domingo, 21 de julio de 2024

El inmortal (I)


El códice que compré a aquel anticuario, tras no pocos regateos y discusiones, me había provocado una sensación de desasosiego creciente, según deshacía el camino hasta mi casa, en aquella tarde melancólica y lluviosa. Sentía malestar por la gran cantidad de dinero desembolsado, el absurdo regateo, pero sobre todo me reprochaba a mí mismo el irrefrenable arrebato, como tantas veces anteriores, de adquirir, a toda costa, aquel libro, en cuanto mi vista se posó en él. Manías adquiridas de un bibliófilo coleccionista, obsesivo con ejemplares tan antiguos. Ése al menos, era mi diagnóstico inicial y mi estado de ánimo cambió en cuanto trasladé mis pensamientos al libro, que transportaba bajo mi brazo derecho, sintiendo mi espina dorsal recorrida por todas esas sensaciones de anhelo que mi insistente predilección por las ediciones originales, sobre todo los códices, me proporcionaban, cada vez que tenía la rara oportunidad de adquirir uno de ellos.  

Agotado por el peso y sin lograr dar con un taxi libre, me decidí por el metro; el viaje me pareció interminable, con vagones repletos de rostros cansados, somnolientos, hasta que al fin llegué a mi hogar, sintiéndome inmediatamente aliviado del cansancio, refugiado del mundo y de la noche. Me instalé en el sillón cercano a la chimenea, con una taza de té hirviente, sustituyendo los últimos resquicios de mi mal humor por la expectación del alquimista a punto de diseccionar el continente de alguna voz del pasado, que esperaba fuera muy remota en el tiempo. 

Desplegué sobre la mesa el libro, de grandes dimensiones, incluso algo mayor que las usuales de los códices medievales, tal era mi intuición sobre su datación. La encuadernación era de tipo Copta, destinada a preservar todos los pergaminos escritos, recortados en piezas rectangulares que, a su vez, se habían doblado por la mitad formando todos aquellos bifolios que se unían entre sí como cuadernos y que constituían el armazón de mi códice, cosidos con nudo cadeneta y protegidos por unas tablas de madera que formaban las tapas. La portada había sido delicadamente tallada en bajo relieve: “Memoriam immortalis”. 

Ardía en deseos de leer el libro, pero antes, si bien el estado de conservación era adecuado, debía eliminar cualquier atisbo de polvo o suciedad: procedí a una limpieza en seco del cuerpo del libro y de la cubierta. Me preocupaba el estado de los cordones e hilos que unían entre sí a los diferentes cuadernos y la tapas, muy deteriorados, así como el lomo, que al estar al descubierto, mostraba un tono sustancialmente más amarillento que las páginas. 

Sopesé las dos opciones posibles, reemplazar el cosido o simplemente, desmontar el libro, procediendo a comprobar el estado de cada uno de los cuadernillos, siendo esta última por la que me decidí, al fin y al cabo tiempo habría de volver a la encuadernación original, con nuevos hilos. Conté hasta veinte cuadernos, sin desgarros aparentes en sus hojas, pero necesitados de una limpieza, dado el  polvo adherido en los bordes de las páginas. Tras un par de horas de tratamiento con gamuzas adecuadas, más el tiempo que invertí en una cena frugal, todos aquellos pergaminos estaban listos para una primera lectura. 

El códex podía interpretarse, al menos en sus primeras páginas, como un dietario, cuyo autor, un monje, no revelaba su identidad, salvo que se refería a sí mismo como Immortus. Desesperaba por encontrar al menos una fecha, entre aquellas abundantes páginas, hasta que al fin leí la siguiente frase: Anno domini Millesimo sexcentesimo DLX. El misterioso autor había escrito en latín, la lengua litúrgica de la Iglesia católica, aquellas páginas en el año 560, en plena Alta Edad Media, entre los muros de la abadía benedictina de Montecasino, al sur de Roma, que describía de forma pormenorizada, justo el lugar donde San Benito de Nursia estableció su primer monasterio, origen de la orden. 

Así, el códex describía a los monjes en tareas de copiar y conservar manuscritos antiguos, asegurando la supervivencia de valiosos textos de la antigüedad y como centros de educación, brindando formación a las comunidades locales, además de detenerse en los pormenores de las rutinas estructuradas de los monjes del monasterio, dedicados a la oración, el trabajo y las actividades comunitarias. Immortus, junto al resto de la comunidad, se levantaba a diario muy temprano, para el primer servicio de oración, conocido como vigilias o maitines. A lo largo del día, todos participaban en diversas formas de oración, incluido el canto de salmos y la reflexión meditativa. 

La vida de un monje benedictino estaba centrada en la búsqueda de Dios a través de la oración y el trabajo: Ora et labora. En consecuencia, Immortus describía la vocación monástica como de absoluto recogimiento, pues el objetivo vital era la contemplación de Dios y de las realidades celestiales, sin que por ello se desvincularan de la Tierra, si bien me causó perplejidad la lectura de este párrafo: ... es misión del monje interceder ante Dios por las necesidades de la Iglesia y de todos los hombres y atraer las bendiciones divinas sobre ellosEn este cobijo que he elegido, donde transcurre mi nueva vida, me siento a salvo de los hombres, pero sobre todo de mí mismo, rodeado de candorosos monjes que sueñan con quimeras... 

Aquel sorprendente párrafo daba fin a lo que en realidad era una larga introducción. A continuación, Immortus describía, en primera persona, …yo estuve allí…, había escrito, un famoso episodio de la segunda guerra médica:  ... fue el último verano de mi vida en el 480 a. C. Tras el fin, en Atenas, del congreso de ciudades de estado griegas, donde treinta estados acordaron aliarse contra los persas, situándonos los atenienses y junto a nosotros, los espartanos, a la cabeza de la alianza, Temístocles me miró fijamente, mientras sus manos apretaban mis hombros: "... Euríbiades nunca estará a la altura de esta guerra, mi fiel Ioannis; irás junto a él y si llega el caso en que su cobardía se manifiesta, mátalo y ocupa su lugar. Los espartanos deben ver en nosotros la fuerza y la sangre que Jerjes se merece, nunca debilidades de un general que debió haber nacido mujer...".  

,,,Yo era el jefe de la mayor división de hoplitas de Grecia, pero sobre todo, era el mejor amigo de Temístocles, desde nuestra infancia. Asentí y ambos sonreímos, a pesar de que sabíamos que mi muerte, en el escenario que nos esperaba, estaba escrita con esa orden...  Así, los acontecimientos me llevaron, junto a los espartanos, comandados por Leónidas, entre ellos el fiero Diéneces, con el que empaticé enseguida, hasta el reino de Hades en el que se convirtió la batalla de las Termópilas..."  

A pesar de que la narración de Immortus era absorbente, me vi obligado a dejar de leer, estaba completamente desconcertado. Lo que en principio parecía un dietario de un monje benedictino del siglo VI, se había transformado, en el segundo cuaderno del códice, en un relato, muy pormenorizado, de famosos acontecimientos mitificados desde el siglo IV a. C., hasta nuestros días. Una absoluta rareza y un recurso literario asombroso en el contexto que había sido escrito, al situarse el propio Immortus como uno de los protagonistas del relato, bajo el nombre de un hoplita.  

Telefoneé a un amigo aún más bibliófilo que yo y especialista en literatura medieval: ... Muy extraño, todo lo que me estás contandoLos trabajos relacionados con la teología fueron el tipo de literatura dominante; es muy excepcional que el clero en los inicios de la Alta Edad Media se dedicara a la denominada literatura profana, que se basaba en traducir a las lenguas romances textos como hagiografías o crónicas históricas.  El romance, como sinónimo de relato, surgirísiglos después, como un género, al dejar de lado las fuentes clásicas e inspirarse en tradiciones orales…No concibo a un monje en el 560,  creando literatura como la que me describes…  Convendría, sin duda, verificar la antigüedad de ese códice, quizás sea una hábil falsificación… 

A estas alturas de mi vida, me había convertido en una suerte de experto paleógrafo. No me era necesario cotejar los textos de Immortus con otras obras, de fechas conocidas, para llegar a conclusiones basándome en la escritura, la puntuación, las abreviaturas… No había duda, todos estos elementos estaban presentes, fieles al siglo en el que se suponía, el códice había sido escrito. En las superficies de las páginas destinadas a la escritura, estaban presentes las pequeñas incisiones, realizadas con el extremo de una navaja, así como a las imágenes, los márgenes y el formato del texto en dos columnas. Me detuve en la contemplación de las miniaturas: los temas de carácter sacro habían sido sustituidos por magníficos dibujos, muy realistas, en aguadas sobre los pergaminos, ilustrando la ferocidad de la batalla de las Termópilas.

Seguí leyendo a Immortus. Narraba detenidamente aquellos hechos que el historiador Heródoto habría descrito posteriormente, pero despojados de cualquier matiz heroico: … éramos alrededor de siete mil hombres, surgidos de la alianza de diferentes polis griegas frente, al menos, doscientos mil soldados persas… Este paso era el más estrecho por el que los persas podían entrar en Grecia ya que estaban obligados a moverse cerca del mar para que la flota pudiese aprovisionarlos. Los persas no podían desplegar la inmensidad de su ejército y nuestro fin era hacerles frente hasta perecer. Todos los comandantes, entre los que se incluía Leónidas, daban órdenes a sus tropas, entre las que nos encontrábamos aquellos que estábamos adiestrados en el combate en formación cerrada, los feroces espartanos y la falange, constituida por los que formábamos el ejercito de los hoplitas, pesadamente armados, mientras que el resto de los griegos eran apenas artesanos y campesinos poseedores de una panoplia y reclutados en virtud de ello, aunque no forzosamente eran conocedores de los entresijos del combate. 

...Había muchos hombres, sí. Pero muy pocos soldados… Bien pronto, los ataques sucesivos de los persas tiñeron e inundaron de sangre la tierra, mientras que los cuerpos despedazados se iban amontonando en aquel escenario de destrucción y muerte. Nuestro sistema de combate, basado en la falange, una formación compacta de hoplitas equipados con un casco, armadura, una lanza y un escudo redondo llamado hoplón, permitía que cada soldado protegiera a su compañero con su escudo mientras todos, al unísono, avanzábamos o retrocedíamos ante el enemigo, infinito en número…

Recuerdo los gritos, el ruido metálico incesante, aquel olor nauseabundo y sobre todo el color rojo que nos cubría a todos. El miedo inicial y el terror  a la muerte, quedaron sustituidos por el más elemental instinto de supervivencia, convirtiéndonos en bestias sangrientas, privadas de la razón y ávidas por destruir y despedazar a todas aquellas hordas de persas. Atravesábamos con nuestras lanzas sus cuerpos, cortábamos con las espadas sus extremidades, nos replegábamos y volvíamos a empezar… Mis venas estallaban a cada orden que daba a mis hombres, para que, antes de perecer, mataran y siguieran matando, pues la suerte de todos estaba escriba. La mía llegó antes de la traición de Efialtes. 

...De repente, una de aquellas miles de flechas que los arqueros persas arrojaban constantemente contra nosotros, atravesó mi garganta. Fueron segundos eternos de dolor y agonía, desangrándome a borbotones, hasta que mis ojos se cerraron. Cuando resucité, con mi cuerpo incrustado en una montaña de cadáveres, entre los que me abrí paso, la batalla había terminado, los persas nos habían aniquilado. Los cuerpos caídos, devorados por las llamas, cubrían la tierra, hasta allá donde se perdía la vista… En aquel paisaje surgido del averno no quedaba rastro alguno de épica, de valor. Intente respirar profundamente y me tumbé para contemplar las estrellas. Doloroso es morir, pero aún lo es más el volver a vivir, por más que lo hayas hecho mil veces, hasta que tu cuerpo y tu mente, vuelven a ser tuyos…

Tuve que leer el último párrafo más de una vez, hasta estar plenamente convencido de que aquellas inverosímiles palabras no representaban ninguna metáfora. Sentía mi columna vertebral desbordada por la imaginación. La traducción literal del nombre de Immortus podía ser el no muerto, aquel que no muere, esto es, el inmortal. Desistí, al menos por el momento, de abrir el siguiente cuadernillo del Códice, temeroso ante su contenido, pero sobre todo de mis presentimientos. A pesar de la lluvia, o quizás gracias a ella, abrí de par en par un balcón y trasladé mis sentidos al aguacero invernal, en un intento de diluir toda aquella maraña de sensaciones que jugaban con mi mente.

Poco a poco, con la ayuda de una copa de brandy que tomé con parsimonia, la cascada de emociones fue menguando, hasta hacerlas soportables; al fin y al cabo, solo eran mis propias fantasías las que estaban desbordadas. Abrí el siguiente cuadernillo, conteniendo la respiración. Allí estaban las primeras palabras que temía encontrar, que deseaba leer: Ibi eranYo estuve allí.

El hundimiento del Imperio persa se decidió en la batalla de Gaugamela. Entre el inmenso ejército macedonio comandado por Alejandro Magno, yo formaba parte de la retaguarda de la falange, sosteniendo con ambas manos la larga pica denominada sarissa. Tenía una longitud de cinco a seis metros de media y llevaba en las extremidades puntas de bronce, preparada para plantarla en el suelo y poder soportar una carga de caballería. En esta mi nueva vida, al igual que las anteriores, yo seguía siendo el cada vez más experto y eficaz guerrero, con un cuerpo curtido en tantas guerras, tantas batallas. Nunca había podido elegir, no era un ciudadano griego dueño de sí mismo, y como simple extranjero, rozaba la esclavitud al intentar trabajar en cualquier oficio que no fuera la guerra. 

...Mi destino estaba ligado a ser soldado; yo era un experto estratega que manejaba con maestría cualquier arma y cuyo valor en el campo de batalla era conocido y alabado por los demás guerreros, por todos mis superiores,  incluso por los jóvenes aristócratas que sin ser guerreros, estaban estúpidamente orgullosos de formar parte de la caballería ligera y ser los primeros en morir. No se concebía el combate como una exhibición individual de heroísmo, en el que sólo los más jóvenes e idealistas creían, sino como estrategia colectiva en el que los demás me veían como un líder, a mi pesar. Como hombre, me repugnaba matar, pero el mundo entero estaba en guerra y como soldado, mi vida, al menos en parte, hasta que como en tantas veces anteriores me fuera arrebatada, me pertenecía y debía luchar por ella…

Mucho se hablaría posteriormente de esta batalla, que daría gran fama a Alejandro Magno por su brillante táctica militar, pero también por la habilidad del ejército macedonio, dispuesto en forma de rectángulo, de modo que podía enfrentarse a ataques provenientes desde cualquier lugar y que se desplegó como un solo hombre, en una formación en cuña, hacia la brecha abierta en la línea persa por el torpe avance de su propia caballería, que fue diezmada cuando emprendió la huida. Los hoplitas construimos un cerco de lanzas que rodeó a toda el ala izquierda de jinetes persas y a continuación, nuestras espadas cortas de hierro hicieron el resto, en un sangriento combate cuerpo a cuerpo. La tropa de élite de infantería que yo comandaba, pezhetairoi, logró abrirse paso hasta situarse a escasos metros de Darío, que tenía escrito el horror en su rostro: la derrota era aplastante y con ella, finalizaba su reinado, el propio imperio, pero también su vida. 

...Un impulso repentino me llevó a deshacerme de mi casco y la coraza, utilizando a continuación todo mi cuerpo para arrojar parte de una sarissa al aún Rey de los persas, que emprendía la huida. La lanza no encontró su objetivo, pero atravesó el cuerpo del conductor de un carro falcado, uno de los escoltas del Rey. Parmenión, el segundo al mando del ejército de Alejandro Magno, testigo de mi hazaña, celebró la misma alzando su espada y gritando mi nombre: ¡Doro!, que fue coreado por mis hoplitas. La victoria se aliaba con el éxtasis y la euforia, convirtiéndonos en dementes ebrios de poder, bañados en la sangre y vísceras del enemigo. A partir de entonces, me convertí en uno de los generales de Alejandro, célebre pero con una visibilidad que me suponía un grave riesgo: yo no envejecía y pasados los años, como tantas veces en tantas vidas, comenzarían los rumores, después las preguntas. Aquella privilegiada posición en el ejército no podía durar mucho tiempo.

Contribuí con mi espada a conformar el imperio más grande de la Antigüedad, forjando lo que luego sería el periodo helenístico, conquistando el mundo griego, Egipto, India y el imperio persa. Así se forjaba la historia de un mundo condenado a ser siempre conquistado, sobre todo tras la muerte de Alejandro. Los generales y sus hijos se repartieron su imperio, disputándose entre sí el poder y la hegemonía durante dos décadas y seis guerras; entre ellos estaba Crátero, al que yo servía. Navegamos con la flota cilicia hasta Grecia donde estalló la Batalla de Crannon. Había que obligar a los atenienses a batallar y derrotarlos, tras su rebelión contra la hegemonía macedonia. La táctica era muy básica: la caballería debía fulminar al ejército griego, constituido básicamente por mercenarios, secundada por una infantería que yo mismo dirigía.

Mi pasado ateniense había sido olvidado,  tanto por los macedonios como por mí mismo, un extranjero de ninguna parte. Nos hicimos con la victoria con suma facilidad  y Atenas fue obligada a rendirse incondicionalmente y a aceptar una guarnición macedonia, así como la sustitución de la democracia por una oligarquía. Fue mi gran oportunidad: me puse al mando de la guarnición, a las órdenes de Foción, un honesto estadista ateniense que acabaría suicidándose, víctima de múltiples conjuras en una Atenas que perdía su identidad, de estadistas mediocres sedientos de poder.  Antes que ello ocurriera, logré encontrar lo más parecido a un hogar en el que vivir. Recuperé, poco a poco, mi esencia de hombre, desplazando la del guerrero. Tener un techo sobre mí, dormir en una cama, disfrutar de una intimidad que me resultaba insólita, me proporcionó una dignidad de la que rara vez había disfrutado. 

...Gozar de la compañía de mujeres fue un bálsamo definitivo para mi espíritu. Cuando comencé a convivir con una de ellas, me sentí plenamente dichoso: mis deberes para con la guarnición eran limitados y mi vida transcurría con cierta placidez, al margen de las guerras y de los hombres, por más que era consciente de que la oligarquía ateniense era insostenible y que en cualquier momento acabaría estallando en una guerra interna, como así ocurrió tras la muerte del tirano Antípatro y tras sucederle el general Poliperconte, que precipitó los acontecimientos en Atenas, condenando a Foción a tomar la cicuta. Horas antes de suicidarse, me mandó llamar a su casa, en la que estaba prisionero.

- … De nada ha servido que la ciudadanía clame contra esta oligarquía en la que se refugian todos estos tiranos, ávidos de poder. Prefiero morir antes de sufrir más humillaciones, rodeado de guerras sinfín, en las que las víctimas siempre serán las mismas: soldados disciplinados como tú, que lucharán sin hacer preguntas y atenienses jóvenes obligados a tomar las armas… - me confesó aquella noche. Aquel hombre, uno de los pocos justos que había conocido, a lo largo de todas mis vidas, estaba a un paso de la muerte, despojado de cualquier esperanza.

- … Sois un hombre querido y respetado por el pueblo ateniense, señor. Podría ayudaros a escapar, todos los hombres de la guarnición lucharían a vuestro lado…

- Mi fiel Doro, es inútil. El imperio que forjó Alejandro se fragmenta, a base de conjuras y guerras, en varios reinos. Y Roma está surgiendo, convirtiéndose en la mayor potencia de Italia. Nada tengo que hacer en este escenario de muerte y destrucción que nunca tendrá fin. Te he mandado llamar para que seas tú quién huya. En breve, toda la guarnición será acusada de traición; vuestra mayor falta será la de dedicaros a preservar la paz en Atenas. Para los tiranos, el único guerrero concebible es aquel que se dedica a matar, bajo sus órdenes. Escapa hoy mismo rumbo a Italia, allí nadie te conoce. Sobre tu persona circulan, desde hace tiempo, rumores muy extraños que evitarían recordar que eres un héroe de guerra y el mejor soldado que he conocido…

Me despedí de Foción con gran pesar. Había llegado el momento de dejar atrás mi vida como Doro, el célebre soldado macedonio. Esos rumores sobre los que había sido advertido eran inevitables, transcurridos los años. El uso constante del casco, para ocultar mi rostro, mi escasa visibilidad en la vida pública, no habían podido evitar que las personas se asombraran ante un hecho evidente: todo el mundo envejecía a mí alrededor, salvo yo mismo. No sin aflicción, dejé atrás Atenas, mi casa, a mi mujer y cabalgué aquella noche, con ropa ligera y algunas armas, en dirección a Roma… 

Tras finalizar la lectura del cuadernillo, me sorprendió el amanecer y junto a él, el sueño. Dormí profundamente unas cuantas horas, en el sillón, soñando con el hombre que recorría, como testigo y protagonista, la triste historia del mundo, entre civilizaciones permanentemente alzadas en armas y que no cesaban en su exterminio mutuo. El rostro de Immortus permanecía siempre difuso en las imágenes oníricas, sustituido  por las miniaturas realistas dibujadas con pincel con tinta china, que ilustraban profusamente los cuadernillos del códice. El sonido de las espadas de acero, chocando entre sí, surgía de las ilustraciones, entre gritos y alaridos. 

El color rojo inundó mis pupilas y comencé a correr desesperadamente, saltando de una miniatura a otra, sin poder alcanzar a Immortus, que se deslizaba por las escasas rendijas que dejaban tras de sí todas aquellas conflagraciones sin límite de continuidad, alimentadas por conflictos de violencia atroz entre naciones o grupos sociales organizados políticamente que, respaldados por la fuerza de las armas, buscaban imponer o salvaguardar sus propios objetivos, en contraposición al del eterno enemigo. Así, el mundo se llenaba de cadáveres, mientras su propia memoria era escrita y reescrita a trompicones por espadas de hojas largas y puntiagudas, dagas, puñales, lanzas, arcos y flechas… ¡Esta no es mi guerra!, escuché a mis espaldas. Al volverme, la silueta majestuosa de Immortus coronaba un risco bajo el que centenares de guerreros se desmembraban mutuamente…

Al despertar, todas aquellas imágenes aún me perseguían. Para huir de ellas, decidí, previa ducha reconfortante, almorzar con Cosme, el presidente del Archivo Histórico Diocesano de la ciudad, tras contactar con él por teléfono, otro viejo amigo que había acabado sustituyendo la vida, tanto por la religión, como por los libros. Entré a la Catedral tras detenerme unos segundos en la contemplación de la fachada sur, con sus tres imponentes pórticos y tras desplazarme a la fachada occidental y admirar el triple pórtico ojival sobre el que se abría un gran rosetón con vidrieras. Sin duda, deseaba compartir un rato de conversación con Cosme, pero en el fondo, el encuentro era una excusa para que mis sentidos se deleitaran con la arquitectura de aquella gran Catedral gótica. Me senté en su interior y mi vista se perdió en aquella planta clásica de tres naves que se convertían en cinco a partir del transepto, con el objetivo de acoger en esa zona a los peregrinos del Camino. Sentí una mano en mi espalda.

-… El arte siempre estuvo al margen de la fe, pero sin la fe, la humanidad no habría disfrutado de esta maravillosa estructura que algunos denominan flotante, con los muros sustituidos por inmensos ventanales vidriados…Y te lo digo a ti, ateo confeso, que no obstante, rindes completa admiración a esta Catedral… - me susurró Cosme. Nos abrazamos y al poco tiempo, dábamos cuenta de un apetitoso cocido, propio de aquel crudo invierno que recorría las calles de la ciudad.

-… La inmortalidad, la vida eterna, conceptos filosóficos y religiosos. Para la filosofía, una utopía, como respuesta a la angustia y al miedo que produce en el ser humano la conciencia de que su existencia es finita. En tal sentido, las restantes especies, en su ignorancia, son más afortunadas. Para las religiones, es sinónimo de una nueva vida espiritual, plena y dichosa, tras la muerte… 

-… Pero solo para los creyentes El resto, me temo que debemos conformarnos con convertirnos, de nuevo, en polvo…  - Nos reímos los dos, abiertamente. Nos conocíamos desde pequeños y más allá de los rumbos dispares que habían tomado nuestras existencias, nos profesábamos una gran admiración mutua.- Tú eres teólogo y has estudiado a fondo la historia de las religiones, por lo tanto de los dioses. En la religión mesopotámica y griega, los dioses también hicieron físicamente inmortales a ciertos hombres y mujeres…

- … Y también estudié a los alquimistas que buscaban crear la piedra filosofal y las leyendas de diversas culturas como la Fuente de la Juventud, descrita por Heródoto o la original de China, de los Melocotones de la Inmortalidad, que inspiran los intentos periódicos de descubrir elixires de la vida… - contestó Cosme -. Sobre la inmortalidad física, si quieres saber mi opinión, un día hablé con un cabrero entrado en años. Y me dijo algo así como que llevaba observando la naturaleza desde la infancia y que todo lo que nace, está predestinado a morir… Un hombre mucho más que sabio que la mayoría, incluido nosotros…

Paseamos, tras el almuerzo, por el jardín histórico y parque público de la ciudad, dado que la lluvia había cesado, al menos momentáneamente. El sonido de las numerosas fuentes acompañaba nuestros pasos entre castaños de Indias, rosas, cipreses calvos, plátanos de sombra, lirios y un sinfín de especies más que componían una sinfonía de colores que acompañaba nuestros pasos. Llegamos al estanque, desierto de barcas y comenzamos a arrojar el pan que había sobrado de la comida, a las numerosas carpas, que se afanaban en devorarlo. Nada conté a Cosme sobre el códice, pero conscientemente o no, me había esforzado en hacer girar nuestras conversaciones en torno a la inmortalidad como concepto, que nos había llevado inevitablemente hasta la entelequia surgida del sueño colectivo de la humanidad, en la que yo estaba ubicado, hasta que los textos de Immortus surgieron ante mi vista.

Atardecía, cuando nos despedimos, con la promesa mutua de volver a vernos en breve. Solo me detuve, de regreso a mi casa, para adquirir una botella de brandy Cardenal Mendoza en un establecimiento cercano. Aquello que yo deseaba seguir haciendo, se reducía a imaginar, como vagabundeo y como error, con todos los sentidos que podía encontrarle a aquel verbo. Junto a tantos otros verbos y acciones. Estaba inmerso en días mentales, llenos de juegos barrocos de luces y sombras, de ambigüedades que transcurrían únicamente en mi cabeza. Cuando volví a sentarme en el sillón del salón, al calor del hogar, me vi caminando por una cresta de montaña estrecha y afilada,  sintiendo el vacío a ambos lados de los pies. Abrí el siguiente cuadernillo del códice...

 (continuará...)

2 comentarios:

  1. ¡Alucinante! Por favor, la continuación cuanto antes.

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  2. Gracias! Volveré a tener tiempo para escribir a partir de las segunda quincena de agosto

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En el tren

Refugiado en mi asiento, me abandono al inevitable duermevela de los viajes en tren, mecidos mis sentidos por la fuerte lluvia que emborrona...