martes, 4 de enero de 2022

Los árboles susurran cuentos


El hombre descansa en su sofá, refugiado en su chándal, el batín y dos mantas, sintiendo los escalofríos que recorren su cuerpo y la mucosidad que le asfixia continuamente. Dichoso virus, piensa, a modo de maldición a un enemigo intangible, oculto en ese vacío solo interrumpido por la televisión. Mientras tanto, sus fugas mentales alivian, mínimamente, su estado: se ve a sí mismo respirando de nuevo sin dificultades, por la orilla del mediterráneo, por un frondoso bosque. Disfruta, imaginando que recobra el vigor de siempre en su cuerpo, en sus piernas, cuyos pies pisan fuerte en la arena o el sendero que quizás le conduzca a ese prado verdoso desde el que podrá dejar que su vista se pierda en un horizonte de nubes. Quizás esté despierto, quizás no, pero su imaginación o los sueños, quizás ambos, parecen proporcionar consuelo a los estragos que los gérmenes, bacilos o microbios hace días le están provocando desde hace días. 

Al abrir los ojos, el fuego de la chimenea le produce instantáneamente un alivio que no mitiga la necesidad imperiosa de limpiar su nariz, completamente obstruida. Se pregunta a sí mismo, mientras saca un pañuelo y se suena los dichosos mocos, si podría ser un alivio respirar eucalipto, hervido en una olla y con la nariz pegada a la misma, recubierto con una toalla. Ha recordado, de repente, a su padre, haciendo lo mismo a modo de ritual, periódicamente, todos los inviernos. Pero no, no tiene hojas de eucalipto, si bien está seguro que podría conseguirlas online: dejemos que el paracetamol haga su trabajo, se dice a sí mismo, con cierto desconsuelo, mientras el enésimo golpe de tos lo deja sordo por momentos. 

En esta tesitura, sigue leyendo y viendo películas, en un duermevela continuo. Entre otras lecturas,  disfruta muchísimo con los cinco tomos de Pepe, de Carlos Giménez, pero también con un libro que no había encontrado su momento hasta ahora, La poeta y el asesino, de Simon Worral, que le transporta, tras su lectura, junto a  Emily Dickinson. El grueso libro de Visor, de 2013, le sumerge en el universo de la inmortal poeta, en todos esas rimas, reflejo de una intensa vida interior. Se la imagina, recluida en su casa, en aquella habitación propia, disfrutando, no obstante, de ese espacio que ella siempre consideró, a pesar de las circunstancias, como de verdadera libertad, ese pequeño universo, entre cuatro paredes en el que podía ser ella misma y escribir poemas maravillosos como Ensueño o el poema 815. Si Emily hubiera almacenado toda su sensibilidad en botellas, concluye, se podría regar el mundo con ellas. Florecería la empatía, la amabilidad, la solidaridad, la comprensión mutua, otra sociedad, sin duda otro mundo, muy distante del actual, en el que la confusión es solo una más entre las tristes señas de identidad que caracteriza este siglo XXI.

Atiza el fuego, para que frío, al menos, esté desterrado de su salón, de su maltrecho cuerpo. Vuelve a imaginar la playa, el bosque, mientras sueña con las nubes. Y de nuevo, el sueño se apodera de su consciencia: se ve a sí mismo, tumbado en ese prado que susurra la historia del mundo, mientras los árboles cercanos pugnan entre sí por llamar su atención, prometiéndole historias ancianas que todos los mortales deberían escuchar al menos una vez. Tras dudar, se acerca a uno de ellos y escucha atentamente, dejándose llevar por la magia de esos cuentos que nunca se extinguirán mientras sigamos creyendo en ellos. 

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