo, con una sensación plena que no podía definir, pero también con un cierto desasosiego para el que no encontraba explicación, Juanito se dirigía como todas las tardes, a esas alturas, tras dos años, a la casa de Mario. Pensaba, en voz alta, en la soledad, marcando la existencia de las dos protagonistas a las que había leído con fruición. Pensaba también en Mario, a su vez completamente solo, frente a sí mismo y su avanzada edad y de repente comprendió de dónde venían aquellas sensaciones: él también era un ser solitario, sin apenas amigos, sin posibilidad de conocer chicas, el universo adolescente se movía en otras coordenadas, muy lejos de las suyas, de alguien que simplemente, se había encerrado entre las cuatro paredes de un bar, para hacer de camarero. De repente, tomó de forma espontánea la decisión de retomar los estudios: aligeró sus pasos para comunicárselo a Mario.
El poeta yacía plácidamente en su sillón de mimbre. Al principio, pensó que
estaba dormido, pero inmediatamente comprobó que Mario había emprendido su
último viaje, con una singular sonrisa. Se sentó frente a él, rememorando todas
aquellas tardes que habían pasado juntos y comprendió que la persona más
importante de su vida había dejado de existir. El atardecer deslizó sutilmente
una brisa fresca: Juanito se sirvió un vaso de aquel vino dulce que nunca había
probado y brindó por Mario, deseándole la mejor de las travesías.