jueves, 11 de julio de 2024

El deseo


Cerré los ojos y por fin, vi a la mujer desnuda emerger de las aguas, en un contraluz de una radiante mañana estival. No tuvimos que intercambiar palabras, bastaron las miradas. Cogidos de la mano, nuestros pasos, instintivos, se situaron en la orilla del mar, a merced de las olas, que no cesaban de saludarnos. La había encontrado, para instantes después, perderla irremediablemente. Me sonrió, acarició mi rostro y tras sumergirse, la perdí de vista. Lo único que pude hacer fue sentarme en la arena, imaginando como buceaba con rumbo, quizás, a Atlantis. Allá donde fuera, mis pasos nunca podrían seguirla; mis sentimientos no podían competir con la libertad que irradiaban intensamente sus ojos. 

Pasaron las horas, quizás los días. Yo seguía sin moverme de la orilla, sin dejar ni un momento de mirar la línea del horizonte, dejándome acariciar por la brisa marina, disfrutando de las estrellas y de aquellos amaneceres estivales que daban paso a las gaviotas, con su vuelo alto, siempre en círculo, persiguiendo a todas aquellas barcas y sus jábegas. Los pescadores me saludaban con la mano, cada mañana y uno de ellos, pasado el tiempo, me susurró las siguientes palabras: … Siempre el deseo, pero tienes que huir de tu propia memoria y solo entonces, los dioses del mar te concederán consuelo a tus anhelos…   Así, borré mis recuerdos, incluso mi conciencia y me convertí en prisionero del olvido, libre, por tanto, para soñar sin temor a ser despertado. 

Cerré de nuevo los ojos y la mujer apareció en alta mar, moviendo sus brazos, llamándome. Nadé hasta ella y su abrazo borró todas mis dudas. Enseguida nos hundimos bajo el agua y me sentí impulsado hacia las profundidades, insospechadas, inexploradas, de aquel universo azul, hasta que una ciudad colosal apareció ante nosotros. La sirena me había llevado hasta la isla de Atlas, en la que divisé varios templos rodeados de escalinatas entrelazados, coronados por un templo superior con columnas áureas. La música y el regocijo de los atlantes me confirmaron que yo me había convertido en uno de ellos. Así, me vestí con una túnica y cogido del brazo de mi amada, ascendimos al gran templo donde esperaban mi llegada. 

El sumo sacerdote se levantó del trono, solemne y exclamó: … Las cosas son de quien más las desea. De quién más las ama o necesita…  Tú que amas intensamente, incluso sobre ti mismo, te mereces ser aquel con el que Atlantis sueña y tú mismo siempre has soñado… recibe la corona, extranjero y con ella la felicidad, junto a tu amada…  Se sucedieron los clamores, de los miles de atlantes que celebraban mi llegada, así como las bellas melodías que recorrían las monumentales paredes. Besé a mi sirena y sentí como mi cuerpo se transformaba. Una de las canciones penetró en mis sentidos: … ¿Qué le puede dar Ítaca al que la ha buscado, como Ulises, durante tanto tiempo? Le ha dado el camino, lo vivido, hasta llegar a ella. Ese es el sentido y no el final… Así, me dispuse a reinar en el gran continente sumergido, pero sobre todo, para mí mismo. El deseo, pensé. Solo el deseo… Y entonces, abrí los ojos. 



2 comentarios:

  1. Anhelando Atlantis, como territorio de los sueños. Anhelando las sirenas de Ulises, de los piratas que navegaban con furia y honor en nuestra imaginación. Que magnifico relato!!!

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