Nada que hacer, me temo con el otrora
denominado cuarto poder, simplificado, reducido a un mero papel de generador de
contenido mainstream. La ciudadanía es la gran
olvidada, demasiados ocupados los medios de información en imponerse a los tres
poderes que vertebran las funciones clásicas del Estado o viceversa, sueño inconfeso de
algunos líderes políticos y triste realidad en otros muchos, porque si el
Estado asume el poder de informar, inevitablemente esta información estará al
servicio de los demás poderes, con acuerdos tácitos de supervivencia recíproca
entre los servidores de dicho Estado y los que ejercen el poder informativo: se
trata, nada menos, de un compromiso en el que las partes respetan los
fundamentos y el ejercicios de sus respectivos poderes, derivando todo ello en
una realidad alternativa que a base de reiteración continua, puede acabar
imponiéndose ésta como sinónimo de verdad. Si algo sale mal, la culpa de todo, a modo de ejemplo
obvio, siempre recaerá en los otros, sean quienes sean.
De la conciencia crítica se habla
poco, por más que se publicite por el legislador como vehículo esencial para
que el artículo 27 de la Constitución sea una realidad. Allá donde la
ciudadanía no es capaz de usar el conocimiento y la inteligencia para discernir
entre un hecho objetivo y su sesgo interesado, esa sociedad se encamina a un
precipicio construido sobre creencias para que las personas sean víctimas de su
propia alienación, sin detenerse a pensar en la oportunidad y veracidad de sus
propias opiniones, influenciada, consciente o inconscientemente por una suerte de
mercantilismo informativo, que divide al mundo, premisas básicas, en buenos y
malos, estos últimos nadando inútilmente a contracorriente. Un tótum
revolútum que a lo largo de la historia de la humanidad ha dado nombres
propios a los tiranos, generalmente disfrazados de tal o cual ideología, al
servicio de un pueblo que, paradójicamente, nunca solicitó sus servicios. Las
necesidades se imponen: no hay gobernante si no hay pueblo al que gobernar.
En fin, vociferadores, alborotadores,
chillones, bramadores, incluso aulladores, todos ellos disfrazados de gurús, desesperan por imponernos una
realidad, a base de una insistencia que jamás desfallece, de una reiteración que
se prolonga si es necesario al infinito, hasta que comenzamos a creer ciegamente en ella y
nos convertimos en fieles soldados de la verdad oficial. El mundo de la
opresión, que nos recordó tantas veces Freire, que también nos insistió en que la educación se rehace constantemente en la
praxis. Para ser, tiene
que estar siendo. En consecuencia, seamos, si ello es aún
posible en una sociedad tan globalizada y desbordante de cultura de masas: nuestra
presencia en el mundo debe implicar elección y decisión, denominadores comunes
a la citada conciencia crítica que a poco que la volvamos a cultivar, nos hará
libres,
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