jueves, 31 de marzo de 2022

Stardust Memories


Mucho tiempo ha pasado, pero al fin disfruto de ese singular placer de ver la lluvia desde la ventana, inmerso en esas sensaciones que desde mi casa, bajo mi techo, el cielo grisáceo y los transeuntes que aligeran sus pasos, me transmiten al mismo tiempo. Cuando era pequeño, es decir, en aquellos tiempos en que el invierno aún nos ofrecía espectáculos de de estruendosas tormentas, me metía en la cama y leía con fruición, bajo las sábanas, El fantasma de Canterville, anhelando salir a la calle, en una escampada, con las botas de agua y disfrutar en aquellos charcos embarrados que enjalonaban todas las calles del barrio. Resbalar y caer en uno de ellos, mancharse inevitablemente la ropa, significaba enfrentarse con la furia materna, pero el placer de dar saltos en aquella agua sucia  y esparcirla a puntapiés, era infinitamente superior a los riesgos que entrañaban aquellos juegos inolvidables, que seguía practicando incluso cuando la niñez comenzaba a extinguirse y la adolescencia se abría paso, tan díficil me resultaba dejar atrás la infancia. 

Ya eres muy grande para jugar con muñecos...   es una frase que me soltó un día mi padre y de repente, a modo de mazazo, tuve plena conciencia que en efecto, la niñez había desaparecido o al menos, gran parte de ella. Si los juguetes no eran propios de la edad que tenía o aparentaba tener, otros elementos que bien pronto descubrí que eran intemporales, me consolaron de aquella perdida: la bicicleta, que en el privilegiado lugar de juego que conformaba un escenario siempre abierto a la imaginación, la finca (o hacienda) Quintana, mucho antes de transformarse en lo que es hoy, se convertía en un corcel preparado para los torneos y batallas que representábamos armados de largas cañas de azucar. Las caídas, los golpes, que se sucedían constantemente, eran aliviados con la mercromina de la época, mejor conocida como el colorao: recuerdo mis rodillas, permanentemente invadidas por costras o heridas de guerra, pero también mis codos y circunstancialmente, producto del ardor belicoso tan propio de aquellos años, mi propia cabeza, que impactó un buen día, en plena carrera por la ladera de un monte, contra unas piedras. Tuve que estar varios días en el hospital, en apariencia completamente sano, más allá de lo aparatoso de la caída, pero no obstante, en observación, que en aquel entonces no comprendía qué podía significar aquella expresión. Eran fechas navideñas y me tocó estar en una anodina habitación individual pero feliz, con el consuelo que me proporcionaban los tebeos de mi época e intrigado con una baraja de tarot que me regaló una hermana de mi padre que bien pronto concluí, más alla de las sugerentes ilustraciones de las cartas y las informaciones místicas que me proporcionaron las enfermeras, que aquello, simplemente, era una absoluta majadería. 

Con la bicicleta recorría kilómetros sin cansarme, hasta llegar a Fuengirola, bañarme en alguna de sus playas y volver felizmente a mi casa, deseando hincar el diente a una cena abundante. Me asombra, recordar la cantidad de comida que quemaba con mis catorce años. Devoraba, literalmente, una barra de pan con lomo en manteca en cuestión de minutos y seguía con hambre. No era consciente, pero la actividad física, permanente y los nervios que siempre me caracterizaban (el cerebro siempre lo tienes a cien, me comentaba con frecuencia mi madre) formaban parte de mis días, de mis horas. Simplemente, no podía dejar de moverme, de dar rienda suelta a mi imaginación, de proyectarme en pensamientos que me llevaban a universos solo posibles cuando estás convencido que el mundo te pertenece, que puedes sostenerlo con las palmas de las manos. Entre el idealismo y en el fondo la más absoluta ingenuidad, la adolescencia fue transcurriendo, entusiasmado con el conocimiento que me proporcionaba el BUP de aquellos años, las entrañables bibliotecas de Málaga (la Diputación, la Casa de la Cultura...), las lecturas (descubriendo a los clásicos: qué emoción, entre otros, Thomas Mann y su Montaña Mágica), el cine (que se convirtió en una obsesión que dura hasta hoy), la música (otra obsesión) y tardíamente, las chicas, que nunca habían encontrado su lugar en mi universo (inconscientemente misógino) personal. 

La Universidad, poco después, devoró mi tiempo, incluso gran parte de todas aquellas aficiones. Entre la dedicación al estudio y los desplazamientos a la Facultad, los años transcurrieron rápidamente y casi enseguida, salí por primera vez del calor del hogar, que por un lado era un gran deseo consciente, pero por otro, un temor como sinónimo de indefensión que en mi primer destino profesional se reveló como más que fundado: no sabía hacer una cama, ni siquiera freir un filete: mis primeros experimentos, en la cocina, consistieron en calibrar las serias dudas, prácticamente existenciales, que me asaltaban al respecto de la cantidad de aceite que tenía que echar a la sartén. Lavar la ropa, una odisea homérica, mientras que frente a la plancha, me convertía en Sísifo. Pero justo en medio de aquellos primeros y atolondrados pasos hacia lo cotidiano, estaban yo y mis circunstancias, buscando su propio lugar en el mundo, nada menos, en un apasionante aprendizaje hacia la independencia, reafirmándome en mí mismo, en mi propia identidad o más probablemente, construyendo y reconstruyendo la misma, mientras pasaban los días y asimilaba situaciones y toda suerte de experiencias. 

Han pasado los años, las décadas y aún a día de hoy, transcurrida una parte importante de la vida, la misma sensación de hormigueo vital me sigue acompañando: cada día es una invitación a seguir indagando en mí mismo, a seguir moldeando mi vida a espaldas de Saturno, al fin y al cabo nunca hemos sido presentados. Me asomo a la ventana y de nuevo, la lluvia contagiada de calima, me susurra relatos del ayer mientras imagino, con contenida emoción, los del mañana.
        

sábado, 5 de marzo de 2022

Hipnos


Llegué exhausto, sorteando la lluvia, hasta aquella puerta que tantas veces había visto en mis sueños, tras decidir que tenia que ser real y que no regatearía en esfuerzos hasta localizarla. Al fin, tras años de búsqueda, las yemas de mis dedos se deslizaron por aquella madera desgastada por el tiempo, pero firme aún para sus propositos: impedirme el acceso a aquella mansión, a sus secretos, que parecían guardados celosamente, anhelando el olvido, tal era el aspecto que presentaban aquellos muros, devorados por los años. 

El sonido de la mohosa aldaba retumbó con solenmidad, interrumpido por un chirrido interminable que emitían los goznes de aquella puerta que se abría lentamente. Me quedé paralizado ante aquellla luz cegadora en la que se recortó la silueta de una mujer cuyos rasgos no pude distinguir hasta transcurridos unos minutos que me parecieron siglos, tales eran las emociones encontradas que bullían en mi interior. Aquel bello rostro, que parecía surgir de los lienzos más idealizados de pintores del romanticismo, auscultaba mis pensamientos desde aquellos ojos negros que parecían concentrar la esencia de toda la  sabiduría universal. Tras ellos, contemplé el mundo antiguo y la arena infinita del desierto, como escenario de batallas encarnizadas, pero también sentí la sensualidad de un cuerpo perfecto sumergiéndose en aguas cristalinas. Así me debatí, entre intensas sensaciones de sexo y violencia, como si estuviera obligado a elegir, entre ambas. 

Traspasé el umbral, siguiendo a la diosa que guiaba mis pasos hacia mi destino incierto, en aquel laberinto infinito de candelabros y estancias polvorientas: no sabía, con certeza, cuáles eran mis preguntas, pero anhelaba encontrar todas las respuestas, que quizás se encontraban al final de aquel pasillo interminable que ambos recorríamos y que nos condujo hasta un decrépito salón en cuyo interior reinaba la penumbra. A una señal de la mujer, que desapareció de repente, me detuve, agudizando mi vista, mis oídos, ansiando comprender, ante aquella incertidumbre en la que mi propia existencia parecía debatirse: deseaba correr, escapar de aquella podredumbre en la que la vida parecía estar condenada, pero al mismo tiempo todos mis sentidos, que surgían a borbotones desde el fondo de mi atormentada consciencia, me ordenaban, a gritos, lo contrario. 

-... Has tardado en llegar, más de lo que hubiera podido imaginar... pero comprendo que la duda forma parte de esa naturaleza, tan singular, de los mortales... - Desde algún punto indeterminado y completamente a oscuras de aquella habitación, aquella voz grave retumbó entre sus muros y sentí que estos se tambaleaban. Transcurridos unos instantes eternos, al resplandor ínfimo como surgido de una cerilla se unieron centenares, miles de ellas. Al fin pude ver a Hipnos, desnudo y ceremonioso, sentado en aquel trono de piedra, tocado de aquellas alas que nacían de su síen, tan amenazante en su aspecto como amable con su mirada, que yo era incapaz de sostener. Cerca de él, una majestuosa mesa mostraba sus atributos: un cuerno  y un ramo de amapolas -  ... En esta palacio oscuro, el sol nunca brilla, la oscuridad es la compañía de los que aquí habitamos y los que, como tú, me visitan. Deberás ahora escoger, sin más dilación: dentro del cuerno, el opio con el que dormirás eternamente. Si optas por una de las amapolas, accederás al olvido... 

Hipnos me condenaba, de una manera u otra, a ser su prisionaro, a perpetuidad, esclavo de sus mil hijos. Recorde la mirada intensa de aquella a la que ya podía poner nombre: Pasítea, la mujer de aquel que representaba el sueño, de perfectas facciones, reflejando intensamente aquellas sensaciones de sexo y muerte. Si los dioses reflejaban pasiones tan humanas, ningún hombre podría jamás dejarlas atrás, pensé, mientras Morfeo, el más celebrado hijo de Hipnos y su principal ayudante, aparecía al lado de aquella mesa en las que descansaban las ofrendas de su padre. Su voz era melodiosa, afable: ... Debes elegir, mortal, entre estos vastos dominios sin aurora, justo ahora, donde tu nombre dejará al cuerpo que se le designó en brazos de los siglos, aqui, donde habita el olvido... 

Avancé hacia la mesa y desprendí una amapola de aquel ramo en el que el rocío se deslizaba entre aquellos tonos escarlatas intensos. Con mimo, coloqué la flor en un hojal de mi camisa y esperé a que la desmemoria me cubriera, con su manto, mientras me repetía sin cesar, a mí mismo, que allá donde se cierna la amnesia, siempre quedará el deseo. ... No me desvaneceré en las brumas del olvido, mientras la pasión siga recorriendo mis poros... expuse con calma a Hipnos y su hijo, cuando las tinieblas comenzaban a rodearme y me adentraba en aquella inmensa, ardiente oscuridad, que por momentos me parecía acogedora. Mi identidad se había borrado, mi memoria, todos mis recuerdos. Así, bastaba con dejarme arrastrar hacia aquellas sombras, sintiéndome como un náufrago esperanzado al divisar tierra firme en una de sus brazadas, pero algo en mi interior lo impedía: yo era más que la suma de la evocaciones desvanecidas de mis días, de mis años, que ya nunca podría recordar. 

Dentro de mí, convertido en un hombre sin rostro, rugían mi necesidades de amor, de ternura, de sensibilidad. Me aferré a mis emociones, a la euforia, la excitación, la risa, la satisfacción y la instisfacción que clamaban dentro de mi porque al elegir el olvido, nunca habían sido satisfechas.  Construí un crisol con todas ellas y añadí otros muchos sentimientos, como la ternura y la sexualidad, la alegría y la pena, la ansiedad y el alivio, el altruismo y los celos, la felicidad y la infelicidad, el éxtasis y el vacío, ansiedad o desesperanza. Si los sueños me habían llevado hasta los territorios de Hipnos y al olvido, mis pasiones, formando una ola de fuerza desmedida,  me sacarían de allí: la oscuridad comenzó, muy lentamente, a difuminarse, junto a las las tinieblas y de repente, desperté. 

Una habitación, una cama en la que no estaba solo: a mi lado, una mujer con los rasgos de Pasítea, que me sonreía con dulzura. Desde la ventana, una ciudad desconocida. Y en el espejo, unas facciones inéditas, las de mi rostro. ¿Cómo se construye una existencia?, me preguntaba. No tenia recuerdos que me sirvieran de guía, pero de nuevo, mis sentimientos, serían mi brújula. En mi nueva vida, mis primeros besos, la primera vez que hacía el amor, era junto a Pasítea. Cerré los ojos, en sus brazos. 

Más libros, más libres

En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo , de compra/venta/cambio , de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elev...