domingo, 16 de julio de 2023

¡Plas, plas, plas!


De nuevo, meses sin escribir: muy mala señal. El tiempo se ha sucedido, posiblemente desbocado, devorando esos momentos que quieren escapar de la dictadura impuesta por tantas inercias, de la alienación de los días a golpe de alarma electrónica, de todas las rutinas establecidas en esas líneas de la vida que insisten en moldear nuestros días, nuestras noches. 

A pesar del calor, cuando sopla la brisa estival, siento que todas estas huellas invisibles, salvo aquellas que quisieran perpetuarse en nuestros rostros, tienden a diluirse. Quedan reducidas, a lo más, a débiles reflejos en esos ojos que con demasiada frecuencia nos olvidamos permutar a amarillo o dorado, para que surjan de ellos los reflejos, con suerte intensos, de la salud, la vitalidad, la fuerza. 

Y es que los ojos son pésimos actores, dado que nunca pueden dejar de ser ellos mismos, por más que la tentación de todos esos escenarios constantes, que se suceden en nuestros días, nos sitúen siempre tras el telón, a modo de un Arlequín improvisado: somos ese personaje fijo en escena, rodeado de los movimientos parciales y concretos de actores que llegan y se marchan, que preguntan y responden, y que se suceden de modo que la entrada de uno va seguida de la salida de otro. Interpretamos, muy a pesar nuestra, el papel que nosotros mismos hemos escrito en el cuaderno invisible de nuestras vidas, esclavos de dramaturgias varias, incluso de los aplausos, por más impostados que sean los mismos. 

Mientras me asomo a la orilla del Mediterráneo, me recreo en mi propia imaginación. Sirenas que resurgen de las aguas, persiguiendo a Ulises, atado al mástil del Argo. Atardeceres tiñendo el cielo de rojo, surcado por Saint-Exupéry en su Lightning P-38. El mar, partido en dos, cuando el Pequod, famoso barco del capitán Ahab, surca con ímpetu, las aguas, forzando a que el Nautilus, con el que está a punto de cruzarse, cambie de rumbo. 

No tienes remedio, a vueltas, con ese romanticismo épico que siempre te acompaña… me susurra mi propia conciencia. Y tiene toda la razón: desde muy pequeño, nunca dejé de respirar a través de todas aquellas referencias que surgían ante mí, emanadas de las páginas de aquellos maestros de la literatura infantil y juvenil, de todos aquellos libros y tebeos que invadían mi casa, cualquier estante y sobre todo mi mesita de noche. 

En mi escenario natural, que era la calle, el telón se abría y yo, junto a otros muchos niños, vivíamos con intensidad el rol elegido: podía ser Ivanhoe (montado en bicicleta y con una aparatosa caña de azúcar a modo de lanza); el Príncipe Valiente (y cualquiera de los otros caballeros de Camelot); Sandokan (sí, no lo puedo evitar, lo recuerdo siempre con la música de Guido y Maurizio De Angelis, de fondo); Nemo y Ned Land, el general Custer con los rasgos de Errrol Flynn, D'artagan (mi preferido), el Zorro (que definitivamente tiene los rasgos de Tyrone Power), el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, Sherlock Holmes (al que vuelvo a leer todos los veranos); Rodrigo Díaz de Vivar, Bastian y Atreyu, Robin Hood (aún no he visitado el famoso bosque de Sherwood);  Huckleberry Finn y Tom Sawyer, Edmundo Dantés (cualquier palo se convertía en una espada de madera: el duelo estaba servido), Mowgli, Jim Hawkins, Phileas Fogg…  Por la noche, cubierto de mercromina (el “colorao” de la época) y vendas, seguía mi aprendizaje de aspirante al Actors Studio, sobre cualquiera de aquellos escenarios, antes de entregarme en brazos de Morfeo, mientras en mis ávidos ojos seguían recreándose con duelos heroicos, luchas sin cuartel contra terribles hordas de sajones, asedios a castillos, navíos en busca de un tesoro… 

... Estás a punto de exponer que somos todo aquello que hemos vivido; que olvidar el legado que representa nuestra propia existencia nos convierte en pésimos actores de la vida… Dichosa conciencia, siempre adelantándose a los acontecimientos. Pero es cierto: en esencia, somos ese actor o actriz que hemos decidido ser, con abundantes tablas, tras protagonizar el papel principales de múltiples obras y funciones, en incontables escenarios, representando, forzadamente o no, todo tipo de géneros: drama, tragedia, comedia, melodrama… Tanto hemos interiorizado nuestro rol, que difícilmente podemos ignorar que lo hemos construido día a día, según transcurrían nuestras vidas. Si, por el contrario, olvidamos nuestro pasado, transformado en una biblioteca infinita de memoria sentimental, estaremos condenados a dudar, titubear y por supuesto errar para con nosotros mismos, en los sempiternos escenarios que se suceden en nuestras biografías.

Y regreso al mar, a la orilla. Salvo, quizás, los personajes, puedo elegir todos los elementos que caracterizaran mi próxima representación, tan seguro estoy de las características de mi papel protagonista, de mis posibilidades sobre el escenario, sea cual sea esa obra que me espera. Chasqueo los dedos: el escenario aparece, fiel a mis gustos. Los actos, escenas y cuadros se sucederán según yo lo establezca. Decido la escenografía, que generará la atmósfera adecuada. Otro chasquido de mis dedos: la iluminación me permitirá recrear diferentes tipos de emociones y resaltar la fuerza de las escenas. Últimas decisiones de vestuario, de maquillaje, mientras compruebo que el sonido es perfecto. Todo está dispuesto, incluso el apuntador: que se alce el telón.  

 

 

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