lunes, 17 de enero de 2022

Millas que recorrer


Ayer soñé que volvía al Monte Perdido. Me asombré al sentir en mis piernas el vigor de antaño, caminando decidido, apenas sin esfuerzo, hacia el refugio de Goritz, en donde mi abultada mochila, al fin, tocaría el suelo. En mi sueño, el macizo calcáreo parecía guiarme hacia su glaciar, en el que volvería a bañarme desnudo, dispuesto a sentir las sensaciones más gélidas en cada poro de mi piel. Me envidié a mí mismo: por estar allí, en Odessa, pero sobre todo por una juventud, ya lejana, en la que Saturno aún me mimaba. 

Al despertar, miré con fruición las fotografías: el protagonismo recaía en cada una de ellas en el paisaje, en aquella naturaleza majestuosa que debería acompañarnos periódicamente para así, sintiéndonos pequeños a su lado, evitar las absurdas tentaciones de querer ser más grandes de lo que realmente somos. Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir, escribió Balzac. El problema de este siglo XXI es que parece que una inmensa mayoría ciudadana practica dicha exhibición con auténtica afición, ajena a cualquier pudor. Y si la vanidad recorre el mundo, cabría preguntarse donde reubicar en esta desproporcionada jungla de egos, dado que quedarían inevitablemente desplazados, esos valores que nos hace humanos: la empatía, la solidaridad, la honestidad, la gratitud, el amor, la responsabilidad, el respeto... Difícil panorama, sin que se perciban oasis, salvo los literarios, en los que, afortunadamente, con frecuencia, las utopías, cuanto menos, nos devuelven ese crisol en los que podemos ver reflejados todos esos valores que generan la sensibilidad, la emoción  desbordante de autores con sus párrafos. Como el que acabo de leer, de Robert Frost: El bosque es hermoso, oscuro y profundo. Pero tengo promesas que cumplir, y millas que recorrer antes de dormir. 

Carece de sentido contar las millas recorridas, pero sí es imprescindible vivir intensamente cada una de ellas, sin que nos ceguemos a nosotros mismos por resplandores ficticios que nos aparten de nuestro verdadero camino. En ese bosque profundo, siempre con paciencia, hallaremos  tesoros que nos harán inmensamente felices, pero no simplemente por poseerlos, sino por el simple hecho de haberlos encontrado. Así de elemental se presenta la dicha de nuestros días, a condición de cuidar, con mimo, de nuestra memoria sentimental: nuestro peor enemigo, es bien sabido, es el olvido de nosotros mismos. 

Me emociono, pensando que quizás, con suerte, esta noche sueñe con el bosque de Irati, donde me perdí un verano, hasta lograr reencontrar el camino que me devolvió, extenuado, al intenso bienestar de una frágil tienda de campaña y un saco de dormir. O de aquellas tardes intensas que, bocadillo de mortadela de aceitunas en mano, junto a mis amigos de la infancia (tres de ellos recientemente reencontrados gracias a las redes sociales), mirábamos desafiantes a los enemigos imaginarios que se enfrentaban contra nosotros. O más probablemente, mis sueños me devolverán sensaciones mucho más próximas, como el de esa playa mediterránea en la que perdía mi vista en la línea del horizonte, hace apenas unos días. Sea como fuere, recordemos las millas andadas y vibremos, a diario, con esa emoción que deberiamos sentir en la espina dorsal, con solo pensar en todas aquellas que aún nos queda por recorrer.  

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