Son dos almas que se anhelan entre sí, dos amantes que se entregan el uno al otro, almas furtivas del mundo y de ellos mismos, envueltos en el ritual de la pasión. La vieja historia, que a menudo parece nueva. Se expande un universo, en aquel cuarto, en el lecho que los acoge desnudos, vigorosos, rozagantes, dando forma a un nudo vivo que juran no deshacer jamás. Y así, entre besos, caricias y abrazos, se sigue contrayendo el nodo, que se estrecha al unísono de suspiros y jadeos que se depositan en cristalinos frascos, alumbrados por la luna. La noche transcurre, reptando entre aquellas sábanas deshechas, hasta entregar a los dos apasionados en los brazos de un acogedor Morfeo.
Llega el alba y con ella, si bien débiles, los sonidos de la conciencia. La mujer se despierta, con un impulso de recuperar apresuradamente su ropa, sintiéndose culpable de su propia carne, pero cuando mira aquel rostro del que está enamorada, detiene el tiempo justo en esos momentos, en aquella luminosa habitación. Cuando él abre los ojos y ambos se contemplan durante una eternidad, el deseo renace y estalla de nuevo. Vuelven a mimarse, explorando con delicadeza la piel del otro, regándose entre sí a besos, nublando el sol, secando el mar. El cielo se resquebraja, como un débil cristal, cuando cuerpo y mente se diluyen entre sí, impulsados por vendavales inagotables.
Cuando asoma la llamada del hambre, de la sed, ambos recuperan fuerzas. Ya no son aquellos jóvenes que un día fueron, han pasado muchos años, décadas y, sin embargo, no han envejecido. Entre los muros de aquel templo del amor, que nunca han dejado de construir, el mundo hace una sentida reverencia a diario a los amantes, envidiosos los Dioses, salvo Cupido, que deposita ante ellos una ánfora llena de hidromiel, con un guiño de complicidad. Beberán en copas de metal, dejando que sus miradas se pierdan en los trazos abocetados por una aurora que invita al sol a desperezarse.
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