miércoles, 27 de julio de 2022

El funeral


En el funeral, tan semejante a cualquier otro, aquella familia no se esforzaba en disimular cuestiones que todo el pueblo comentaba, desde hacía bastantes años. Las dos hermanas no se hablaban con sus dos hermanos, por motivos indefinidos, si bien, como no podía ser de otra manera, las cuestiones económicas habían sido, probablemente, en esas vivencias que transcurrida más de una década se volvían difusas, el origen de todos los malestares. Estos se habían transformado, progresivamente, en ese odio que se multiplicaba exponencialmente, en pueblos abrasados por el sol en verano, castigados por el canto constante de las cigarras y las permanentes miradas de soslayo que se dirigían entre sí sus habitantes.

Los dos hermanos se habían alejado, completamente, de los padres y apenas se comunicaban con el resto de la familia: las hermanas y sus cónyuges habían pasado a ser personas extrañas y todos aquellos sobrinos y sobrinas, seres desconocidos, según habían pasado inexorablemente los años. Los murmullos, cuando apareció Paco en la iglesia, el mayor de los hermanos, inevitablemente se intensificaron. Resultaba insólito que alguien que en más de una década no había realizado una sola visita a sus progenitores, ni una simple llamada telefónica, estuviera allí, despidiendo a su padre, apenas un año después que su madre falleciera de alzhéimer en una residencia que jamás visitó. Sus hermanas lo ignoraron por completo, sentadas en la primera fila de la iglesia junto al resto de la familia, mientras que Paco se relegaba a sí mismo situándose en los bancos del fondo. El resto de personas, vecinos del pueblo, apenas cruzaban con él un circunstancial y forzado apretón de manos.

Paco contaba los minutos, tras la llegada del féretro al cementerio, los que restaban para que el nicho se sellara y pudiera escapar de aquella situación, dejando atrás semejante humillación pública y descarnada. Se preguntaba por qué estaba allí: a esas alturas no albergaba el más mínimo sentimiento hacia el que había sido su padre, pero en un pueblo como el suyo, la asistencia a un funeral era un dogma, estaba obligado a respetar una tradición intocable, aunque su hermano no lo hubiera hecho, alegando una grave enfermedad. No había logrado sustraerse de aquella imposición social y en el fondo era consciente, por otra parte, que él tenía que seguir viviendo en el pueblo, que su ausencia habría sido catalogada por sus vecinos, directamente y ya sin matices de ningún tipo, como la de monstruo indescriptible, desprovisto del más mínimo tejido de humanidad. Estaba allí, simplemente, para guardar la única apariencia que aún le quedaba: decir adiós a su olvidado padre, si bien ya lo había hecho hacía más de diez años, en aquel día aciago en el que, tras una violenta discusión, cerró tras de sí la puerta del hogar de su infancia, decidido a no volver jamás a pisarlo.

Transcurrieron los años y aprendió, junto a su mujer, a ignorar sus remordimientos, siempre intensos, que al principio corroyeron permanentemente su conciencia, hasta que destruyó, uno a uno, sus sentimientos, enterrando los recuerdos, convirtiéndose en una estatua de sal cuyas facciones, si bien él nunca fue consciente de ello, reflejaban, arruga a arruga, el más atroz de los sufrimientos. Miles de veces se planteó una reconciliación con sus padres, hubiera bastado un simple abrazo, pero el orgullo propio se transformaba enseguida en esa cultura del odio que se había apoderado completamente de él. Así, aquellas debilidades, que le empujaron a estar a escasos metros de la casa paterna en muchas ocasiones, hubieran bastado cuatro pasos para entrar en ella para volver a estar junto a sus padres, que siempre esperaron, inútilmente, su regreso y el de su hermano, se convertían, en el último momento, en un miedo irrefrenable a sí mismo. Siempre que estaba a punto de entrar en aquella casa, anhelando encontrar fuerzas para dejar su falsa dignidad a un lado, simplemente se daba la vuelta y deshacía sus pisadas, sintiendo en cada uno de ellas la pesada losada que él mismo se había impuesto arrastrar.

Antes de abandonar el cementerio, evitando a las personas y sobre todo a su propia familia, escuchó una voz de mujer a sus espaldas: “… esto deberías haberlo hecho cuando estaba vivo, no ahora, cuando está muerto...”. No se volvió, limitándose a desaparecer con prisas, sabía que cualquier vecino del pueblo podía haber pronunciado aquella frase, que no obstante de su pétrea y fingida indiferencia, sentía que penetraba dentro de él como un cuchillo.

Se desvió deliberadamente por el sendero que circundaba el cementerio, poco transitado a aquellas horas, y tras alejarse, se refugió del calor asfixiante bajo la sombra de uno de aquellos olivos que caracterizaban todo el paisaje. Encendió un cigarro, intentando recobrar un mínimo de autoestima, sintiendo que su conciencia había tocado fondo y dejó que su mirada se perdiera entre tonalidades verdes. Ya no podría volver a resoplar, dispuesto a cambiar de vida, volver a las raíces y sobre todo, volver a vivir, no había vuelta atrás. Demasiado mayor para irse del pueblo, arrastrando consigo a su mujer y una hija que en todo ese tiempo intentaron justificar lo injustificable. Excesivamente arrogante como para pedir perdón a sus hermanas y demasiado terco para reconocer que se había equivocado, completamente, con ellas y sobre todo con sus padres. Acabó encaminando los pasos hacia el refugio de sí mismo en que se había convertido su casa, después de dirigir una última mirada al cementerio y estremecerse, al imaginar su propio entierro.

 

2 comentarios:

  1. Una mirada interior a los muros que levanta el tiempo y el orgullo

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    1. Esa es, con frecuencia, nuestra naturaleza, que se hace aún más evidente en contextos como los de ese pueblo, tan parecido a tantos otros, en los que los recelos se convierten en odio y los problemas familiares se sustentan en trivialidades que, no obstante, alcanzan ecos de absoluta tragedia. El error mayúsculo es construir una vida sustentada en el rencor. Un abrazo.

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