viernes, 24 de diciembre de 2021

White Christmas

El árbol de navidad destella impaciente, los olores que emanan de la cocina portan tiernas promesas para el paladar, la presumida mesa del salón exhibe la reluciente vajilla de los grandes momentos. Y mientras tanto, toda la familia desliza sus voces por cada estancia, en ese maravilloso ceremonial de confusión que precede a una de las grandes noches del año que se extingue. Mis pensamientos, mientras tanto, vagan, como siempre me ocurre por estas fechas, buscando esas grietas del pasado por las que introducirse. Todas las navidades me regalo a mí mismo algún objeto relacionado con la infancia, un año fue un fuerte del oeste de madera, este año ha sido la colección completa, en un asombroso estado de conservación,  de un famoso personaje enmascarado del comic español. Cuando llegó el voluminoso paquete a mi casa, me sentí defraudado conmigo mismo, al no sentir las emociones que en otros tiempos, que parecen lejanos, habrían despertado intensas dentro de mí, solo con soñar con tener todos aquellos ejemplares, entre mis manos.

Hay emociones, sin embargo, que son perpetuas, concentrada en esa cena familiar que caracteriza esta noche universal. Alrededor de ella, se concentran los sentimientos, los sueños, los deseos que emanan de cada uno de los días de nuestras vidas y que en una noche como la de hoy, se reconcilian. Quieren recordándonos que vivir consiste en abrir nuestra sensibilidad a todos los momentos, siempre únicos, irrepetibles, que se nos presentan a la vuelta de la esquina y que cobran significado si nuestra mirada es cristalina, desprovista de prejuicios. Justo la mirada que tenemos en la infancia y que los años, como nos recordaba Corneille, insisten en arrebatar. Es muy conveniente recordar que, si bien Chronos hace su trabajo, nosotros somos, definitivamente, los que moldeamos nuestras vidas, dueños de nuestras acciones, reyes de nosotros mismos. Somos los únicos responsables, en el fondo, de nuestras propias decisiones. 

Hace escasos días, el teléfono me devolvió una voz que yo nunca había olvidado, a pesar de los años transcurridos: un amigo de la infancia, de los primeros años de mi vida, había logrado localizarme. Dentro de unos días, tendremos un reencuentro junto a otros niños que caracterizaron aquellos tiempos en los que la calle era aquel espacio infinito, desbordante de aventuras, donde todo era posible. A través del WhatsApp, ya hemos cruzado incontables fotografías y si bien se evidencia que, de nuevo, el dios del tiempo no ha cesado en su actividad, las miradas de esos amigos entrañables conservan el brillo de aquella infancia luminosa que estos días estamos rememorando virtualmente. La huella de la infancia nos acompaña toda nuestra vida, como nos recordaba Graham Greene. No hemos hablado de nuestras vidas, quizás porque es más importante ese pasado, que compartimos con todos nuestros sentidos puestos en aquellas tardes en las que corríamos como una exhalación buscando constantemente aventuras, que cualquier elemento del presente. Ardo en deseos de que llegue el día del encuentro y podamos reavivar tantos y tantos recuerdos, por más que inevitablemente, tenga curiosidad por saber qué decisiones han tomado todos ellos, durante estas décadas, a partir del momento que nuestras existencias se separaron: en mi caso, al mudarse mi familia a otro barrio: nuevos amigos, nuevas experiencias, el comienzo de otra vida.

En apenas una hora, la comida estará servida y parte de la familia estaremos compartiendo esas maravillosas viandas que deben estar presentes en una mesa la noche del 24 de diciembre. Brindaremos por todos nosotros y compartiremos sensaciones que no son necesarias hacer explícitas: basta con mirarse a los ojos. Felices fiestas a todos/as. 

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