En mi infancia, nuestras madres tenían a buen recaudo, en el armario, la ropa del domingo, exclusiva para ese día, que nos esperaba pacientemente durante toda la semana, aguardando su momento para el lucimiento del clan familiar, más allá del inevitable olor a alcanfor. El grupo completo, padres e hijos, paseábamos por el parque, visitábamos a los parientes, coincidíamos con amigos y conocidos, exhibiendo aquella vestimenta inmaculada, siguiendo a rajatabla una norma social extendida, derivada del ámbito religioso (el Domingo de Ramos, el que no estrena es que no tiene manos), una señal de reverencia hacia Dios, en el Día del Señor; norma rápidamente extendida en todas las clases sociales y vigente durante décadas, a la que se fueron añadiendo inevitables elementos de simple vanidad, al fin y al cabo el vestido siempre ha sido la envoltura social del cuerpo, derivando hacia funciones como la ostentación, la distinción de clase, la pertenencia al ámbito social, evitando cualquier exclusión.
Había que demostrar, dicho día de domingo, la
honorabilidad de la familia, por más que yo odiara aquella ropa, como la
inmensa mayoría de los niños de aquellas décadas: me sentía aprisionado en ella,
como un maniquí, incapaz de moverme con
libertad e impedido para salir a la calle y jugar. En nuestro inconsciente,
grabado a fuego por nuestras madres, velábamos, para que esa ropa de los
domingos volviera a ocupar su lugar privilegiado del armario al llegar a casa,
tan inmaculadamente como salió de él por la mañana. Conservo fotografías de mi
infancia, embutido en un mini traje, perfectamente uniformado con chaqueta,
corbata y pantalón corto, con ceño fruncido, posiblemente añorando mis
pistolas, sombrero y estrella de sheriff, elementos imprescindibles de la
infancia de aquellos años, un disfraz al servicio de un atrezo imaginario, surgido
de aquellos fuertes del oeste de
Comansi, cuando aún estaban hechos de madera.
En una de esas mañanas de domingo, vestido de tal
guisa, tuve la inmensa fortuna de coincidir en una visita familiar, con un
primo de mi misma edad. Salimos corriendo a la calle, dejando atrás la proclama
de mi madre de que evitara ensuciarme, cuestión vital que olvidé por completo
en cuanto nos unimos a un grupo de niños del barrio: en escasos minutos
habíamos repartido los roles a desempeñar en un escenario tipo western y
corríamos como una exhalación entre calles y espacios ajardinados, entre
onomatopeyas varias, desplegando una auténtica oda a estos creativos y sucintos recursos
lingüísticos al servicio del disparo imaginado de una pistola, de un fusil, de
un cañón, incluso de una explosión. Había que vencer a todas aquellas tribus
indias y a los sudistas, para poder llegar sanos y salvos a Fort Bravo (un
nombre como otro cualquiera). En consecuencia, además de disparar a mansalva,
había que recurrir a la lucha cuerpo a cuerpo y al camuflaje, arrastrándonos
sigilosamente tras los setos de los jardines; el barrizal contribuía a la
emoción de la aventura, el cine bélico irrumpía de repente en el lejano oeste,
en nuestra aventura.
Huelga decir el estado en que quedó mi ropa de
domingo, tras tantas hazañas y escaramuzas del general Custer, que era el papel
que yo había representado en nuestro juego colectivo. Cuando regresamos a la
casa de mis tíos, mi primo sorteó con habilidad la suela del zapato de su
madre, mientras yo recibía, con inútil estoicismo, un formidable cogotazo paterno,
que no era nada en comparación con la lluvia de reproches, a grito pelado, de
mi madre, ante el lamentable estado que presentaba mi otrora impoluta
vestimenta. Afortunadamente, la ropa limpia que me prestó mi primo y sobre todo
el olor a paella recién hecha, consiguió calmar los nervios de aquellos adultos
irascibles, superponiéndose a ellos el sentido común de mi abuela: … todo a la lavadora, él incluido…
La ropa más
singular que he llevado en mi vida, sin duda fue aquel traje azul de primera
comunión, de almirante, en un
ceremonial colectivo que no comprendí en absoluto. Cierto, había una catequesis
que se desarrollaba durante al menos dos años previos a la Primera Comunión, en
la que intentaban inculcarnos las verdades fundamentales de la fe católica,
junto con las oraciones básicas y el significado de los sacramentos, incluido
el de la Confesión. Una preparación espiritual a la que no presté la más mínima
atención ni un solo día, mi imaginación me desplazaba a otros ámbitos, otros
territorios de la infancia, siempre abundantes de tiernas promesas y emociones,
que me esperaban al finalizar aquellas sesiones, en ese gran territorio
colectivo de juego que era la calle. Cuando me vi de rodillas, frente al
confesionario, apenas intuyendo la silueta del cura del barrio, oculto tras la
celosía, no tenía la menor idea de cómo actuar en aquel ceremonial, que intuía
muy trascendente. Obviamente, sabía que tenía que dar cuenta de mis supuestos pecados,
de los actos que habían transgredido, con plena conciencia por mi parte, los preceptos
religiosos, pero yo no tenía la más mínima sospecha de haber vulnerado uno solo
de ellos, fueran los que fuesen. De tanto desempeñar los roles de héroe, había
interiorizado los grandes valores que lo caracterizaban, en las películas,
libros y tebeos, estos últimos leídos vorazmente a diario. Los villanos, caían
bajo la hoja de mi espada o abatidos por un colt 45, liberando de la opresión
al pueblo, a la princesa, a los soldados encerrados en las mazmorras. ¿Qué
pecados tenía que confesar un héroe, por más que no levantara apenas unos pocos
palmos del suelo? Me limité a estar en silencio, hasta que el cura interrumpió:
- Puedes hablar hijo, te escucho…
- la voz de Don Francisco, el cura del barrio era inconfundible.
- … Confieso que
a veces no cuido, como debería, la ropa del domingo… - fue lo único que se
me ocurrió confesar, para salir de aquella extraña situación, por más que no me
constaba a ningún paladín, de mis abundantes lecturas de aventuras, preocuparse
en ningún momento por su ropa. Un eterno silencio se impuso de nuevo, hasta que Don
Francisco, con tono defraudado, me instó a retirarme y a rezar un Ave María, que sustituí por un
Padre Nuestro, la única oración que había logrado aprenderme. Mis planes para
con mi traje de comunión, fácilmente convertible en el uniforme de un soldado
de la Unión, se fueron al traste enseguida. Aquel traje no volví a verlo hasta
que pasados los años, lo lució mi hermano pequeño, ligeramente
modificado.
Poco queda en la actualidad de estos usos y
costumbres: se impuso la influencia del streetwear (moda urbana) y de reinado
generalizado de la estética athleisure (con
aire deportivo) hasta llegar la moda cotidiana a pie de calle, lo casual; a día de hoy casi nadie se
plantea vestir de un modo especial, ni el domingo, ni cualquier día de la
semana, en su ámbito cotidiano, salvo roles establecidos, que no son pocos,
definidos entre otros elementos, por la ropa, que ya no se recicla en el ámbito
familiar, como antes, entre hermanos. Entre todos estos cambios sociales, aún permanece,
en mi caso, como consecuencia de la insistencia de mi madre y quizás de aquel
pecado que confesé, cierto esmero, en mayor o menor medida, con el uso diario
de mi ropa. Como digo, con frecuencia, en mi ámbito profesional: estamos hechos
del material con el que se forjó nuestra infancia.
Narración de las más redondas de las publicadas. Un placer leerla.
ResponderEliminarGracias!!! Un fuerte abrazo.
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