domingo, 3 de julio de 2022

El trovador


Mario tomó una decisión, escasamente meditada, pero en absoluto inesperada, al fin y al cabo sus deseos de iniciar sus propias gestas heroicas siempre estaban ahí, dentro de sí, agazapadas en la inconsciencia, pero permanentemente en ebullición, dispuestas a hacerse explícitas al menor descuido.

Comienza la aventura, susurró Mario entre dientes, dudando qué rol elegir: sus héroes literarios siempre le habían inspirado, pero en uno de esos escasos y raros alardes de sinceridad consigo mismo, había llegado a la conclusión inequívoca que no estaba, en absoluto, a la altura de ninguno de ellos. Pero eran matices irrelevantes, al fin y al cabo, en su determinación: lo importante era que la aventura iba a empezar y él sería el protagonista absoluto de la misma. Comienza la aventura, se repitió a sí mismo de nuevo, con firmeza, en una estudiada postura frente al espejo, sustituyendo sus rasgos por los de algún caballero medieval indefinido. 

El bastón de su abuela era perfecto para sus propósitos: improvisó un hatillo con algo de comida, que ató al extremo del bastón; se disfrazó de trovador, o al menos él estaba convencido de ello, utilizando unos calcetines rojos, a modo de calzas, que encontró en unas de las bolsas llenas de trastos navideños; una chaqueta verde de su hermana que siempre imaginó como un jubón y unos pantalones cortos bombachos de su padre. Dejó para el final la boina de terciopelo, llena de pelusa, que nunca supo de donde había salido y tras colocarse el bastón en el hombro, esbozó una sonrisa y salió a la calle. 

Apenas había andado unos cuantos pasos, recreando prados verdes allá donde reinaba el asfalto, cuando fue divisado por el Pochoncho y su banda de secuaces, que personificaban el terror infantil en el barrio. Comenzaron a proferir gritos y enseguida exabruptos a Mario, mientras este canturreaba para sus adentros, dejando que su vista se deslizara por montañas monumentales y bosques frondosos, que recreaba en su fértil imaginación. Aquella aparente indiferencia exacerbó la frágil paciencia de aquellos gamberros que se abalanzaron sobre el trovador, que despertó abruptamente de sus ensoñaciones tras recibir un puñetazo en el ojo. Apenas transcurrieron unos minutos: el bastón estaba roto, el hatillo había desaparecido y la chaqueta roja de su hermana había sufrido serias roturas. Pero Mario, tendido sobre la acera, era optimista: al fin y al cabo, la boina negra estaba en su sitio. Que prosiga la aventura, exclamó esta vez en voz alta, irguiéndose con cierto ímpetu. 

Enseguida regresó al paisaje idílico del medievo por el que se paseaba. Un juglar necesitaba una fortaleza en la que exhibir, en las fiestas y banquetes de los nobles, todo su arte, esos cantares de gestas que lo habían hecho célebre, narrados con el temple de una voz melodiosa, armonizada con su inseparable laúd. Inspirado, comenzó a cantar, a su manera, completamente ajeno a sus escasas habilidades vocales, unos versos que había aprendido:
 
A todos conforta el sol, puro y delicado;
Nuevo y radiante es el rostro
del mundo en abril

¡Niño, deja de gritar!, vuelve a tu casa, que está a punto de llover...  Le gritó la señora Encarna, su vecina, al cruzarse con el feliz trovador, que creyó reconocer en un perro callejero que se le cruzó, a Draco, un corcel de deslumbrante porte al que vistió con los restos de la chaqueta de su hermana, a modo de gualdrapas. Canelo, que es como todos llamaban en el barrio a aquel chucho de edad y raza indefinidas, lleno de pulgas y garrapatas, se dejó hacer, esperanzado en que todo aquello acabara con algo que echarse a la boca. 

A los pocos pasos, ante Mario y su corcel apareció el bar de Ramón, que el trovador identificó como el castillo que anhelaba encontrar.  Cruzaron el puente levadizo, saludaron a los soldados de las almenas, unas mujeres que tendían la colada y tras escuchar el chirrido de las bisagras, las monumentales puertas de aquella fortaleza se abrieron a su paso. Inmediatamente, hizo una reverencia al Rey, que apareció majestuoso, en su trono, con un semblante sereno que reflejaba sabiduría y un halo de satisfacción ante la presencia del mítico juglar, maestro de maestros. Era el señor Paco, que dormitaba en la silla, tras la ingesta de varios vasos de vino del terreno. Mario puso a prueba todo su ingenio, exhibiendo sus destrezas y habilidades con todos aquellas copas de metal, improvisando celebrados malabarismos, que acompañó recitando, como siempre a su modo, un poema romántico: 

Cierta vez un caballero llegó cabalgando
en primavera, cuando los caminos estaban resecos;
y oyó a la dama cantar al mediodía,
Dos rosas rojas a través de la luna.

Ramón, detrás de la barra, veía con espanto como al menos una media docena de vasos estallaban contra el suelo. Pero quiénes estaban realmente sorprendidos eran los dos operarios de un taller cercano al contemplar a aquella bestia maloliente cuyo hocico se deslizaba por la mesa, devorando el piscolabis que habían pedido. Los gritos de Ramón y la clientela se convirtieron en atronadores gritos de euforia a los oídos de Mario: escuchaba palmadas y expresiones de cumplidos y agasajos a su arte. Animado, convencido que el Rey le armaría caballero ese mismo día, quizás incluso en aquellos momentos, si era capaz de superarse a sí mismo, se subió a una mesa, seguido de su fiel caballo. Estaba decidido a narrar, para disfrute de aquellos nobles, la pieza maestra de su Mester de Juglaría, una gesta que expuso a gritos y chillidos, mientras Canelo acompañaba con aullidos aquellos supuestos versos, contagiado por la actitud de su improvisado dueño. 

Cuando la mesa cedió estrepitosamente al peso de ambos, los escasos clientes del bar ya habían huido, despavoridos. El dolor de Mario en la rodilla se aminoró inmediatamente, al contemplar a Aleta, su dama, irrumpiendo sonriente en el salón del castillo. Era la hija de Ramón, de la misma edad del trovador, sonriente y divertida ante el espectáculo. Pero antes que Mario pudiera acercarse a ella, rendirle honores y confesarle, al menos con la mirada, que ella era la dama de sus sueños, la mujer del Rey irrumpió en la estancia, sorprendentemente con rasgos parecidos a los de la madre del trovador.

- ... ¡Tú vas a dormir caliente, esta noche!... - gritó la cortesana, con los ojos inyectados en sangre.

Difícil, conciliar el sueño, tras la rendición de cuentas en su casa: si bien había logrado esquivar los dos cogotazos de su hermana, no lo había conseguido con los precisos cachetazos de su madre. Tenía un ojo morado por culpa del Pochoncho, la rodilla hinchada y sobre todo, el culo al rojo vivo. En definitiva, estaba viendo las estrellas, las que giraban a su alrededor y aquellas que vislumbraba a través de la ventana. 

Una silueta inconfundible, a lo lejos, le insufló ánimos: Draco, su fiel corcel, montaba guardia, ataviado con el gualdrapas verde, o lo que quedaba de él, tras las rejas de la puerta de la urbanización. Nunca hubo caballo tan fuerte, ágil y fiel, se dijo a sí mismo mientras se acostaba. Recordó, complacido, los rasgos de su dama, Aleta, dibujados en sus cabellos dorados y aquellos ojos azules, dulces, pintados, relucientes. Los barrotes de aquella celda, los muros de la fortaleza en la que se encontraba prisionero, no serían obstáculo para reencontrarse con ella. Mañana, la aventura debe continuar, se dijo a sí mismo, justo antes de verse vencido por el sueño. 

2 comentarios:

  1. Bonito y emotivo sueño. Soñar es abrir puertas a la vida. Un abrazo Jesús. Isidoro

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