lunes, 5 de diciembre de 2022

Lloviendo flores


Hacía mucho tiempo que no contemplaba el amanecer con la calma que demandan esos primeros rayos de sol, irrumpiendo en el horizonte. No hay excusas: el ritmo cotidiano de la vida, con sus ideas y venidas apresuradas, abundantes en tareas impregnadas, con frecuencia, de una suerte de ritual, no deberían impedir que a diario detuviéramos nuestros propios impulsos, los ceremoniales diarios que hemos convertido en una suerte de religión de desgaste emocional y simplemente, tomáramos aire, levantando nuestra vista hacia ese cielo que nos proporciona tan emocionantes momentos, tan bellas imágenes. Que sean a su vez conmovedoras dependerá de nuestra propia sensibilidad.

Cuando éramos pequeños, aparte de pensar y actuar como niños, dejábamos deslizar nuestros sentimientos instantáneamente: la infancia estaba bendecida por la libertad de nuestros instintos. La tristeza y la euforia se permutaban entre sí como producto de esas emociones que vivíamos siempre intensamente. Pasábamos de la alegría desbordada al llanto incontrolable en cuestión de segundos, expandiendo nuestra impresionable conciencia. En aquellos años, ni los sentimientos eran tan emocionales, ni nuestros pensamientos tan racionales, nos limitábamos a reaccionar ante una realidad o más bien ante el ingenuo significado que le conferíamos a esta. Nuestros estímulos ante la vida y sus circunstancias eran tan elementales como las coordenadas existenciales del mundo que giraba a nuestro alrededor: podíamos llorar si nuestros padres nos negaban ese tebeo que se exhibía en el quiosco del barrio o sentir la euforia en todos nuestros poros cualquier tarde, en compañía de otros niños, en esos tiempos en los que la calle era el escenario que nos deparaban una y mil emociones en forma de aventuras imaginadas, que solían finalizar bruscamente con la irrupción de los gritos de nuestras madres, desde las ventanas, reclamando nuestra presencia.

La sociedad que nos hemos inventado, según se van sucediendo los años de nuestras existencias, moldea nuestras conductas, como consecuencia del aprendizaje que tiene lugar en el medio social en el que crecemos y nos desenvolvemos, el condicionamiento operante nos configura, mientras la amnesia hacia nosotros mismos nos impide mostrarnos puros, enteros y verdaderos. 

Así, cuando la lucidez me golpea, como ahora, me detengo, desembarazándome de los objetos inútiles que mis manos sostienen a diario. De esos cultos a lo preceptivo que convertimos en axiomas vitales. De las inútiles alegorías del reloj de arena, de las prisas que son del todo humanas. Y bajo el abrigo de mi desnudez, miro hacia arriba, aspirando a volver ser un hijo de la naturaleza, producto de esas partículas elementales, omnipresentes en la historia del universo. Mientras mi cuerpo habita en un otoño lluvioso, mis sentidos se llenan de flores y camino junto a mí mismo, pisando las luces de neón reflejadas sobre las aceras.  



Más libros, más libres

En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo , de compra/venta/cambio , de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elev...