Vistieron por primera vez, con orgullo desmedido, sus armaduras de caballero, al ser nombrados por Arturo en una ceremonia con la que todos habían soñado, desde su infancia en Camelot. Jóvenes que habían nacido en una familia aristocrática, con una completa formación, dinero para armas, caballos y escuderos, además de profesar, con absoluta devoción, las reglas de la caballería. … Pero hoy, bajo el cielo estrellado, nada queda, salvo el polvo del camino y la sangre del enemigo infame, mezclada vilmente con la nuestra. Nadie hablará de nosotros, cuando nuestros cuerpos se corrompan, pisoteados mil veces por los cascos de los caballos… Pensaba, somnoliento, Sir Danadan, uno de los jinetes de Camelot más alabados, tanto por su pericia con los caballos, como por su maestría con la espada. Noble de alta cuna, siempre había hecho del valor y el coraje que emanaban del concepto del honor, que constituía la piedra fundamental del código caballeresco. Era el compromiso más solemne en Camelot y en su juventud, había hecho gala de todos aquellos ideales. Marchando siempre en busca de misiones más arriesgadas y peligrosas, poniéndose al servicio de una dama u otro caballero de nivel superior. Llevando a cabo hazañas de armas siempre meritorias, ganándose el respeto de los demás caballeros, pero también por parte de los campesinos y las demás clases sociales, que ensalzaban su coraje, usado siempre al servicio de la justicia, nunca para su propia vanidad o engrandecimiento personal.
… Pero en mi cuerpo desgastado, cruzado por heridas mal curadas, apenas quedan vestigios de aquellos tiempos, que tan lejanos parecen, sustituidos por fragores de batallas interminables y ese olor nauseabundo que emana del fuego, cuando reduce a cenizas los restos de todos esos cuerpos despedazados… Sir Danadan sentía, dentro de sí, como una fuerza abrumadora, su propia debilidad, esculpida en lo que quedaba de su conciencia, tras años de guerras sin cuartel. El miedo más elemental guiaba su espada, para intentar, desesperadamente, sobrevivir cada día. Todos los ideales habían desaparecido: defender Camelot, incluso a su propia familia; todos sus esfuerzos para ennoblecer el espíritu y alcanzar la gloria a través de la justicia, habían sido reemplazados por una cobardía creciente ante la muerte. De esa caída, atravesado por lanzas y espadas del enemigo, la misma suerte que habían corrido todos los escuderos, que no podría seguir evitando mucho más tiempo, mermadas sus fuerzas, incrédulo ante las normas y el juramento de honor, el compromiso más solemne del caballero… Me he convertido en un mero asesino. Uno más, entre tantos caballeros, que combaten, cada día, del modo más vil y cruel con otros asesinos, aún más sangrientos que nosotros.
Cuando la noche se cerró, se alejó con sigilo del grupo, desembarazándose de la desgastada armadura de cota de malla, de la capa con capucha, de la sobrevesta, hechas jirones, con los colores de su familia y el escudo de armas. Junto a todo ello, depositó la lanza y la gran espada que le habían acompañado gran parte de su vida. Retiró la montura a su caballo y emprendió la huida, a todo galope, con rumbo a ninguna parte, despojado de toda su identidad, dejando atrás todos sus recuerdos y dispuesto a abrazar otra vida, como un simple campesino o siervo, incluso como un esclavo. Había tomado la decisión de seguir viviendo, a toda costa, lejos de la guerra y de Camelot, por más miserable que pudiera ser su próxima e incierta vida. Anhelaba el más elemental de los deseos: seguir existiendo, con un simple techo sobre su cabeza y una cama donde la muerte vendría a visitarle, algún día y a la que se entregaría en paz, en silencio, con una profunda tranquilidad, sin más compañía que la de sí mismo. Con suerte, aprendería a vivir del producto de la tierra, propia o ajena, lejos del mundo que había conocido, pero también de sí mismo. Si un río acompañaba sus días futuros, podría nadar en él, pescar truchas, asarlas en la orilla, escuchar cada día su sonido, sentir constantemente la naturaleza prístina.
Una certera flecha atravesó, repentinamente, su cuerpo. Cayó del caballo, sin conciencia de dolor, quedando tendido en el suelo, contemplando el amanecer, deleitándose con los rayos de sol, colándose entre las nubes. Se imaginó, antes de expirar, un riachuelo de montaña, descendiendo precipitado por las laderas, saltando en cascada, remansado en el lago, acogiendo aves y anfibios, convirtiéndose en un río y que seguía su descenso, más calmado, hacia el mar.
Exquisito relato, jamás aprenderemos a vivir en armonía con nosotros mismos
ResponderEliminarGracias!!! Por encima de la épica, el honor, la gloria, estamos nosotros. A lo largo de nuestras vidas, debemos plantearnos como vivir o volver a vivir.
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