domingo, 14 de abril de 2024

Más libros, más libres


En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo, de compra/venta/cambio, de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elevadas estanterías repletas de ejemplares que habían pasado por dueños varios, llenos de palabras que seguían queriendo viajar por otros espacios, por otras manos, desafiando el tiempo. En sus pasillos, solían alzarse grandes pilas de tebeos, entre un equilibrio imposible y ese olor característico de descomposición química de aquellas abundantes páginas, tendentes a amarillear. A día de hoy, siento que esos establecimientos huelen, básicamente, a nostalgia de aquellos tiempos en los que, al igual que Perseo, recorría un laberinto, dispuesto a conseguir tal o cual ejemplar, abriéndome paso entre bosques de letras y sugerentes portadas de historias conocidas o aquellas inéditas con las que la imaginación se disparaba instantáneamente. Cualquier libro tiene un carácter particular, una vida propia que pugna, a veces llamándonos a gritos desde su lomo, por sobrevivir. 

En estos establecimientos, hice por perderme, tantas veces, en mi infancia y adolescencia, cuando aún creía que el paso del tiempo se detenía al poner un pie en la entrada. Buscaba siempre los libros de los autores que ya conocía, esperanzado que, junto a ellos, otros escritores inéditos me serían revelados y que serían accesibles a ese escasísimo dinero de bolsillo que había logrado reunir en días previos. Andaba sin cansarme y para ahorrar el dinero del autobús, desde mi casa hasta el centro de la ciudad, retornando el camino eufórico, si con suerte había logrado dar, con tal o cual libro, ese tebeo, aquella colección que, si bien no podría adquirir, nada me impedía soñar con ella. Tiempos de un famoso pirata malayo deshaciendo entuertos, de Ned Land, de Buck, un enorme perro, cruce de San Bernardo y Scotch Collie; del valiente Porthos, cuya muerte me impresionó vivamente entonces y aún hoy: antes de que estalle una bomba, debe correr para ponerse a salvo, pero antes de que lo logre, se pregunta cómo es posible que pueda poner un pie delante de otro continuamente. Entonces deja de correr, de andar; no puede avanzar más... Todo explota. 

De Jorge, Dick, Julián, Tim y Ana; de Guillermo Brown. De Ulises, matando a todos los pretendientes de su mujer; de Jim Hawkins, fascinado con un pirata cojo; del profesor Otto Lidenbrock, saliendo despedido por la boca de un volcán; de Fahrenheit 451, la temperatura exacta a la que arde el papel; de Gregorio Samsa, de Laureano Buendía, de Holden Caulfield con cuyo nihilismo nunca logré identificarme. Del califa Harun Al-Rashid, de Heathcliff y Cathy, de Samuel intentando comprender la obsesión de Ahab, de Philip Pirrip y su periplo vital. De Jean Valjean, condenado por robar una barra de pan, de Holmes y Watson, de Dorian Grey, de la señora Dalloway, de Gatsby en un mundo de jazz, glamour y art decó que no podía imaginarme hasta que, gracias a alguna enciclopedia de una biblioteca pública, pude visualizar los años 20... y tantos y tantos otros personajes. 

Los tebeos eran parte de otra obsesión complementaria, ante el desespero de mis padres. Mi madre decía que tenía los tebeos metidos en los sesos, fiel descripción de una afición que las editoriales Bruguera, Vertice, Buru Lan, entre otras muchas, fomentaron entre la infancia en la década de los 60 y siguientes. El tebeo apaisado de las editoriales Valenciana, Maga y otras muchas, que tanto habían disfrutado generaciones anteriores, habían dejado paso a otro tipo de revistas semanales a color. La papelería de la época, pero sobre todo el quiosco, eran templos a los que corríamos como una exhalación cuando algunas pesetas de aquellos tiempos caían en nuestras manos. En la parte patria, deslumbraban nuestros ojos Gago, Darnís, Ambrós, Fuentes Man, Vázquez, Ibáñez, Carlos Giménez, Pepe González,Víctor de la Fuente … Pero sin llegar al grado de exaltación que sentíamos con Hergé, Goscinny, Alex Raymond, Harold Foster, Milton Caniff, Segar, Carl Barks, Breccia, Jack Kirby, Gene Colan, Robert Crumb, Walter Simonson, Bernie Wrightson, Alex Toth, Jacques Tardi, Barry Windsor-Smith... Todos los tebeos pasaban, en mi barrio, de mano en mano, eran leídos y releídos, cambiados por otros en alguna de las tiendas ya descritas y en el mejor de los casos, incluso coleccionados, si éramos suficientemente persistentes con nuestros padres, como fue mi caso con The Phantom, en una de las editoriales citadas.  

La lectura te hacía pasear por jardines de senderos que se bifurcaban constantemente. ¿Dónde estaba situada Islandia, en concreto Reikiavik, en el maltrecho globo terráqueo que usaba en mi infancia? La inmensa curiosidad, al intentar imaginar un volcán por el que tendrán que introducirse Otto Lidenbrock y Axel, en el famoso libro de Julio Verne, no finalizaba con su situación geográfica: cuando me enteré, gracias a Don José, un paciente y culto maestro de la época, que la mitología islandesa estaba contenida en la conocida como mitología nórdica o escandinava, incluyendo a Asgard y Thor, nada menos que uno de los grandes personajes de la Marvel,  hice por conseguir información, acorde a mi corta edad, de los pueblos germanos del norte y de sus famosos vikingos. Así llegué, por un golpe de fortuna, a un ejemplar de la publicación de la editorial Novaro, Aventuras de la vida real, dedicado a Eric el Rojo.

Mientras me pregunta cómo era posible que coexistieran un Dios nórdico que se paseaba por Nueva York con su martillo Mjolnir con el Dios de nuestra religión católica, representando en el catecismo escolar que debía aprenderme de memoria cada curso, los fascinantes viajes de Eric el Rojo me derivaron al círculo polar ártico, de nuevo a mi globo terráqueo y de ahí al resignado Don José, que me dijo algo así como ... dile a tus padres que te regalen un libro que te va a gustar mucho, Los cazadores de focas de la bahía de Baffin,  de Emilio Salgari... 

Mi padre, a su vez un gran lector, pero sin apenas tiempo para leer por el pluriempleo de la época, no solo me consiguió el libro en cuestión, sino que además me habló de un tal Jack London, cuyos relatos, que transcurrían en Alaska, me gustarían mucho más que los de Salgari. Alaska… a vueltas con el globo terráqueo y la colección Joyas Literarias Juveniles que leíamos con fruición en mi barrio, adaptando en viñetas a grandes clásicos de la literatura, entre ellos al propio London, cuya vida fue tan apasionante como su obra literaria, así lo descubrí en la enciclopedia que adornaba los estantes del mueble del salón de mi casa, que nunca me gustó al carecer por completo de ilustraciones. Su periplo vital abarca el período que va desde la Guerra Civil Norteamericana a la Primera Guerra Mundial. Yo no sabía nada de la Guerra de Secesión, hasta que en 5º o 6ª curso de la EGB de la época, Don José se detuvo en este periodo histórico. Fue para mí un gran descubrimiento, que me hizo rozar el éxtasis infantil cuando un sábado por la tarde programaron en la televisión Murieron con las botas puestas: en la calle comenzamos a jugar a pugnas entre Lee y Grant, pero sobre todo a emular al general Custer; (tardé en descubrir la verdadera personalidad de este supuesto héroe de la caballería), juegos rápidamente reemplazados, según avanzaba el temario de historia en el colegio, por la guerra de trincheras, donde nunca teníamos muy claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos en esta conflagración mundial. 

Cuando tuve referencias del uso del gas mostaza, sentí impactar mi imaginación: solicité un juego de química para las Navidades correspondientes y me interesé por la lectura de Sin novedad en el frente, libro que rondaba por las estanterías de mi casa. El juego de química me impulsó a intentar recrear, fracasados mis intentos de conseguir el mortífero gas, el brebaje que se supone volvía invisible al protagonista de la historia de H.G. Wells, cuestión que gozaba de toda mi credibilidad, al igual que los viajes en el tiempo. Simple ciencia ficción, me contestó lacónico Don José, ante las baterías de preguntas que le hacía, a la menor oportunidad. Así descubrí a Flash Gordon, el Eternauta, toda la Marvel y DC, a George Orwell, a Aldous Huxley, a Bradbury, estos últimos en versiones abreviadas. Como es lógico, en todo este camino, los conceptos de ética, moral, incluso de heroísmo, habían perfilado mi carácter. De la frase ceremoniosa de mi padre, como resultado de alguna trastada: uno es en la vida la persona que decide ser, que recuerdo como si fuera hoy, a la empatía por el héroe, no hubo indecisión alguna. Todo aquel vendaval de conocimiento que se derivaba de la lectura me conducía a identificarme con aquellas cualidades o virtudes de tantos personajes que realizaban actos, hazañas, por el bien de otras personas de forma desinteresada, enfrentándose a grandes peligros o retos de los que salía airoso. Desentrañar el mal y vencer el infortunio, llenaba de alicientes el rol a desempeñar desde mi mentalidad infantil, era el germen de la aventura y mi imaginación me llevaba a ese lugar utópico en el que el héroe literario, herido y maltrecho, pero vencedor al fin y al cabo, tras lograr que el villano de turno se despeñara al vacío desde alguna almena del castillo, hacia chocar su copa en compañía de otros valientes amigos, celebrando el triunfo... Jardines, senderos, caminos bifurcados que iba recorriendo hasta el infinito, que el conocimiento y los libros dibujaban a mi paso, definiendo mi personalidad.  

Con el paso del tiempo, me he hecho con algunas de esas colecciones, de libros y comics, que nunca pude tener completas, gracias a algunos sitios web especializados. Dispongo de escaso tiempo para leerlas, pero en algún momento, no tengo dudas, comenzaré a disfrutar de ellas, intensamente. Actualmente, únicamente encuentro momentos para leer plácidamente en la cama: mi encuentro diario con Morfeo siempre es a través de la lectura y de hecho, no podría conciliar el sueño sin leer durante un rato, a salvo de la realidad, entre sábanas. Mientras tanto, asisto con pesar a la extinción de esas librerías, al igual que los quioscos, mientras que la infancia parece haber dado la espalda a la letra impresa, en un mundo adulto donde el libro no encuentra su lugar. Se atribuye a Confucio esta frase: No importa lo ocupado que puedas pensar que estás, debes encontrar tiempo para leer o entregarte a la ignorancia autoelegida. Y me parece muy precisa la siguiente, de George R. R. Martin: Un lector vive mil vidas antes de morir. La persona que nunca lee, vive solamente una. Lo cierto es que los libros y las personas están destinados a encontrarse. Los libros hablan y las almas, contestan. Más libros, más libres. 


sábado, 16 de marzo de 2024

Me desvanezco con el aire


Antonio abrió los ojos, tras una noche de sueños inquietos. Aún tardó unos minutos en tener conciencia del dormitorio y de él mismo, temía seguir soñando. Con dificultad, se levantó de la cama, dirigiéndose torpemente  hasta la ducha, con ayuda de su inseparable bastón, inicio de su ritual diario y uno de esos escasos momentos del día en el que su cuerpo aún lograba obtener placer, en contacto con el agua, que le agradaba que estuviera fría, incluso helada. El calentador lo encendía poco después, para afeitarse y dejar paso al desayuno, siempre frugal. Con los años, su apetito voraz, que rememoraba cada mañana, ante la soledad de aquel vaso de leche, fue difuminándose, hasta quedar relegado a una simple necesidad diaria. Se alimentaba por simple inercia. La señora Patro le insistía cada día, tras limpiar la casa y una vez preparado el almuerzo, obligando, mediante vozarrones, a aquel hombre entrado en años y desganado, a sentarse a la mesa y comer cualquiera de aquellos platos de cuchara, que con tanto mimo preparaba aquella mujer menuda, que desprendía humanidad en todos sus poros. He criado a cinco niños, yo sola, todo el mundo sabe que mi marido fue a comprar tabaco una noche y nunca regresó… Usted no morirá, al menos de hambre, mientras yo esté aquí… 

Era evidente que, sin Patro, él habría muerto de absoluta inanición. Gracias a ella, Antonio se sentía obligado a comer, a leer, ver la televisión, refugiarse en el hogar del pensionista con otros ancianos con los que matar el tiempo, posibilitándole que los finos y contados hilos que aún le unían a la vida no se resquebrajaran del todo. 

- ... Eso de no haber tenido familia te ha hecho envejecer muy pronto; la soledad mata más rápido que las enfermedades…- Cosme llevaba años observando, irremediablemente, como Antonio se iba consumiendo, según transcurría el tiempo. Eran amigos desde la infancia y compartían, cada día, una cerveza sin alcohol en el quiosco del pueblo, bajo un árbol que los lugareños aseguraban tenía al menos un siglo. Los dos poseían una vasta cultura y gustaban de hablar de filosofía, a la que Antonio había dedicado toda su vida en el ámbito universitario. Conversaban pausadamente, disfrutando de los largos silencios que imponía la brisa marina,  que penetraba sutilmente en los poros de los dos amigos.  

- ... No quiero morirme, si eso es lo que crees; lo único que deseo es que cuando llegue la hora, pueda hacerlo en paz, en mi cama, sin dolores... lo contrario sería prolongar la vida inútilmente... 

- ... Recuerda que Epicuro, en una de sus obras, que se titula Abrazando los placeres, dejó escrito: mujeres, vino y placer, cada día has de tener, abrazando la filosofía del Dios Baco...  - respondió Cosme, simulando estar ensimismado en profundos pensamientos, pero sin dejar de exhibir su jocosa personalidad. Antonio, soltando una carcajada, apuró su cerveza. 

- ... Ese libro debería haberse escrito. Pero también otro sobre el insoportable peso de los años... No  somos conscientes de lo corta que es la vida hasta que nos sentimos muy viejos... 

Se despidieron, como cada día, cuando el calor de agosto, desplazando a la brisa, se volvía insoportable. Antonio, a esas horas, buscaba refugio en el patio de su casa, que Patro había transformado, desde el más absoluto abandono, en una estancia muy apacible. Logró convencer a Antonio para que instalara, si bien a regañadientes, un toldo de gran extensión y que adquiriera abundantes macetas, entre ellas varios limoneros, que circundaban aquel espacio, que una vez regado, se convertía en un oasis. Patro llevaba un año trabajando en la casa de Antonio en tareas domésticas, sugiriendo e impulsando, además, cambios en todos sus espacios. 

-... Las mujeres de mi generación estamos todas programadas para el trabajo, somos como máquinas a las que nos dan cuerda, cada día... - razonaba en voz alta Patro, en una de esas raras ocasiones en que se sentaba, justo después del almuerzo. Cuando lo hacía, siempre elegía una antigua mecedora, situada justo debajo del gran ventanal del salón, con una taza de café humeante entre las manos,  

-... ¿Y los hombres de su generación?... - preguntó Antonio, que la acompañaba a esas horas, adivinando la respuesta, en improbable duermevela. Prefería escuchar a Patro y su particular manera de ver la vida a dormir. 

- ... Unos vagos redomados, de toda la vida. Si hacen algo, es porque se les obliga, si no fuera así, estarían todo el día en el sofá, con las piernas sobre la mesa... 

Antonio gustaba, antes de la cena y a pesar de empapar el pañuelo de sudor por la canícula, de dar una vuelta por el muelle. Con suerte y con tal de mantener la vista ocupada, encontraba algún sitio donde estar a la sombra y contemplar los barcos que arribaban, siempre entre bandadas de gaviotas. El mar aún lograba excitar, mínimamente, su imaginación, si bien revivían, en su interior, muy a pesar suya, retazos de recuerdos que había insistido en enterrar. De nada le servía, a estas alturas, recordar a las mujeres de su vida, cuyos rostros habían sido borrados por el tiempo. Ni todos aquellos momentos de la infancia, de la adolescencia, de la edad madura que, al principio de jubilarse, gustaba rememorar, como su fama, durante tantos años, en los ámbitos académicos, desde su cátedra universitaria. Cuando el teléfono dejó de sonar y lo hizo muy pronto, descubrió que  para todas esas personas, muchas, que habían pasado por su vida, él había dejado de existir; los encuentros, si acaso se sucedían, habitualmente eran fugaces y giraban, recurrentemente, en torno a cuestiones desgastadas por el uso, como la salud. 

Se vio obligado a aceptar, en consecuencia, una vida que se basaba en estar consigo mismo y con sus escasas circunstancias, que según transcurrieron los años, tras su jubilación, cada vez fueron a menos, hasta quedar reducidas, sin que Antonio fuera consciente de ello, a una mera sucesión de ceremonias diarias, destinadas a hacer avanzar, a trompicones, el día. Aún cabían, muy circunstancialmente, la irrupción de algún elemento novedoso, como la visita al médico, si bien rara vez ocurría. Antonio tenía una salud de hierro, pero sobre todo, tenía una mente lúcida que era la envidia de todos los de su edad, a los que cada vez frecuentaba menos, a pesar de la insistencia de Patro. Demasiados viejos, demasiadas viejas, con la cabeza ida…, le había dicho una vez a aquella mujer que tenía la virtud de no tener pelos en la lengua. … Y usted, un viejo más, como yo, ¿qué se ha creído? La diferencia está en que la mayoría son felices a su manera, siguen disfrutando de la vida… desde que lo conozco, está cada día más amargado… espabile, hombre, con su salud y su buena pensión, tendría que estar muy contento… 

Los graznidos, gritos y lamentos de las gaviotas invadían todo el muelle, ruidos que nunca cesaban en el continuo mudar del cielo y de los días en aquella localidad marinera que Antonio nunca pudo dejar atrás. Como estudiante, siempre anhelaba la llegada del fin de semana y del autobús que le transportaba a su pueblo de casas blancas, Villa Lorena, recorrido por callejas estrechas y antiguas de adoquines, que desembocaban en la plaza del pueblo, justo allí donde tantas veces se había enamorado, al calor de la verbena estival. Amores siempre en fuga, Antonio huía de cualquier compromiso, de todas las promesas iniciales, de tantos impulsos que él siempre consideraba surgidos de esos momentos nostálgicos, melancólicos, falsos mitos inolvidables, mecidos por la brisa veraniega. 

Muchas novias, sí, pero más solo que la una… ¿Nunca se enamoró de alguna de ellas? - preguntó Patro, mientras preparaba un sofrito.  

He estado enamorado de todas y cada una… Pero el amor siempre me duró muy poco… - respondió Antonio, que tras el paseo, recuperaba la respiración, tras dejar abiertas las ventanas del salón y el patio de la enorme casa, sentado estratégicamente en la cocina, justo en medio de la fresca corriente de aire que por ellas circulaba. Desde que Patro había llegado a su vida, procedente de un pueblo vecino, dada su creciente necesidad de contar con servicio doméstico y gracias a las recomendaciones de alguna vecina que la conocía, ambos habían establecido, con el tiempo, una relación de confianza. Tímida en el caso de Antonio, dada su naturaleza retraída, mientras que Patro se manifestaba constantemente como una intensa fuerza de la naturaleza, siempre sincera y desprejuiciada. De la incertidumbre inicial, ante una mujer tan temperamental, Antonio había pasado a sentir una profunda admiración hacia ella. Si bien tendía a ocultar estos sentimientos por completo, era difícil, incluso para alguien como él, no dejarse contagiar por la naturalidad de aquella mujer menuda, locuaz y dicharachera, que hablaba continuamente de ella misma propiciando, siempre con un humor contagioso, que el taciturno individuo también le fuera desvelando, poco a poco, toda su vida. 

- ... El amor dura poco, dice... sobre todo para los que confunden estar enamorado con estar encoñao... - respondió Patro, entre sonoras carcajadas. 

-... Vaya disparate...  ¿qué sabe usted de mí y de mi vida sentimental con las mujeres?... No puede juzgarme de esa manera... - contestó Antonio, fingiendo enfado, mientras se refrescaba con la granizada de avellanas elaborada por Patro. Sabía que en el fondo, ella tenía razón, como siempre, pero había aprendido que lo peor que podía hacer, frente a Patro, que parecía analizar y procesar toda su vida y personalidad sin esfuerzo alguno,  como quien ordena la ropa de un armario, era guardar silencio.  

- ... Anda, que lo que hay que conocer... da lo mismo que haya que sacarle las palabras de la boca con una cuchara, más claro que el agua... un hombre que rara vez ha sido feliz y que no ha sido capaz de aceptar la vejez...  Venga, límpiese las manos y a la mesa... le va a encantar el pisto con pollo empanado... -  la comida que preparaba Patro era la mejor que había probado Antonio en toda su vida. Un festín continúo de sabores que nunca dejaban de sorprenderle, a pesar de su contumaz falta de apetito.  ... Y lo mismo que he dicho eso, le digo esto: usted me cae muy bien, no se confunda. Reconozco a una buena persona en cuanto la veo... 

Ambos se miraron, con sonrisa cómplice. A Antonio también le caía muy bien Patro, desde el primer momento que se conocieron, pasados los primeros momentos de desconcierto ante el temperamento de aquella mujer que apenas medía metro y medio, que lucía un rostro agradable, marcado no obstante, no tanto por el tiempo como por toda una sufrida vida de trabajo.

- ... Mi marido desapareció, tras hacerme el quinto hijo, uno por año. Estaba claro que se había ido con otra, a saber dónde. Comencé a trabajar de todo: de criada, de limpiadora, de cocinera, de lo que fuera, tenía cinco hijos que alimentar y mucho que hacer para sacarlos adelante.... - relataba Patro a Antonio un día, en el autobús, camino del pueblo de esta. Antonio no pudo resistirse a la invitación insistente de Patro, para que pasara el día en la casa de campo de su hermano. La confianza entre ambos, que ya habían aprendido a tutearse, iba creciendo con el tiempo... Pasados los años, bastantes, ¡yo que sé!, más de quince, un día pegaron a la puerta y... ¡allí estaba el desgraciado! Pegué un grito de horror y corrí a la cocina a por la sartén más grande que tenía, para estampársela en la cabeza... 

- Me dejas estupefacto... tu marido volvió, tras tantos años sin saber nada de él....  

- ¡Volvió porque no tenía donde caerse muerto!, no por mí, ni por mis hijos. Ese día, en el que apareció como un fantasma apestoso y vestido con harapos, gasté mis pulmones en decirle de todo y alejarlo de la casa. Estuvo un tiempo, como un mendigo, vagando por el barrio, hasta que desapareció, otra vez. No volví a verlo ni supe nada más de él, hasta que me llegó la noticia de que la había palmado en no sé dónde. Sentí como si me quitaran un peso de encima... - Patro finalizó su relato para indicar, con su dedo índice, los puntos de interés que podían contemplarse desde el destartalado autobús, que recorría con parsimonia aquella estrecha carretera comarcal, surcada de trigales. ... ¡Mira como el aire cálido y húmedo agita las espigas maduras!... ¡Mira, por ese camino de ahí, a la derecha, se llega a la finca del Agustín, al que todos llamaban el verraco!... En su tiempo, cuando vivía, no había otra más grande y con tantos cerdos ibéricos... Y mira, mira, la carretera para el cortijo de La Muela... la de veces que yo me habré hecho ese camino andando, ida y vuelta, para hacer la comida  a más de veinte personas... Me pagaban muy bien, no te creas... 

Así, las dos horas de viaje transcurrieron fugazmente. Antonio no dejó de contemplar el paisaje, sin dejar de mirar a Patro, exultante durante todo el trayecto y que exhibía una dulce expresión de candor a la par que de franqueza, reflejo, en aquellos grandes ojos azules, de tantas emociones y experiencias vividas. Aquella mujer había disfrutado intensamente de la vida, más allá de sus circunstancias. Que el marido la abandonara no parecía haber hecho mella, en absoluto, en una mujer que parecía estrujar con sus manos, cada minuto de la vida. Antonio imaginó a todos aquellos hijos, sin duda felices con una madre como aquella, guiando sus destinos.  

El hermano de Patro, Rafael, vivía, junto a su mujer y uno de sus hijos, en una tan amplia como destartalada finca, por la que pululaban, en feliz convivencia, personas y animales. Acogido con suma hospitalidad, Antonio visitó la cuadra, maravillándose con todas aquellas gallinas que se agitaban de un lado a otro, así como de varias vacas, a las que Patro comenzó a ordeñar con prestancia. En un cercado próximo, el balido de un sinfín de ovejas parecía reclamar su tiempo de pastoreo... Llaman todas a mi hijo, son como un reloj... Incluso Chuncho, el perro está ya preparado, dando vueltas a la cerca... Explicó Rafael, que condujo a Antonio hasta una mesa situada bajo un viñedo. Allí se refrescaron con un café con hielo y unas rebanadas de pan con manteca casera. 

-... La mejor manteca que jamás he probado... -   dijo Antonio, con los ojos cerrados, deleitándose con aquel sabor.

-... Hombre, leche de nuestras vacas, pero espera a probar lo que están preparando las mujeres, para el almuerzo, un potaje con verduras de la huerta y tagarninas... Nadie como Patro, a la cocina... 

- De eso doy fe, he tenido que esperar a tener esta edad para comenzar a comer bien, a pesar de que nunca tengo apetito... 

Rafael soltó una carcajada. ... Eres tal como me había contado PatroPues yo calculo que nosotros dos, año arriba, año abajo somos de la misma añada... Y me queda mucho tiempo por delante, para dejar de hacer lo que hago cada día: mis animales, mis negocios y sobre todo, esta vida en el campo. Verás al anochecer, en  la ciudad es imposible ver el brillo de tantas estrellas...

Hasta quedar fascinado con la visión de la bóveda celeste, tal como había predicho Rafael, Antonio hizo una pequeña excursión al río, junto a Patro, que le enseñó a distinguir los álamos, chopos, abedules, fresnos, olmos, tilos, sauces, entre otros, que se alineaban cercanos a la ribera, así como los arbustos y hierbas, que daban forma a la frondosa vegetación. Por el camino recogieron hinojo y compartieron, antes del almuerzo, con Perico, el sobrino de Patro, las labores de pastoreo con las ovejas. ... Las muevo hacia los pastizales naturales, todas estas áreas, cubiertas por arbustos diversos... en realidad, quien hace todo el trabajo es Chuncho, no hay perro como él, aunque se crea que es también una oveja... Se ha criado junto a ellas, desde que era un cachorro...  El fornido joven, al igual que su padre, amaba la vida rural y hablaba con pasión de todos los detalles de sus quehaceres diarios y sus proyectos futuros. 

Cuando llegó la hora de que todos disfrutaran del maravilloso potaje, Antonio, tras conocer a toda aquella maravillosa familia, incluida la mujer de Rafael, Felisa, que compartía no pocos rasgos de personalidad con Patro,  no pudo evitar una picazón de remordimiento consigo mismo, por esa vida que lo había conducido a un vacío del que nunca había sido tan consciente como en aquellos momentos. En aquel día que había recuperado el apetito por completo, se sorprendió a sí mismo, buscando los ojos de Patro.

Las miradas siguieron sucediéndose en los días siguientes. Al principio, tímidas, furtivas. Antonio era una persona muy introvertida, con un crónico control emocional y dejar al descubierto sus emociones le suponía un esfuerzo sobrehumano, consigo mismo. Patro, por su parte, había pasado de la más absoluta perplejidad, ante aquella situación que por más que evidente, le parecía asombrosa, a corresponder, con sus pupilas azules y una amplia sonrisa, a aquellos sentimientos que aún eran temerosos de las palabras. 

En la casa de Antonio descansaban, olvidados en una repisa, una amplia colección de antiguos vinilos, junto a un tocadiscos que había vivido tiempos mejores, al que Patro limpió con mimo todo el polvo acumulado durante décadas. Una tarde en la que finos rayos penetraban, retraídos, a través de las rendijas de la persiana del gran salón, dibujando haces de luz en las que minúsculas motas de polvo danzaban sin fin, Patro tomó la iniciativa. Colocó en el plato del tocadiscos uno de los vinilos y dejó caer la aguja justo en el surco elegido. Comenzó a sonar La Mañana,  del cantante Al Bano. Se acercó a Antonio, que degustaba un café con hielo, sentado el sofá y tomando una de sus manos, le susurró una invitación: baila conmigo.  Antonio, de pie y atolondrado, apenas sabía qué hacer con los brazos y las piernas, congelados sus miembros por un pudor invencible. Patro volvió a susurrarle: muéveteagarra mi cintura y déjate llevar... Así, titubeando, los cuerpos de ambos se aproximaron, por primera vez, hasta tocarse. Y de nuevo, las miradas, entregadas a unos sentimientos acunados por los haces de sol, por la canción que también cantaba Patro: ... Y también tú, cual la mañana, un sol reflejas en mi mirar. Si tú no estás, es todo noche, donde tú estás, hay el amor...  

Desde aquel momento, el tiempo se volvió perezoso, entre amaneceres de bruma y rocío, entre mares y playas, entre montes de genista amarilla, rodeados de tonos morados y rosas de los atardeceres del Mediterráneo. Antonio y Patro se detenían a escuchar el correr del agua en las acequias y el silbido de los pájaros en las ramas. Disfrutaban de la calidez de la luz acariciando sus rostros, de la brisa fresca de las mañanas, Las horas se detenían cuando trinaba un jilguero, cuando el mundo parecía recién inventado en las luces grises de un amanecer, en los tonos naranjas de un cielo lleno de promesas y de un verano luminoso al que le siguieron otras estaciones.

Bien pronto Antonio invitó a Rafael y su familia a que le devolvieran la visita. La casa de Antonio en Villa Lorena era la casa más grande la localidad. Una suerte de palacete, venido a menos con los años, que disponía de muchas habitaciones y sólo dos de ellas ocupadas: una por él mismo y otra, una habitación de servicio, por Patro. Así, la casa se llenaba de vida durante varios días en los que Antonio disfrutaba de los relatos vitales de Antonio y su hijo, mientras les hacía de cicerone, con entusiasmo, por la localidad. Patro y su cuñada se afanaban en la cocina, para que a aquel primer potaje de tagarninas les siguieran otros muchos platos exquisitos, no en vano Antonio siempre traía varias cajas de productos de su huerta, además de huevos, leche y carne, que no tenían competencia con cualquier otro producto adquirido en los comercios de Villa Lorena. Muy pronto, a aquellos almuerzos sin parangón que se fueron sucediendo, se adhirió Cosme y poco más tarde, las dos hijas de Antonia, acompañadas de sus propias familias, eufóricas al ver a su madre tan feliz. Finalmente, los tres hijos de Antonia, todos solteros aún, acabaron por sucumbir a la curiosidad de conocer al novio de su madre. 

-… ¡Pero cásate con ella, hombre!, hazla feliz, eso le gusta a las mujeres… - Soltó Cosme, en una de aquellas tumultuosas comidas familiares, que sabiendo lo difícil que sería para Antonio dar ese paso, no perdía oportunidad para meter baza a su amigo, que había dejado de ser él mismo para transformarse en un visible amasijo de emociones serenas. 

-... Casarse a nuestra edad seguramente estará prohibido...  Seguro que el cura lo desaprueba... - contestaba Antonio, consciente, a pesar de todo, de que su amigo tenía razón.  Así, bastaron un par más de reuniones familiares para que, venciendo su timidez, decidiera pedir a Patro en matrimonio, una noche en la que ambos estaban tumbados en las hamacas, en el patio, contemplando un intenso y despejado cielo de estrellas. Patro abrazó a Antonio e inmediatamente, brindaron con una mezcla de vermú, vino dulce, ron, ginebra, licor de naranja y sifón que aquella mujer gustaba de preparar añadiendo toques místicos, al asegurar que se trataba de un brebaje de amor cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. Acabaron, tras varios lingotazos de la mágica bebida, bailando a los sones de la música que siempre seleccionaba Patro, entre una ecléctica selección que se había ampliado sustancialmente, al dejar atrás los viejos discos de vinilo de Antonio: tonadilleras clásicas, boleros,  rancheras, baladas, cantantes italianos e incluso música de la década de los ochenta. Patro soñaba con viajar a Italia ... son todos muy románticos...., decía, por más que aquella mujer ni siquiera era capaz de situar a un solo país en un mapa, jamás había salido del perímetro que rodeaba a Villa Lorena y sus localidades más cercanas.   

Antonio fue descubriendo, guiado por Patro, la belleza de los pequeños detalles, la riqueza de los tiempos muertos. Aprendió a cerrar los ojos y sentir la fragancia de todo tipo de flores y frutas, a acariciar el aire, a tener las sensaciones de un ciego, frente al mar al escuchar los sonidos que llenaban el espacio creando su propia música. Aquellas notas en las que el agua y las hojas crujían al fondo, el canto de los pájaros, los chirridos de los saltamontes, a la que añadían ritmo los picos de los pájaros carpinteros. Al dejar fluir sus sentidos, se sentía lleno de vida, en armonía consigo mismo, con la naturaleza. La ardiente oscuridad que había caracterizado todos sus últimos años de vida, acabó por extinguirse, rendida ante un nuevo Antonio, que había recuperado vida social, amigos y que incluso  había retomado el contacto con el ámbito universitario, donando su gran biblioteca, gran parte de la misma un legado familiar de varias generaciones, un enorme fondo bibliográfico para el que se estaba construyendo, en la Facultad de Filosofía, un espacio específico que llevaría su nombre. Al mismo tiempo había vuelto a leer y colaborar en publicaciones científicas. 

- .. Mira las margaritas que brotan como si nada, sin que nadie las plantara. Y ahora cierra los ojos y acaricia sus pétalos... dime qué sientes...  - preguntaba Patro a Antonio, cuando daban su paseo de la tarde, por la ribera del río. 

- ... Siento como un aliento primaveral, un tacto de pulposa miel, como un cuerpecito de mimbre... 

- ... ¡Mentiroso! Te lo estás inventado, pero así es el campo y la naturaleza. De pequeña, cuando pasaba más hambre que el perro de un ciego, éramos muchos en la casa y solo hacíamos una comida al día, para evitar eso que dicen que quien tiene hambre, con pan sueña, me iba a dar largos paseos y me entretenía, mirando los árboles, las flores, escuchando el sonido del río, del viento entre los árboles. Y cuando llovía, me ponía a correr, me encantaba que se me mojara el pelo. Mis padres decían que era la loca de la casa.... Inténtalo otra vez, cierra los ojos...  

Antonio cerró los ojos muchas veces, siempre cogido de la mano de Patro, sintiendo que el reloj se detenía, cada vez que lo hacía. Le parecía mágico, el hecho de que, a pesar de haber estado en todos aquellos sitios miles de veces, el paisaje siempre era distinto, en compañía de aquella sensible mujer. Junto a ella, perdía la noción del tiempo. Los minutos surcaban entre las hojas de los árboles, se enredaban con sus tallos y sus raíces, alejándose sin mirar atrás. Aprendió a sentirse hijo del bosque y zahorí de todos aquellos rincones de su vida, que ahora le resultaban insólitos. Una frase que a ambos les encantaba, acuñada por Patro era: Me desvanezco con el aire, que Antonio acabó identificando con aquellos momentos de la tarde en los que la luz entraba por la persiana del salón, dividiéndose en cientos de pequeñas ranuras que atravesaban el plástico, el mismo que dejaba abierto cada noche en el dormitorio, porque deseaba despertarse con los primeros rayos de sol.  

- ... Te veo nervioso y es que no todos los días uno es el protagonista de una boda... - bromeaba Cosme, que junto a una gran comitiva de amigos, acompañaban a Antonio a la iglesia del pueblo. Aquel romance otoñal se había hecho célebre en la localidad y había suscitado la curiosidad general. Se sabía que la novia acudiría en un coche, alquilado para la ocasión y que le habían hecho un traje de novia a medida, en un famoso taller de costura de la capital, o al menos esos eran los comentarios generales entre todas aquellas mujeres, ávidas de noticias, que esperaban impacientes, en la plaza del pueblo,  vestidas de domingo. Antonio entró en la iglesia, completamente atestada de familiares de Patro y todas las amistades del hogar del pensionista, que se habían multiplicado en los últimos meses. Don Sebastián, el cura, había dejado hacer, consciente de la repercusión de aquel enlace: las hijas de Patro habían tomado, literalmente, la iglesia una semana antes, capitaneando a los profesionales de diversas empresas, dispuestas a que aquellos espacios con escasos ornamentos cobraran vida, mediante flores, velas y otros múltiples elementos decorativos, mientras que otros roles imprescindibles eran asignados: padrinos de boda, damas de honor, niñas de las flores, pajes, los oficiantes... Don Sebastián se sorprendió con aquella trajeada orquesta, cantante incluida, contratada para la ocasión, dado que era la primera vez que iba a presidir una boda con música en directo. Tenía una ligera idea del reportorio musical que iba a sonar en la iglesia y si bien le parecía escasamente ortodoxo, se había limitado a asentir, sonriente, ante Patro y sus hijas, consciente de los riesgos de enfrentarse a aquella horda femenina.  

Un clamor recorrió la plaza de la iglesia. Un Cadillac La Salle, conducido con parsimonia, llegaba hasta la iglesia y de él emergió Patro, enfundada en un vestido de novia que cumplía con creces todos los vaticinios: ... cuello alto, manga larga, cuerpo de encaje con corpiño, falda de tafetán con volumen y fajín ajustado a la cintura, cuerpo de encaje de Bruselas con rosas de puntilla e incrustaciones de micro perlas y una falda de tafetán decorada con perlas a la que añadía volumen un cancán de tres capas, que se ajustaba a la cintura con un fajín ancho drapeado. La cola, no demasiado larga, ella es muy bajita... le detallaría más tarde a Antonio una de las hijas de Patro, en lectura literal del vestido de novia de la actriz Grace Kelly, plagiado para la ocasión, detalles y matices que Cosme, tan lejano como Antonio de este universo, resumió a su manera: ... me suenan a idioma suajili... 

La entrada de Patro, acompañada por la canción Mirrors de Sally Oldfield que comenzó a sonar justo cuando traspasó la puerta de la iglesia, suscitó admiración entre todas las personas presentes. Viéndola andar hacia el altar, lenta y pausadamente, alternando la mirada entre el frente y los invitados, con el ramo de flores entre las manos y acompañada de todo el gran cortejo nupcial, provocó en Antonio una catarata de hermosas y emocionantes sensaciones, que se acrecentaron cuando descubrió que la novia parecía había rejuvenecido al menos veinte años. Pensó si debería cerrar los ojos, como había aprendido a hacer, para que todo ese vendaval de sentimientos penetrara en él, como un torrente, sin obstáculos de otros sentidos. La sonrisa de Patro, su mirada, resplandecían en aquel glorioso escenario y concentraban delicadas poesías, impregnadas de emotividad, que se proyectaban a un futuro lleno de tiernas promesas. Se sintió desvanecer en el aire, fragmentado en miles de pájaros de todos los colores, alzando el vuelo en bandada hacia la línea azul del horizonte, cuando ambos asintieron al ceremonial y no dejaron de mirarse a los ojos, dejando de lado inútiles palabras, ese día y posteriores. 

Entre las escasas fisuras de la felicidad, el tiempo buscó espacio para deslizarse. El matrimonio disfrutaba de la vida, dejándose mecer por el caudal del río que ambos habían construido. Viajaron por España, antes de conocer Italia, destino anhelado por Patro, al que siguieron otros muchos.  Siempre se emocionaba a la vuelta, destino de Villa Lorena, deseosa de volver al hogar. Antonio, por su parte, no concebía otra comida que la preparada por su mujer y la siesta en el patio, rodeado de limoneros. Según los años fueron transcurriendo, esos viajes se espaciaron, pero persistieron las rutinas de cada día: los paseos por el sendero del río, los atardeceres en la playa, los almuerzos familiares que abarrotaba de personas, felizmente, la casa de aquellos dichosos ancianos. Y sobre todo, los momentos dedicados a las sensaciones: el tacto con las hojas mojadas por la lluvia, las flores mecidas por el viento, los colores de los árboles, de la naturaleza en cada estación. 

Para la inauguración de la sección de la biblioteca universitaria, con todos los fondos bibliográficos aportados por Antonio, se preparó un acto en el que se insistió a Antonio que diera una conferencia, sobre la temática que prefiriera. Se sabía que su avanzada edad no era impedimento alguno para su lucidez mental, de la que nadie dudaba. Desde Villa Lorena, la alcaldía se tomó muy en serio el acto y un coche oficial permitió que Antonio y Patro viajaran confortablemente hasta la capital y la Facultad de Filosofía. La familia y amigos de la pareja, una legión de personas, fletaron varios autobuses, haciendo rebosar aquel día el aula magna, para asombro de los estudiantes. Para el decano no constituía ninguna sorpresa: había visitado a Antonio sucesivas veces y conocía sus felices circunstancias, su boda y la popularidad que tenía en Villa Lorena. Presentó a Antonio como al gran catedrático, que había dedicado gran parte de su vida a la docencia y la investigación y merecedor, por su gran legado a la universidad, de que aquella gran sección de la biblioteca universitaria llevara su nombre.  

-... no podemos olvidarnos de los grandes hombres que han pasado por esta universidad, que son además, grandes personas. Y si este espacio es hoy una realidad, es gracias a su generosa aportación bibliográfica. Para mí es un honor cederle la palabra, como decano de la Facultad de Filosofía, pero sobre todo, como alumno suyo...    - Fue el momento de una ensordecedora salva de aplausos. Patro, sentada en primera fila, junto a sus hijas, Cosme y Don Sebastián, se sentía plena de alegría. 

Antonio habló de la búsqueda de las personas de propio lugar en el mundo: ... Saber que llegamos justo allí, tras tantos de palos de ciego en nuestras vidas, a ese momento, esa ubicación en la que vamos a encontrar la felicidad, como sinónimo de dicha, satisfacción, bienestar, prosperidad, fortuna, alegría y bonanza, no circunstanciales, sino como sensaciones inherentes a nosotros como la misma piel y por tanto inmortales, ha sido siempre el destino y la obsesión del hombre, desde que tiene uso de razón. No podemos ser felices por nosotros mismos, es una quimera. Esa felicidad sólo será real cuando aprendamos a ser parte de algo infinitamente más grande que cualquiera de nosotros, cuando formamos parte de una conciencia colectiva que incluye a la naturaleza y las personas... Las miradas de Antonio y Patro, que no se habían desviado en ningún momento del discurso, se intensificaron... No importa el tiempo que invirtáis de vuestras vidas, vuestra edad, vuestras circunstancias. Sabréis que habéis llegado a ese sitio, que tan desesperadamente habéis buscado siempre, cuando conozcáis a una persona de la que podáis decir: nací cuando me besó y viví mientras me amó...  


sábado, 30 de diciembre de 2023

Qué bello es vivir


En efecto, pasan los meses y en todos ellos me he sentido, literalmente, abducido por las tareas profesionales, que se suceden sin límite de continuidad, cada día. Como Sísifo, cuando creía llegar al final de tantas responsabilidades, otras tantas pugnaban por ocupar su lugar y en definitiva, vuelta a empezar. Sin embargo, a pesar de todo, nunca he sentido el peso de la rutina, al menos en el sentido expresado por Erich Fromm: … De lunes a lunes, de la mañana a la noche, todas las actividades están rutinizadas y prefabricadas… Supongo que es una buena señal, quizás fruto de un ejercicio sutil del mejor de los optimismos, dado que en mi caso, en el ámbito laboral, no hay dos días iguales y sigo sintiendo, a pesar del paso de los años, esa satisfacción del deber cumplido, en el sentido expresado por André Gide: … La satisfacción es el signo de la sinceridad del placer… En fin, sea como sea, estas vacaciones de Navidad están resultando un oasis mental, lejos del ruido y la furia, con una entrega diaria a la más elemental y cristalina cotidianeidad. Desde dormir (una de mis debilidades) a dejarse llevar por los tiempos muertos, dormitando con la chimenea encendida y alguna de esas películas que marcaron mi infancia (como El Ladrón de Bagdad, dirigida, entre otros, por Michael Powell en 1940). Y por supuesto, dejarse llevar por todos esos momentos tan tópicos y luminosos (fastuosa, Málaga en Navidades, con su alumbrado) a los que dan lugar las reuniones familiares, las compras, las comidas, los regalos... 

La antesala del año nuevo, nada menos. Mañana brindaremos la familia, con nuestros mejores deseos entregados, ritual mediante, a la Diosa Fortuna. Francis Bacon escribió, al respecto: ... Principalmente, el molde de la fortuna de un hombre está en sus propias manos...  Pero le faltó añadir que nunca viene mal, además, un poco de suerte, como expuso John Milton: La suerte es la ayuda de la casualidad. Así que ojalá estemos, con frecuencia, en el lugar adecuado, en el momento justo para que la toma de decisiones sea la mejor, teniendo en cuenta que no dejamos de hacer elecciones desde que tenemos uso de razón. Me identifico mucho con Paulo Coelho: … No tenía miedo a las dificultades: lo que la asustaba era la obligación de tener que escoger un camino. Escoger un camino significaba abandonar otros…  En mi caso, pocas veces he sentido desazón como sinónimo de pavor, temor o pánico, sí de indecisión, como es evidente, en el día a día de mi vida. Todo aquello que llegó hasta mí, por elección propia o por capricho del destino, si es que algo así sigue existiendo en este siglo XXI, siempre me resultó un propósito, una apuesta personal, con frecuencia un reto: en efecto, hecha una elección, de entre otras y una vez tomada la decisión, dejaba atrás mis dudas y comenzaba a andar el correspondiente camino. Cabezón, el niño este, que se propone algo y no para hasta conseguirlo, me decía mi madre con frecuencia, entre el elogio y la desesperación, al fin y al cabo, cuando eres niño (incluso adolescente), al menos en mis tiempos, era sinónimo de absoluta inconsciencia.  Cosas de la ingenuidad, que confirmo que a día de hoy y a pesar de mis años, nunca me ha abandonado, para bien o para mal. 

Pero volvamos a la Navidad y a ese brindis que, en escasas horas, dará lugar al año nuevo: sí, hay que pedir un deseo, tradición mediante. No es necesario que el escenario sea un fastuoso cotillón, inundado de confeti, con fuegos artificiales: basta sentirse bien, consigo mismo y con todas (o al menos, una mayoría de) las circunstancias vitales que definen, caracterizan, dan sentido a nuestra vida. Si alguien me preguntara cómo se llega a ese idílico estado, no sabría que responder, la felicidad es polisémica. Hace poco, en un acto al que asistí, una de las premiadas, madre de diez hijos/as, celebró el momento con una frase similar a esta: … La felicidad también significa vivir, construyendo las vidas de aquellos a los que más quieres…  Un momento que me pareció maravilloso, porque al fin entendí a aquella mujer, tan sumamente incomprendida, con su inusual y numerosa familia. Un día, lejano en el tiempo, que fui a ver a mi padre, en Marbella, le llevé de regalo aquello que me había pedido: una botella de brandy Cardenal Mendoza, un cartón de tabaco y el último libro de Martin Amis. Cuando al fin nos vimos, encendió un cigarro, se sirvió una copa y comenzó la lectura del libro, justo después de sonreírme y exclamar: En esto consiste la felicidad. Y otro recuerdo, aún más lejano en el tiempo: me veo a mí mismo, pedaleando en dirección a Fuengirola, inmensamente dichoso, desbordando la energía de la adolescencia, canturreando Shiny Happy People de R.E.M., con el único propósito de llegar a una playa, bañarme y leer, tumbado al sol, algún capítulo de La espuma de los días, de Boris Vian. De nuevo, la ingenuidad. Pero al fin y al cabo, la dicha, tan íntima, tan singular y diferente, de una persona a otra. 

Esta mañana he estado con mi madre, intentando rescatarla del laberinto de su mente. Afortunadamente, la memoria a largo plazo aún le funciona y los recuerdos, sin duda forzados y reiterados, no dejaron de acudir, durante horas, en las que volví (de nuevo) a ser un niño que intentaba rememorar, con no pocas dosis de imaginación, tantos y abundantes instantes del lejano pasado familiar. Así, mientras que por la persiana entornada entraba, al comedor en penumbra, rayos de sol matinales, he vuelto, junto a mi madre, a las playas de antaño, a las comidas de los domingos, al campo a coger hinojos, a los paseos por el parque, incluso a las canciones de otra época. Finalmente, era mi madre quien agarraba mi mano y yo me dejaba llevar, sin preguntar. Si los recuerdos son intensos, se convierten en sostén para el presente, para el futuro. Un brindis: que la dicha nos acompañe hoy, mañana y durante 2024. 


domingo, 3 de septiembre de 2023

¡Son mis amigos...!


Nuevo encuentro de amigos de la infancia, nuevas emociones que renacen y se instalan dentro de nosotros, mientras recobran vida tantos recuerdos compartidos de aquellos años en los que comenzábamos a ser nosotros mismos. El día a día de mediados de la década de los sesenta moldeaba nuestra personalidad, en esos tiempos en los que la socialización constante, en el territorio lleno de promesas que era la calle, nos hacía interactuar, unos con otros, sin descanso, en aquellas tardes, tras finalizar el colegio, que parecían eternas. Compartíamos momentos abundantes en juguetes, tebeos, experiencias y sobre todo, imaginación. Bastaba un motocarro abandonado, uno de mis tantos recuerdos intensos, para iniciar una aventura conjunta, en la que se ubicaba cualquier dimensión que surgiera de nuestras fantasías, inmediatamente convergentes hacia la aventura imaginada.

Corríamos infatigablemente: de una calle a otra, de una casa a otra, recorriendo todos los escenarios posibles de nuestro barrio. Recuperábamos fuerzas con aquellos bocadillos inmensos, que caracterizaban nuestras meriendas, mientras se sucedían los rostros, las situaciones y los escenarios. El juego y la amistad eran el motor de nuestras vidas y si bien no éramos conscientes, también de nuestro aprendizaje. Lo poco que teníamos, esos juguetes y tebeos de la época, que hemos recordado con sentida nostalgia, hoy objeto de coleccionismo al alza, se compartían, en esa socialización constante y desprejuiciada que caracterizaba a aquella infancia lejana. Cualquier niño representaba un universo para investigar: la amistad surgía de forma inmediata, abriéndose nuevas puertas en ese microcosmos que explorábamos felizmente, minuto a minuto, que duraba justo hasta ese momento en el que nuestras madres comenzaban a llamarnos desde las ventanas: la jornada acababa, pero continuaría, con nuevos bríos, renovadas las fuerzas (si bien nunca nos cansábamos, nuestra energía era inagotable), hasta el día siguiente.

Hemos recordado los cines o terrazas de verano, que tanto abundaban en Málaga capital, especialmente el de nuestro barrio. En esas sillas de metal, con provisiones abundantes, disfrutábamos de aquellos programas dobles, reconfortados por la brisa nocturna de las noches estivales, que transportaba el intenso aroma de las flores del galán de noche. Las películas siempre iban aligeradas de metraje, circunstancia que era objeto de abucheo general (“gafas”, “corte”, gritábamos el público, al unísono), como parte de aquel ritual que se prolongaba durante más de tres horas. Volvíamos tan felices como somnolientos a nuestras casas, deseando encontrarnos con las sábanas de nuestras camas, de entregarnos en los brazos de Morfeo, esperando que el día siguiente nos regalara una intensa jornada de playa. Si ello ocurría, yo podía estar horas y horas sin salir del agua, dimensión que exploraba con mi tubo y gafas de submarinista, en aquellos años en los que, utilizando un simple rastrillo sacadera, se recolectaban almejas en la misma orilla. Tengo un recuerdo intenso de mi padre, en la zona de las rocas, pescando centollos, muy abundantes y con suerte, algún pulpo. Y de aquellas tortillas de patatas y los filetes empanados que preparaba mi madre que, literalmente, devorábamos, mientras contemplábamos, entre la hilera de sandías semi enterradas en la orilla, la nuestra, siempre la más grande de todas.

Qué sencilla, la vida, en aquellos años. Y qué intensa. Somos quiénes somos, en parte, gracias a esa infancia plena. Si cierro los ojos, me veo corriendo, como una centella, por las calles. Sé que al volver la esquina, me voy a encontrar con Fernando (al que era imposible alcanzar, era el que corría más rápido, en el barrio). Que los dos nos dirigiremos a las casas de José Antonio y Enrique. Y que enseguida, estaremos los cuatro compartiendo aventuras y sobre todo, amistad, sin temor a las múltiples heridas de guerra, sobre todo en las rodillas. Para eso estaba la mercromina (“el colorao”, que se decía entonces). Si vuelvo a cerrarlos, puedo ver, incluso tocar, todos aquellos juguetes de nuestras vidas: Madelman, Exin Castillos, Comansi… y cuando los abro, compruebo y esto es lo más importante, que seguís siendo esas maravillosas personas que siempre habéis sido.

Qué gran privilegio tener amigos como vosotros. Un abrazo a los tres, hasta el próximo encuentro.



viernes, 28 de julio de 2023

Chanson d´amour


La ropa es la última coraza que se interpone al deseo. Ella se desviste muy lentamente, mientras él, ya desnudo, la observa, fascinado. La mujer vive su propio ritmo interno, deslizando sus medias lentamente hacia los tobillos; se siente como si fuera su primera vez. El hombre, mientras tanto, naufraga, ahogado por el deseo, sintiendo arder cada uno de sus poros. Ella deja caer su ropa interior, mientras que él vuela hacia sus brazos. Comienza el vals, cuyos compases resuenan en laberintos circulares que se derrumban, al paso de los dos cuerpos acompasados, llenos de fuego y espuma, que dejan caer centenares de tazas de amapolas que estallan contra el suelo, que no dejan de girar atravesando vertiginosos ríos, valles y montañas, destrenzando los vientos, despertando los pájaros del sueño.

Son dos almas que se anhelan entre sí, dos amantes que se entregan el uno al otro, almas furtivas del mundo y de ellos mismos, envueltos en el ritual de la pasión. La vieja historia, que a menudo parece nueva. Se expande un universo, en aquel cuarto, en el lecho que los acoge desnudos, vigorosos, rozagantes, dando forma a un nudo vivo que juran no deshacer jamás. Y así, entre besos, caricias y abrazos, se sigue contrayendo el nodo, que se estrecha al unísono de suspiros y jadeos que se depositan en cristalinos frascos, alumbrados por la luna. La noche transcurre, reptando entre aquellas sábanas deshechas, hasta entregar a los dos apasionados en los brazos de un acogedor Morfeo.

Llega el alba y con ella, si bien débiles, los sonidos de la conciencia. La mujer se despierta, con un impulso de recuperar apresuradamente su ropa, sintiéndose culpable de su propia carne, pero cuando mira aquel rostro del que está enamorada, detiene el tiempo justo en esos momentos, en aquella luminosa habitación. Cuando él abre los ojos y ambos se contemplan durante una eternidad, el deseo renace y estalla de nuevo. Vuelven a mimarse, explorando con delicadeza la piel del otro, regándose entre sí a besos, nublando el sol, secando el mar. El cielo se resquebraja, como un débil cristal, cuando cuerpo y mente se diluyen entre sí, impulsados por vendavales inagotables. 

Cuando asoma la llamada del hambre, de la sed, ambos recuperan fuerzas. Ya no son aquellos jóvenes que un día fueron, han pasado muchos años, décadas y, sin embargo, no han envejecido. Entre los muros de aquel templo del amor, que nunca han dejado de construir, el mundo hace una sentida reverencia a diario a los amantes, envidiosos los Dioses, salvo Cupido, que deposita ante ellos una ánfora llena de hidromiel, con un guiño de complicidad. Beberán en copas de metal, dejando que sus miradas se pierdan en los trazos abocetados por una aurora que invita al sol a desperezarse. 

domingo, 16 de julio de 2023

¡Plas, plas, plas!


De nuevo, meses sin escribir: muy mala señal. El tiempo se ha sucedido, posiblemente desbocado, devorando esos momentos que quieren escapar de la dictadura impuesta por tantas inercias, de la alienación de los días a golpe de alarma electrónica, de todas las rutinas establecidas en esas líneas de la vida que insisten en moldear nuestros días, nuestras noches. 

A pesar del calor, cuando sopla la brisa estival, siento que todas estas huellas invisibles, salvo aquellas que quisieran perpetuarse en nuestros rostros, tienden a diluirse. Quedan reducidas, a lo más, a débiles reflejos en esos ojos que con demasiada frecuencia nos olvidamos permutar a amarillo o dorado, para que surjan de ellos los reflejos, con suerte intensos, de la salud, la vitalidad, la fuerza. 

Y es que los ojos son pésimos actores, dado que nunca pueden dejar de ser ellos mismos, por más que la tentación de todos esos escenarios constantes, que se suceden en nuestros días, nos sitúen siempre tras el telón, a modo de un Arlequín improvisado: somos ese personaje fijo en escena, rodeado de los movimientos parciales y concretos de actores que llegan y se marchan, que preguntan y responden, y que se suceden de modo que la entrada de uno va seguida de la salida de otro. Interpretamos, muy a pesar nuestra, el papel que nosotros mismos hemos escrito en el cuaderno invisible de nuestras vidas, esclavos de dramaturgias varias, incluso de los aplausos, por más impostados que sean los mismos. 

Mientras me asomo a la orilla del Mediterráneo, me recreo en mi propia imaginación. Sirenas que resurgen de las aguas, persiguiendo a Ulises, atado al mástil del Argo. Atardeceres tiñendo el cielo de rojo, surcado por Saint-Exupéry en su Lightning P-38. El mar, partido en dos, cuando el Pequod, famoso barco del capitán Ahab, surca con ímpetu, las aguas, forzando a que el Nautilus, con el que está a punto de cruzarse, cambie de rumbo. 

No tienes remedio, a vueltas, con ese romanticismo épico que siempre te acompaña… me susurra mi propia conciencia. Y tiene toda la razón: desde muy pequeño, nunca dejé de respirar a través de todas aquellas referencias que surgían ante mí, emanadas de las páginas de aquellos maestros de la literatura infantil y juvenil, de todos aquellos libros y tebeos que invadían mi casa, cualquier estante y sobre todo mi mesita de noche. 

En mi escenario natural, que era la calle, el telón se abría y yo, junto a otros muchos niños, vivíamos con intensidad el rol elegido: podía ser Ivanhoe (montado en bicicleta y con una aparatosa caña de azúcar a modo de lanza); el Príncipe Valiente (y cualquiera de los otros caballeros de Camelot); Sandokan (sí, no lo puedo evitar, lo recuerdo siempre con la música de Guido y Maurizio De Angelis, de fondo); Nemo y Ned Land, el general Custer con los rasgos de Errrol Flynn, D'artagan (mi preferido), el Zorro (que definitivamente tiene los rasgos de Tyrone Power), el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, Sherlock Holmes (al que vuelvo a leer todos los veranos); Rodrigo Díaz de Vivar, Bastian y Atreyu, Robin Hood (aún no he visitado el famoso bosque de Sherwood);  Huckleberry Finn y Tom Sawyer, Edmundo Dantés (cualquier palo se convertía en una espada de madera: el duelo estaba servido), Mowgli, Jim Hawkins, Phileas Fogg…  Por la noche, cubierto de mercromina (el “colorao” de la época) y vendas, seguía mi aprendizaje de aspirante al Actors Studio, sobre cualquiera de aquellos escenarios, antes de entregarme en brazos de Morfeo, mientras en mis ávidos ojos seguían recreándose con duelos heroicos, luchas sin cuartel contra terribles hordas de sajones, asedios a castillos, navíos en busca de un tesoro… 

... Estás a punto de exponer que somos todo aquello que hemos vivido; que olvidar el legado que representa nuestra propia existencia nos convierte en pésimos actores de la vida… Dichosa conciencia, siempre adelantándose a los acontecimientos. Pero es cierto: en esencia, somos ese actor o actriz que hemos decidido ser, con abundantes tablas, tras protagonizar el papel principales de múltiples obras y funciones, en incontables escenarios, representando, forzadamente o no, todo tipo de géneros: drama, tragedia, comedia, melodrama… Tanto hemos interiorizado nuestro rol, que difícilmente podemos ignorar que lo hemos construido día a día, según transcurrían nuestras vidas. Si, por el contrario, olvidamos nuestro pasado, transformado en una biblioteca infinita de memoria sentimental, estaremos condenados a dudar, titubear y por supuesto errar para con nosotros mismos, en los sempiternos escenarios que se suceden en nuestras biografías.

Y regreso al mar, a la orilla. Salvo, quizás, los personajes, puedo elegir todos los elementos que caracterizaran mi próxima representación, tan seguro estoy de las características de mi papel protagonista, de mis posibilidades sobre el escenario, sea cual sea esa obra que me espera. Chasqueo los dedos: el escenario aparece, fiel a mis gustos. Los actos, escenas y cuadros se sucederán según yo lo establezca. Decido la escenografía, que generará la atmósfera adecuada. Otro chasquido de mis dedos: la iluminación me permitirá recrear diferentes tipos de emociones y resaltar la fuerza de las escenas. Últimas decisiones de vestuario, de maquillaje, mientras compruebo que el sonido es perfecto. Todo está dispuesto, incluso el apuntador: que se alce el telón.  

 

 

Más libros, más libres

En mis recuerdos, aquellas librerías de viejo , de compra/venta/cambio , de libros de segunda mano, sus paredes permanecían ocultas por elev...