domingo, 14 de abril de 2024

Más libros, más libres


En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo, de compra/venta/cambio, de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elevadas estanterías repletas de ejemplares que habían pasado por dueños varios, llenos de palabras que seguían queriendo viajar por otros espacios, por otras manos, desafiando el tiempo. En sus pasillos, solían alzarse grandes pilas de tebeos, entre un equilibrio imposible y ese olor característico de descomposición química de aquellas abundantes páginas, tendentes a amarillear. A día de hoy, siento que esos establecimientos huelen, básicamente, a nostalgia de aquellos tiempos en los que, al igual que Perseo, recorría un laberinto, dispuesto a conseguir tal o cual ejemplar, abriéndome paso entre bosques de letras y sugerentes portadas de historias conocidas o aquellas inéditas con las que la imaginación se disparaba instantáneamente. Cualquier libro tiene un carácter particular, una vida propia que pugna, a veces llamándonos a gritos desde su lomo, por sobrevivir. 

En estos establecimientos, hice por perderme, tantas veces, en mi infancia y adolescencia, cuando aún creía que el paso del tiempo se detenía al poner un pie en la entrada. Buscaba siempre los libros de los autores que ya conocía, esperanzado que, junto a ellos, otros escritores inéditos me serían revelados y que serían accesibles a ese escasísimo dinero de bolsillo que había logrado reunir en días previos. Andaba sin cansarme y para ahorrar el dinero del autobús, desde mi casa hasta el centro de la ciudad, retornando el camino eufórico, si con suerte había logrado dar, con tal o cual libro, ese tebeo, aquella colección que, si bien no podría adquirir, nada me impedía soñar con ella. Tiempos de un famoso pirata malayo deshaciendo entuertos, de Ned Land, de Buck, un enorme perro, cruce de San Bernardo y Scotch Collie; del valiente Porthos, cuya muerte me impresionó vivamente entonces y aún hoy: antes de que estalle una bomba, debe correr para ponerse a salvo, pero antes de que lo logre, se pregunta cómo es posible que pueda poner un pie delante de otro continuamente. Entonces deja de correr, de andar; no puede avanzar más... Todo explota. 

De Jorge, Dick, Julián, Tim y Ana; de Guillermo Brown. De Ulises, matando a todos los pretendientes de su mujer; de Jim Hawkins, fascinado con un pirata cojo; del profesor Otto Lidenbrock, saliendo despedido por la boca de un volcán; de Fahrenheit 451, la temperatura exacta a la que arde el papel; de Gregorio Samsa, de Laureano Buendía, de Holden Caulfield con cuyo nihilismo nunca logré identificarme. Del califa Harun Al-Rashid, de Heathcliff y Cathy, de Samuel intentando comprender la obsesión de Ahab, de Philip Pirrip y su periplo vital. De Jean Valjean, condenado por robar una barra de pan, de Holmes y Watson, de Dorian Grey, de la señora Dalloway, de Gatsby en un mundo de jazz, glamour y art decó que no podía imaginarme hasta que, gracias a alguna enciclopedia de una biblioteca pública, pude visualizar los años 20... y tantos y tantos otros personajes. 

Los tebeos eran parte de otra obsesión complementaria, ante el desespero de mis padres. Mi madre decía que tenía los tebeos metidos en los sesos, fiel descripción de una afición que las editoriales Bruguera, Vertice, Buru Lan, entre otras muchas, fomentaron entre la infancia en la década de los 60 y siguientes. El tebeo apaisado de las editoriales Valenciana, Maga y otras muchas, que tanto habían disfrutado generaciones anteriores, habían dejado paso a otro tipo de revistas semanales a color. La papelería de la época, pero sobre todo el quiosco, eran templos a los que corríamos como una exhalación cuando algunas pesetas de aquellos tiempos caían en nuestras manos. En la parte patria, deslumbraban nuestros ojos Gago, Darnís, Ambrós, Fuentes Man, Vázquez, Ibáñez, Carlos Giménez, Pepe González,Víctor de la Fuente … Pero sin llegar al grado de exaltación que sentíamos con Hergé, Goscinny, Alex Raymond, Harold Foster, Milton Caniff, Segar, Carl Barks, Breccia, Jack Kirby, Gene Colan, Robert Crumb, Walter Simonson, Bernie Wrightson, Alex Toth, Jacques Tardi, Barry Windsor-Smith... Todos los tebeos pasaban, en mi barrio, de mano en mano, eran leídos y releídos, cambiados por otros en alguna de las tiendas ya descritas y en el mejor de los casos, incluso coleccionados, si éramos suficientemente persistentes con nuestros padres, como fue mi caso con The Phantom, en una de las editoriales citadas.  

La lectura te hacía pasear por jardines de senderos que se bifurcaban constantemente. ¿Dónde estaba situada Islandia, en concreto Reikiavik, en el maltrecho globo terráqueo que usaba en mi infancia? La inmensa curiosidad, al intentar imaginar un volcán por el que tendrán que introducirse Otto Lidenbrock y Axel, en el famoso libro de Julio Verne, no finalizaba con su situación geográfica: cuando me enteré, gracias a Don José, un paciente y culto maestro de la época, que la mitología islandesa estaba contenida en la conocida como mitología nórdica o escandinava, incluyendo a Asgard y Thor, nada menos que uno de los grandes personajes de la Marvel,  hice por conseguir información, acorde a mi corta edad, de los pueblos germanos del norte y de sus famosos vikingos. Así llegué, por un golpe de fortuna, a un ejemplar de la publicación de la editorial Novaro, Aventuras de la vida real, dedicado a Eric el Rojo.

Mientras me preguntaba cómo era posible que coexistieran un Dios nórdico que se paseaba por Nueva York con su martillo Mjolnir con el Dios de nuestra religión católica, representado en el catecismo escolar que debía aprenderme de memoria cada curso, los fascinantes viajes de Eric el Rojo me derivaron al círculo polar ártico, de nuevo a mi globo terráqueo y de ahí al resignado Don José, que me dijo algo así como ... dile a tus padres que te regalen un libro que te va a gustar mucho, Los cazadores de focas de la bahía de Baffin,  de Emilio Salgari... 

Mi padre, a su vez un gran lector, pero sin apenas tiempo para leer por el pluriempleo de la época, no solo me consiguió el libro en cuestión, sino que además me habló de un tal Jack London, cuyos relatos, que transcurrían en Alaska, me gustarían mucho más que los de Salgari. Alaska… a vueltas con el globo terráqueo y la colección Joyas Literarias Juveniles que leíamos con fruición en mi barrio, adaptando en viñetas a grandes clásicos de la literatura, entre ellos al propio London, cuya vida fue tan apasionante como su obra literaria, así lo descubrí en la enciclopedia que adornaba los estantes del mueble del salón de mi casa, que nunca me gustó al carecer por completo de ilustraciones. Su periplo vital abarca el período que va desde la Guerra Civil Norteamericana a la Primera Guerra Mundial. Yo no sabía nada de la Guerra de Secesión, hasta que en 5º o 6ª curso de la EGB de la época, Don José se detuvo en este periodo histórico. Fue para mí un gran descubrimiento, que me hizo rozar el éxtasis infantil cuando un sábado por la tarde programaron en la televisión Murieron con las botas puestas: en la calle comenzamos a jugar a pugnas entre Lee y Grant, pero sobre todo a emular al general Custer; (tardé en descubrir la verdadera personalidad de este supuesto héroe de la caballería), juegos rápidamente reemplazados, según avanzaba el temario de historia en el colegio, por la guerra de trincheras, donde nunca teníamos muy claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos en esta conflagración mundial. 

Cuando tuve referencias del uso del gas mostaza, sentí impactar mi imaginación: pedí un juego de química para las Navidades correspondientes y me interesé por la lectura de Sin novedad en el frente, libro que rondaba por las estanterías de mi casa. El juego de química me impulsó a intentar recrear, fracasados mis intentos de conseguir el mortífero gas, el brebaje que se supone volvía invisible al protagonista de la historia de H.G. Wells, cuestión que gozaba de toda mi credibilidad, al igual que los viajes en el tiempo. Simple ciencia ficción, me contestó lacónico Don José, ante las baterías de preguntas que le hacía, a la menor oportunidad. Así descubrí a Flash Gordon, el Eternauta, toda la Marvel y DC, a George Orwell, a Aldous Huxley, a Bradbury, estos últimos en versiones abreviadas. Como es lógico, en todo este camino, los conceptos de ética, moral, incluso de heroísmo, habían perfilado mi carácter. De la frase ceremoniosa de mi padre, como resultado de alguna trastada: uno es en la vida la persona que decide ser, que recuerdo como si fuera hoy, a la empatía por el héroe, no hubo indecisión alguna. Todo aquel vendaval de conocimiento que se derivaba de la lectura me conducía a identificarme con aquellas cualidades o virtudes de tantos personajes que realizaban actos, hazañas, por el bien de otras personas de forma desinteresada, enfrentándose a grandes peligros o retos de los que salía airoso. Desentrañar el mal y vencer el infortunio, llenaba de alicientes el rol a desempeñar desde mi mentalidad infantil, era el germen de la aventura y mi imaginación me llevaba a ese lugar utópico en el que el héroe literario, herido y maltrecho, pero vencedor al fin y al cabo, tras lograr que el villano de turno se despeñara al vacío desde alguna almena del castillo, hacia chocar su copa en compañía de otros valientes amigos, celebrando el triunfo... Jardines, senderos, caminos bifurcados que iba recorriendo hasta el infinito, que el conocimiento y los libros dibujaban a mi paso, definiendo mi personalidad.  

Con el paso del tiempo, me he hecho con algunas de esas colecciones, de libros y comics, que nunca pude tener completas, gracias a algunos sitios web especializados. Dispongo de escaso tiempo para leerlas, pero en algún momento, no tengo dudas, comenzaré a disfrutar de ellas, intensamente. Actualmente, únicamente encuentro momentos para leer plácidamente en la cama: mi encuentro diario con Morfeo siempre es a través de la lectura y de hecho, no podría conciliar el sueño sin leer durante un rato, a salvo de la realidad, entre sábanas. Mientras tanto, asisto con pesar a la extinción de esas librerías, al igual que los quioscos, mientras que la infancia parece haber dado la espalda a la letra impresa, en un mundo adulto donde el libro no encuentra su lugar. Se atribuye a Confucio esta frase: No importa lo ocupado que puedas pensar que estás, debes encontrar tiempo para leer o entregarte a la ignorancia autoelegida. Y me parece muy precisa la siguiente, de George R. R. Martin: Un lector vive mil vidas antes de morir. La persona que nunca lee, vive solamente una. Lo cierto es que los libros y las personas están destinados a encontrarse. Los libros hablan y las almas, contestan. Más libros, más libres. 


2 comentarios:

  1. Me identifico por completo con el relato!!! Si no leemos, esos senderos no aparecen en nuestras vidas y no solo nuestro conocimiento, sino también nuestra sensibilidad se reducen, leer es vivir, un abrazo

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  2. Gracias!!! Y sigamos disfrutando, con un buen libro entre las manos, un abrazo.

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