martes, 24 de diciembre de 2024

24/12/2024, 18:30 horas


Como todos los años, la paz del hogar y la familia me inundan de sensaciones, mientras la cocina se convierte en el alma de una noche tan especial como la de hoy, donde la cena es mucho más que una comida exquisita. Los prolegómenos, lejos de ser innecesarios, se han sucedido en días previos: las compras, sin límite de continuidad, en esos supermercados abarrotados de género y de personas; la música, que en estos momentos corre a cargo, en mi televisor, de Andrea Bocelli; las bandejas abundantes de delicias navideñas, primorosamente decoradas, que han invadido el salón; el árbol, tan característico, con sus luces, sus adornos, coronado por estrellas. Es el atrezo para una gran noche en la que lo realmente importante son todas y cada una de las personas que componen la familia. 

En estos momentos, alrededor de las 18,30 horas, tengo alrededor de seis años. Refugiado en mi casa, rodeado de juguetes de la época, disfruto intensamente con ellos, hasta la hora de la cena. Juego con los Madelman, intento que las piezas del Exin Castillos tomen forma, al igual que las del Tente. Me siento en el suelo, pugnando con mi mando a distancia para que el coche que da vueltas por el Scalextric no salga disparado del circuito. Proyecto en alguna pared algún corto de Disney, dando vueltas a la manivela de mi Cinexin.  Me miro al espejo, divertido con mi disfraz, barba incluida, de las Mil caras del agente secreto, mientras me pienso dos veces si es oportuno hacer estallar un petardo. Organizo un gran asalto al fuerte, con sudistas, confederados, pistoleros, caballos y diligencias, defendiéndose de los indios, gracias a todo el abundante material de Comansi, a los que he añadido numerosas piezas de Montaplex... Entre juego y juego, leo algún tebeo de la época: de la editorial Bruguera, Valenciana, Novaro, Vértice, Laida..., mientras me atiborro de turrón blando (mi preferido), de peladillas, de algún rosco de vino, de un mantecado de dos pisos envuelto en papel de seda. Con suerte, si mi madre lo permite, esta noche podré probar unas gotas de anís dulce.

Disfruto, inmensamente, de esa infancia en la que fui inmensamente feliz y a la que regreso en Navidad, sintiendo en todos mis poros una gran emoción: la familia me arropa, convierte estas fechas en días mágicos en los que todas las ilusiones son posibles, disparando aún más mi inabarcable imaginación, ese lugar mítico, que afortunadamente sigo recorriendo a diario. Los tres Reyes Magos, con suerte, serán piadosos con todas mis trastadas diarias, como correspondía a un niño de las décadas de los 60 y 70 y me traerán todos esos regalos que tanto anhelo. Aquellos que he descrito en una carta, con dibujos de estrellas en las que me he esmerado en darles color, con los lápices Alpino de mi estuche escolar de doble piso, que he depositado previamente en un buzón. La mañana que sucederá a la noche de Reyes se caracterizará por calles llenas, abarrotadas de niños y niñas, luciendo todos esos juguetes que hemos encontrado al pie del árbol de Navidad, en los armarios (que tantas veces habíamos abierto, en días previos, sin resultado), a los pies de la cama. Coches teledirigidos, bicicletas y triciclos, disfraces de sheriff, David Crockett, Daniel Boone, el cabo Rusty... Correremos como una exhalación, de una casa de un amigo a otra, dispuestos a jugar con todos esos numerosos juguetes, que sus majestades han tenido a bien de dejarnos en nuestras casas y solo regresaremos a la propia cuando las voces de nuestras madres inunden las calles y las plazas, llamándonos para el almuerzo.

No voy a alejarme, al menos por esta noche, del gran escenario de mi niñez. Lo retendré dentro de mí, como el más apreciado tesoro, mientras disfruto de la cena de Nochebuena con mi familia, que se adivina opípara, expresión que se utilizaba constantemente en los almanaques de Bruguera de la época. Escribo estas últimas líneas, mientras que en mi selección de YouTube suena una majestuosa y exquisita versión de Adeste fideles. La vida es una gran colección de momentos inolvidables y hoy, esta noche, se van a suceder muchos de ellos. Feliz Navidad a todos/as. 

 


lunes, 25 de noviembre de 2024

Alma libre


Alfonso se despertó muy temprano, como cada día, entregándose de inmediato al ritual del desayuno, de la ducha, hasta finalizar vistiéndose con su mono de operario de limpieza de la localidad, que lavaba cada dos días.  Antes de salir, fumó su único cigarrillo diario, con parsimonia, durante unos minutos, contemplando el amanecer desde la ventana de su casa, herencia de sus padres, que para él era un oasis, ese lugar donde refugiarse del mundo, frente a un ventanal desde el que se veía el mar. Allí, donde no dejaba de escribir a diario, mientras su imaginación corría libremente. 

Me deslizo por laderas doradas, me refresco en el oasis de mi memoria, me siento fuego que devora mis antiguos recuerdos, para que reinen los nuevos… pensó en voz alta, mientras que imaginaba la colada de un volcán en erupción. Era un alma libre, absolutamente ajeno al mundo, entregado a su propia  imaginación y a la plasmación de ese torrente de imágenes que desbordaban sus sentidos, a modo de poema libre, en una hoja en blanco, constantemente y a diario. Anotó la frase y salió a la calle, dispuesto a vivir parcialmente la cotidianeidad de un mundo que le era absolutamente ajeno, pero al que había logrado adaptarse muy parcialmente, contra todo pronóstico, si bien muy tardíamente.

Las horas que se transformaban en años, habían caído sobre las manecillas del reloj, esquivando a Alfonso, instalado en un cuerpo adulto, pero absolutamente ausente de la realidad cotidiana, para desesperación de sus padres, conscientes de que aquel hijo fantasioso y sensible parecía no ser de este mundo. Hasta finalizar la enseñanza básica, fue un chico normal, más allá de que estaba permanentemente abstraído, hasta que un día decidió ser, simplemente, él mismo y sus propias circunstancias, dispuesto a entregarse a sus ensoñaciones, a sus improvisados escritos, ajeno a cualquier responsabilidad, a la más mínima preocupación. Expuso a sus padres la cuestión con una amplia sonrisa y la más desbordante ingenuidad: … He decidido dedicarme a andar, a pasear y a escribir, solo a eso; no preocuparos, sé lo que hago, quiero ser yo mismo, nada más... 

Por las mañanas se perdía, mochila en la espalda, por las cimas y caminos de la sierra, dejándose llevar por los designios del viento, de la lluvia, de los maravillosos silencios en los que las palabras, al principio titubeantes y finalmente resueltas, acudían a él:
 
Entre riscos, cruzando los ríos, andando por los senderos pedregosos, persigo a las nubes que me mandan saludos. Aquí os espero, adormecido por la naturaleza, a la sombra de un árbol que me susurra secretos del mundo…   Alfonso anotaba en su libreta de mano aquel pensamiento, sintiéndose inmensamente feliz si reflejaba, al menos en parte, el mundo en que vivía, desbordante de cascadas de colores, en el que los sentidos, los estímulos, los pensamientos, las sensaciones, se mezclaban y sucedían sin límite de continuidad. Aquellas libretas crecían en número, mientras Alfonso vertía en ellas aquellos versos, libres de reglas gramaticales y de género literario, como el mismo azar que desliza la lluvia por los surcos de la tierra, pensaba.  Simplemente, el bolígrafo se deslizaba por la hoja, siguiendo los dictados, nunca planificados, del desbordante mundo interior de aquel soñador impenitente, eterno amante de la poesía, de la naturaleza. Único habitante de un mundo onírico para el que se había dejado crecer unas alas inmensas que le permitían volar por él, asomarse a sus infinitos rincones, explorar sus detalles, hasta caer rendido en el regazo de todos y cada uno de aquellos matices que surgían: en la hoja de un árbol, en el sonido del viento, en el riachuelo pintado por el rojo del atardecer...  

… Justo detrás de la montaña cuya cima logro coronar, otra de mayor altura me invita a seguir andando. Dicen que existen tres dimensiones, pero cuando cierro los ojos y escucho las gotas de lluvia recorrer las hojas de un árbol, no tengo dudas: hay muchas más, a las que me asomo por las rendijas de mis sentidos. Viajo junto a los pájaros y comparto con las raíces de las plantas mi propia esencia, esperando a la lluvia para crecer junto a ellas… Recorro el mundo sintiendo su respiración y con frecuencia, la confundo con la mía…

Al llegar a su casa, generalmente a la caída de la tarde, se sentaba con sus padres en el salón y les leía todas aquellas sensaciones, tanto las que había escrito, como todas aquellas que improvisaba, mezclando vivencias del día y de otros anteriores. Sus progenitores prestaban absoluta atención ante aquel torrente de poesía, emocionados, sin interrumpir a Alfonso, que tras la ducha, se encerraba en su habitación, trasladaba sus anotaciones a una de sus abundantes libretas y se ponía a leer hasta la hora de la cena. Evidentemente, estaban muy preocupados por su hijo, por su singular presente, pero sobre todo por su incierto futuro. Al mismo tiempo, se sentían impotentes para influir en él, tras intentarlo tantas veces, con la mayor de las delicadezas y siempre con el mismo resultado: Alfonso se limitaba a sonreír, expresaba a sus padres el gran amor que les profesaba y les aseguraba que no tenían de qué preocuparse. Él era inmensamente feliz con aquella vida que había elegido. 

Transcurrido el tiempo, los años, el fallecimiento del padre de Alfonso marcó un antes y después en la vida del Peter Pan en el que se había convertido. Antonio, el concejal, amigo desde la infancia, movió los hilos adecuados para lograr que Alfonso, con 30 años, después de una vida en la que había estado absolutamente ajeno al mundo, siempre dependiente de sus padres económicamente, contara con algún trabajo fijo y sobre todo un medio de vida. … Algún trabajo que solo le ocupara una parte del día y con el que apenas tuviera contacto con las personas, quizás asíSu padre se ha ido, cuando yo lo haga, ¿qué va a ser de él?… Es mi único hijo… Así convenció la madre de Alfonso a Antonio y para sorpresa de todos, la propuesta fue del agrado del eterno poeta. Todo consistía en madrugar, limpiar y volver a casa, a tiempo para emprender su excursión diaria.  

Se esmeraba con sus tareas, todas aquellas operaciones de limpieza del sector de la localidad que tenía asignado, a esas horas tempranas, donde apenas había nadie por las calles. A su manera, se convirtió en un esmerado profesional y desde el primer momento fue consciente de que no solo había que limpiar las calles, sino también dar una buena imagen a los escasos transeúntes, a los que siempre saludaba, interesándose por ellos, por su salud, por su familia. Aprendió a utilizar con eficacia sus herramientas cotidianas: una escoba grande, el carrito, recogedor, espuerta, tablillas, azada, llaves de papeleras y bolsas varias. La calle, las personas, las aceras, sus utensilios de trabajo, aparecieron frente a él como una nueva dimensión que aderezó su inspiración literaria:

El asfalto es una prisión, por la que vagamos, buscando abrir la puerta de nuestra celda. Cuando logramos salir de ella, quedamos cegados por la luz de un sol desperezándose entre las nubes. Parpadeo, hasta que mis pasos se despojan de la timidez y entonces, abandono mi llave, a un lado del camino, junto a otras muchas llaves. Defraudado, me siento en un borde del camino: por un momento, pensé que sería la única...   

Y de nuevo, el tiempo siguió transcurriendo para Alfonso, en el que su madre invirtió esfuerzos y psicología en enseñarle cuestiones imprescindibles. Desde el valor del dinero, aspecto fundamental para alguien que apenas conocía ni su valor ni uso, hasta conseguir que se acercara a la cocina y pudiera prepararse platos sencillos, pasando por la lavadora y la plancha. En esta tarea titánica, consiguió arrastrar a su hijo, que cedió a regañadientes, hasta los supermercados e instruirle en las compras de productos básicos, así como a usar una tarjeta de crédito, elementos cotidianos a las que siempre había permanecido ajeno. Aquella entregada mujer no tardó en fallecer, tras hacer prometer a todos los familiares que cuidarían de él, cuanto menos con la comida. Lo último que le dijo a su hijo, antes de expirar, en una cama del hospital, sorprendió a Alfonso: … Hijo, sigue siendo feliz, sé siempre tú mismo y sobre todo, no dejes de escribir. Siempre te he comprendido y nunca te lo he dicho, pero he leído todo, absolutamente todo lo que has escrito, los centenares o miles de libretas que has completado. Son textos maravillosos… 

Alfonso siempre se había sentido feliz en su soledad, plenamente identificado con el sonido de la naturaleza, que observaba a diario, fundiéndose con ella, intercambiando sensaciones en cascada, a las que se unían pensamientos que tomaban forma en sus libretas. Tal como le había comunicado a sus padres, realmente era inmensamente dichoso, recorriendo cada día los parajes naturales que abundaban cerca de la localidad, andando por ellos sin ningún rumbo prefijado, deteniéndose constantemente, ante tantos estímulos: … Llega el viento, que mece las flores, las hojas, a los árboles. Si cierro los ojos, me desplazo con las nubes y si los vuelvo a abrir, el sol me deslumbra, abriéndose paso entre las ramas. Me tumbo en el suelo y escucho los sonidos de la tierra. Los susurros que llegan me hablan del tiempo, de la lluvia, de la vida que siempre se abre paso. Arrullado por el murmullo de la tímida brisa, las caricias del sol y la fresca, penetrante fragancia de las flores, celebro que estoy vivo, dejándome caer en una profunda y soñolienta retrospección... 

Sin embargo, la muerte de su madre le causó un gran desasosiego, una sensación inédita para un poeta que vivía en una abstracción permanente. Alguien como él, concebía la vida como un milagroso proceso de regeneración. Era consciente que la mujer que le había traído al mundo y le había cuidado día a día, no regresaría y que todas aquellas sensaciones que había concebido como eternas, de calidez, de protección, de seguridad, que siempre le había transmitido su madre, se habían ido con ella y para siempre. Pero no le cabía duda que ella renacería, de algún modo, de alguna forma, ligada a ese ciclo eterno de metamorfosis de la existencia, que siempre había percibido, observando día tras día, atentamente, la naturaleza. Había intentado describir estas sensaciones, pero eran tan inmensas que las meras palabras siempre eran insuficientes para dar forma a un universo, el de la vida, que no podía imaginar ni visualizar,  solo sentir dentro de sí,  mientras las percepciones se abrían paso por todos sus sentidos, iluminando, impregnando de emoción todos los rincones de su cuerpo, de su mente.   

Así, la melancolía fue difuminándose, según pasaron los días y la rutina diaria de Alfonso se sucedía, pero al mismo tiempo comenzó a crecer en su interior, primero como un ínfimo susurro dentro de sí y más tarde como una ola que se abría paso por cada uno de sus poros, un deseo de cambio, de renovación que no acertaba a definir. Sus excursiones comenzaron a ser cada vez más extensas, mientras su vista se perdía a través de las montañas, de las nubes. Un deseo creciente de seguir andando, sin detenerse, comenzó a crecer, desde un día, que se topó inesperadamente con un gran árbol caído, mostrando sus raíces. De repente, las respuestas acudieron: los lazos que mantenía con la vida convencional, habían desaparecido por completo. Nada le retenía en su casa, en su localidad, a su trabajo. Sus propias raíces, si acaso habían existido alguna vez, habían sido arrancadas, por completo. Y a diferencia del árbol, él estaba en pie...      

... No hay límites para el infinito, no hay barreras para el que quiera deslizarse por las inmensas franjas verdes de nuestro planeta. Solo obstáculos, que nuestros pasos firmes deben sortear para seguir recorriendo nuestro camino, que no tiene final, ni ha tenido principio, pues estas travesías estaban ahí, antes de nuestro nacimiento, inmortales frente al tiempo, escribió aquella noche. Al día siguiente, sacó todo su dinero del banco e invirtió gran parte del mismo en preparar concienzudamente todo el equipo que necesitaba: desde botas y ropas adaptadas a cada estación, pasando por tienda de campaña, saco de dormir, esterillas, arnés, cuerda, mosquetón... Todo debía caber en su gran mochila, que sería su única y gran compañera de viaje, el que anhelaba comenzar. 

Era consciente que no podía desaparecer, sin más. Habló con sus tíos y tías, a los que apenas conocía y se despidió de Antonio, el concejal. A todos ellos les explicó sus planes: ponerse a andar, sin más rumbo fijo que seguir siempre hacia delante, sin mirar atrás. La comida la iría adquiriendo según la necesitara, desviándose hasta localidades cercanas. Todos le preguntaban cuánto tiempo estaría fuera, cuándo regresaría, pero Alfonso era incapaz de responder, ni él lo mismo lo sabía. En su interior, sabía que nunca lo haría, pero no reveló este pensamiento, para no alarmar a nadie. 

Así, al día siguiente, coincidiendo con el amanecer, Alfonso comenzó a andar, sin volver la vista, tal como se había propuesto. Se sentía plenamente feliz, con una intensidad emocional que nunca había experimentado con tanta plenitud. Su cuerpo era una máquina perfecta, tallado y moldeado día a día, que combinaba músculos definidos y una forma física excelente, él era un atleta en su absoluta plenitud. Ese primer día, cuando ya estaba inmerso en la sierra, llovió ligeramente y se detuvo a contemplar un intenso arcoíris. Sacó una libreta de bolsillo y escribió: 

... La luz no se acaba, jamás se extinguirá, pues siempre fue mía. Ocurre hoy, como ocurrió ayer, como siempre ha ocurrido. Miro dentro de mí, con esperanza, sin atisbo alguno de melancolía. La luz de mi corazón, me ilumina. Conmigo vivirá eternamente, soy hoy y seré siempre: no en el recuerdo, sino en mi presente, en el día continuo del sueño de mi vida y en el futuro... Hoy soy un hombre, mañana seré viento...  

sábado, 28 de septiembre de 2024

La ropa del domingo


En mi infancia, nuestras madres tenían a buen recaudo, en el armario, la ropa del domingo, exclusiva para ese día, que nos esperaba pacientemente durante toda la semana, aguardando su momento para el lucimiento del clan familiar, más allá del inevitable olor a alcanfor. El grupo completo, padres e hijos, paseábamos por el parque, visitábamos a los parientes, coincidíamos con amigos y conocidos, exhibiendo aquella vestimenta inmaculada, siguiendo a rajatabla una norma social extendida, derivada del ámbito religioso (el Domingo de Ramos, el que no estrena es que no tiene manos), una señal de reverencia hacia Dios, en el Día del Señor; norma rápidamente extendida en todas las clases sociales y vigente durante décadas, a la que se fueron añadiendo inevitables elementos de simple vanidad, al fin y al cabo el vestido siempre ha sido la envoltura social del cuerpo, derivando hacia funciones como la ostentación, la distinción de clase, la pertenencia al ámbito social, evitando cualquier exclusión. 

Había que demostrar, dicho día de domingo, la honorabilidad de la familia, por más que yo odiara aquella ropa, como la inmensa mayoría de los niños de aquellas décadas: me sentía aprisionado en ella,  como un maniquí, incapaz de moverme con libertad e impedido para salir a la calle y jugar. En nuestro inconsciente, grabado a fuego por nuestras madres, velábamos, para que esa ropa de los domingos volviera a ocupar su lugar privilegiado del armario al llegar a casa, tan inmaculadamente como salió de él por la mañana. Conservo fotografías de mi infancia, embutido en un mini traje, perfectamente uniformado con chaqueta, corbata y pantalón corto, con ceño fruncido, posiblemente añorando mis pistolas, sombrero y estrella de sheriff, elementos imprescindibles de la infancia de aquellos años, un disfraz al servicio de un atrezo imaginario, surgido de aquellos fuertes del oeste de Comansi, cuando aún estaban hechos de madera.

En una de esas mañanas de domingo, vestido de tal guisa, tuve la inmensa fortuna de coincidir en una visita familiar, con un primo de mi misma edad. Salimos corriendo a la calle, dejando atrás la proclama de mi madre de que evitara ensuciarme, cuestión vital que olvidé por completo en cuanto nos unimos a un grupo de niños del barrio: en escasos minutos habíamos repartido los roles a desempeñar en un escenario tipo western y corríamos como una exhalación entre calles y espacios ajardinados, entre onomatopeyas varias, desplegando una auténtica oda  a estos creativos y sucintos recursos lingüísticos al servicio del disparo imaginado de una pistola, de un fusil, de un cañón, incluso de una explosión. Había que vencer a todas aquellas tribus indias y a los sudistas, para poder llegar sanos y salvos a Fort Bravo (un nombre como otro cualquiera). En consecuencia, además de disparar a mansalva, había que recurrir a la lucha cuerpo a cuerpo y al camuflaje, arrastrándonos sigilosamente tras los setos de los jardines; el barrizal contribuía a la emoción de la aventura, el cine bélico irrumpía de repente en el lejano oeste, en nuestra aventura.

Huelga decir el estado en que quedó mi ropa de domingo, tras tantas hazañas y escaramuzas del general Custer, que era el papel que yo había representado en nuestro juego colectivo. Cuando regresamos a la casa de mis tíos, mi primo sorteó con habilidad la suela del zapato de su madre, mientras yo recibía, con inútil estoicismo, un formidable cogotazo paterno, que no era nada en comparación con la lluvia de reproches, a grito pelado, de mi madre, ante el lamentable estado que presentaba mi otrora impoluta vestimenta. Afortunadamente, la ropa limpia que me prestó mi primo y sobre todo el olor a paella recién hecha, consiguió calmar los nervios de aquellos adultos irascibles, superponiéndose a ellos el sentido común de mi abuela: … todo a la lavadora, él incluido…

 La ropa más singular que he llevado en mi vida, sin duda fue aquel traje azul de primera comunión, de almirante, en un ceremonial colectivo que no comprendí en absoluto. Cierto, había una catequesis que se desarrollaba durante al menos dos años previos a la Primera Comunión, en la que intentaban inculcarnos las verdades fundamentales de la fe católica, junto con las oraciones básicas y el significado de los sacramentos, incluido el de la Confesión. Una preparación espiritual a la que no presté la más mínima atención ni un solo día, mi imaginación me desplazaba a otros ámbitos, otros territorios de la infancia, siempre abundantes de tiernas promesas y emociones, que me esperaban al finalizar aquellas sesiones, en ese gran territorio colectivo de juego que era la calle. Cuando me vi de rodillas, frente al confesionario, apenas intuyendo la silueta del cura del barrio, oculto tras la celosía, no tenía la menor idea de cómo actuar en aquel ceremonial, que intuía muy trascendente. Obviamente, sabía que tenía que dar cuenta de mis supuestos pecados, de los actos que habían transgredido, con plena conciencia por mi parte, los preceptos religiosos, pero yo no tenía la más mínima sospecha de haber vulnerado uno solo de ellos, fueran los que fuesen. De tanto desempeñar los roles de héroe, había interiorizado los grandes valores que lo caracterizaban, en las películas, libros y tebeos, estos últimos leídos vorazmente a diario. Los villanos, caían bajo la hoja de mi espada o abatidos por un colt 45, liberando de la opresión al pueblo, a la princesa, a los soldados encerrados en las mazmorras. ¿Qué pecados tenía que confesar un héroe, por más que no levantara apenas unos pocos palmos del suelo? Me limité a estar en silencio, hasta que el cura interrumpió:

- Puedes hablar hijo, te escucho… - la voz de Don Francisco, el cura del barrio era inconfundible.

- … Confieso que a veces no cuido, como debería, la ropa del domingo… - fue lo único que se me ocurrió confesar, para salir de aquella extraña situación, por más que no me constaba a ningún paladín, de mis abundantes lecturas de aventuras, preocuparse en ningún momento por su ropa. Un eterno silencio se impuso de nuevo, hasta que Don Francisco, con tono defraudado,  me instó a retirarme y a rezar un Ave María, que sustituí por un Padre Nuestro, la única oración que había logrado aprenderme. Mis planes para con mi traje de comunión, fácilmente convertible en el uniforme de un soldado de la Unión, se fueron al traste enseguida. Aquel traje no volví a verlo hasta que pasados los años, lo lució mi hermano pequeño, ligeramente modificado.  

Poco queda en la actualidad de estos usos y costumbres: se impuso la influencia del streetwear (moda urbana) y de reinado generalizado de la estética athleisure (con aire deportivo) hasta llegar la moda cotidiana a pie de calle, lo casual; a día de hoy casi nadie se plantea vestir de un modo especial, ni el domingo, ni cualquier día de la semana, en su ámbito cotidiano, salvo roles establecidos, que no son pocos, definidos entre otros elementos, por la ropa, que ya no se recicla en el ámbito familiar, como antes, entre hermanos. Entre todos estos cambios sociales, aún permanece, en mi caso, como consecuencia de la insistencia de mi madre y quizás de aquel pecado que confesé, cierto esmero, en mayor o menor medida, con el uso diario de mi ropa. Como digo, con frecuencia, en mi ámbito profesional: estamos hechos del material con el que se forjó nuestra infancia.



sábado, 31 de agosto de 2024

Reencuentros


Desde que ayer volvimos, felizmente, a reencontrarnos los cuatro amigos, hemos mantenido diversos encuentros que nunca dejan de ser reencuentros: es como si el tiempo no hubiera pasado, pero, por otra parte, siempre se desarrollan como momentos intensos y dichosos, donde las vidas, abundantes a esta altura en años, quisieran fluir para expresar todos los huecos vitales que desean ser contados. Anhelamos saber, unos de los otros: del momento presente, del pasado, hasta llegar a nuestras infancias, donde siempre, inevitablemente, nos detenemos. Ese lugar añorado que unió nuestras existencias intensamente, en aquel barrio malagueño, Las Flores, a día de hoy tristemente venido a menos.

Recordamos, en todas las cenas que hemos celebrado, los juguetes de la época, los tan añorados como necesarios tebeos que pasaban por nuestras manos, rellenando tantas horas de ocio, que se fundían en nuestra imaginación, moldeando sin que fuéramos conscientes, nuestra personalidad. La fantasía nos desbordaba y esas horas diarias de juegos en la calle, en aquellos tiempos el inmenso espacio socializador y a su vez el gran escenario, sin límites, para la aventura, posibilitaba adoptar el rol que nos fascinaba en aquellos momentos, derivado de la película de la tarde, de la lectura de un libro, de un tebeo... Así, vivíamos intensamente horas de aventuras sin fin. Éramos, por supuesto, Robin Hood, Ivanhoe, los tres mosqueteros, soldados de la Unión a caballo, pero también éramos Mowgli, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, Jim Hawkins, el general Custer, el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, el Hombre Enmascarado, los Vengadores, los 4 Fantásticos, Batman y Superman...  

Volvíamos a nuestras casas, generalmente al grito, desde las ventanas, de nuestras madres, siempre con magulladuras varias, en las rodillas, en los codos, pero inmensamente felices. Imposible no volver, cuando estamos los cuatro amigos juntos, a ese universo en el que reteníamos el tiempo en nuestras manos, mientras corríamos de una calle a otra. Esa maravillosa conjunción de momentos, moldeó nuestras infancias, convirtiéndonos después en hombres sensibles y soñadores constantes, con un sentimiento de amistad recíproca que desborda los sentimientos, convirtiendo nuestros encuentros periódicos en instantes siempre fecundos, donde reinterpretamos recuerdos, vivencias y el mismo curso penetrante de la vida. Alrededor de una mesa, de una buena cena, en la que nos sentimos de nuevo tan unidos como siempre lo hemos estado, porque hayamos estado o no en contacto, siempre nos hemos recordado; aunque los años transcurridos comiencen a ser muchos, porque en ellos nuestros rostros nunca se han diluido. 

La vida es ese abanico incontable de emociones que marcan los momentos que siempre permanecen en nuestra conciencia, justo allí donde nuestra memoria sentimental los acoge y los mima, manteniéndolos vivos e intensos. Ellos nos han marcado el camino de baldosas amarillas que hemos seguido para construir nuestras vidas, en la que hemos buscado la felicidad de los días, de los momentos, con el mismo material con el que se forjan los sueños, que no es otro que la emotividad que ha guiado siempre nuestros pasos, desde que penetró, para quedarse, en nuestra infancia. Somos así de afortunados, los cuatro amigos, que hemos crecido sostenidos en las fibras sensibles de esa personalidad que comenzamos a construir en aquella década de los 60, tan lejana en el tiempo, tan arraigada en nuestro interior y que no ha dejado de guiarnos para tomar decisiones, durante todos estos años, desde la delicadeza de nuestros actos, desde la responsabilidad sensitiva, desde la apacible serenidad que nos ha hecho tomar esos caminos vitales con los que hemos escrito, día a día, nuestras vidas. Porque hemos sido, siempre, los niños que tuvimos la suerte de ser, en esa infancia plena y dichosa que vivimos juntos.

Mientras escribo, la brisa estival me acaricia y anticipa el final del verano. Las estaciones se sucederán, mientras el río de la vida seguirá su propio curso, pero siempre guiado por el timón que hemos elegido para construir, con ilusión y paciencia, todos los días de nuestras vidas, que sin duda, se seguirán cruzando en Málaga, en esos felices momentos compartidos con los que tanto disfrutamos. Tras cualquiera de ellos, como el de ayer, inevitablemente cierro los ojos y me desplazo, de nuevo, al barrio de nuestras infancias, sin parar de correr, con mi imaginación bullendo en la frescura del atardecer, mientras os busco, Fernando, José Antonio y Enrique, por las calles donde dejamos nuestras pisadas en aquellos años inolvidables. La aventura y el juego nos esperan a los cuatro amigos. Con suerte, el cine de verano con programa doble. Y desde luego, el bocadillo de mortadela de aceitunas. Qué suerte, que dicha, tener amigos como vosotros. Un abrazo, hasta el próximo reencuentro. 


martes, 20 de agosto de 2024

Luna llena de agosto


19 de agosto de 2024, 22 horas. 

El mar se quedó dormido
en un espejo de concha,
la luna vela su sueño
sobre las olas.

El mar se queda tranquilo
y al fin reposa,
la luna vela en el cielo
hasta la aurora.

 (Antonio Gómez Yebra) 


lunes, 19 de agosto de 2024

Momentos



Tiempo para mí mismo, inmerso en esos maravillosos momentos en los que nada ocurre, paralizadas las manecillas del reloj, retenido el futuro por un presente complaciente, impregnado de esa brisa veraniega que repta por los poros mojados, esquivando el sol de la tarde. No es necesario cerrar los ojos: todo lo que se anhela, está ahí, bailando a ritmo de ballet, justo delante de mis ojos, al alcance de todo aquel que sea capaz de emocionarse ante un rojo atardecer y los sonidos de un mar que apenas se despereza cada día, siempre complaciente, constantemente paciente. Al sumergirme en él, vuelvo a la infancia, cada vez más lejana y en consecuencia, permanentemente soñada. Qué fácil es la vida cuando se vive sin pensar en ella.

Leo a; Lovecraft, Thomas Mann, Horace McCoy, Hugo Pratt, Harold Foster. Pero también a Heinrich Böll, Borges, Homero, Baudelaire, Samuel Beckett, entre otros, atendiendo a simples impulsos, basta una referencia, un artículo en un periódico, un título en el lomo de un libro; con frecuencia, un fugaz recuerdo y una asociación de ideas. Espíritu iconoclasta, por encima de cualquier canon, pero también voracidad literaria, que no cesa. En el fondo, simple placer. Abstraerse con cualquier lectura frente al mar, cómodamente sentado en una silla, con una botella de agua fría a buen recaudo, es sinónimo de levitar, junto a los derviches giróvagos y los monjes tibetanos. A los primeros los vi en Estambul, admirando el éxtasis religioso de sus ceremonias, girando sin cesar en un viaje místico. A los segundos, los admiré en su hábitat, como distinguidos hombres que trascendían su propia naturaleza, que rebosaban conocimiento y armonía. Alguien me explicó que siempre estaban meditando y con frecuencia, dejaban atrás su forma corpórea y así, de forma no visible, se paseaban por los cielos.  Quién sabe, recuerdo sensaciones parecidas, siempre oníricas, en clases intensas de yoga, antes de su globalización en los gimnasios. A las 19,00 horas puedes elegir entre una clase de zumba, de spinning o de yoga. 

Todas las películas actuales me defraudan, en mayor o menor medida. La crítica cinematográfica ha perdido o bien su objetividad o bien el conocimiento fundado de la historia del cine para situarse con juicio fundado frente a la pantalla. Posiblemente ambas cosas. Así que recurro, como siempre, a los clásicos: Howard Hawks, John Ford, Cassavetes, Renoir, Truffaut, Rossellini, Pasolini, Antonioni y tantos otros. Las emociones hablan por sí mismas, al contemplar la escena final de Luces en la ciudad, de Chaplin. Las puertas que se cierran constantemente para John Wayne en Centauros del desierto, el amour fou que sufre Belmondo, obsesionado con esa Sirena del Mississippi. Los monólogos del coronel Kurtz, encarnado por Marlon Brando. El anciano que agoniza en Vivir, de Kurosawa. El rostro impenetrable del recientemente fallecido Alain Delon en El silencio de un hombre. No puede haber arte cinematográfico si sus imágenes no desbordan sentimientos, sensaciones, emociones. Esa materia con la que se han forjado los sueños de la humanidad. Así lo entendieron nuestros ancestros: la cueva de Chauvet-Pont-d'Arc, en el sureste de Francia, contiene algunas de las pinturas rupestres figurativas mejor conservadas del mundo, una obra de arte fastuosa. La sensibilidad, ligada a la especie humana desde sus orígenes, que insistimos en solapar a una violencia cada vez más socializada. Ayer, en la playa, un hombre con acento argentino, gritaba con todos sus pulmones al teléfono, ajeno al resto de personas que contemplaban ensimismadas el lirismo de la caída de la tarde. Triste cotidianeidad. 

Centenares de fotografías y docenas de vídeos son testigo de nuestro último viaje. Viajar es vivir, pero no vale cualquier viaje, ni cualquier lugar. Reencontrarse con la naturaleza desmedida en Islandia, es una experiencia que hay que vivir para concebir su significado, justo al lado de una cascada con un salto de 44 metros; sobre la superficie de un iceberg; sintiendo el latir de la tierra mientras se contemplan los géiseres, lanzando chorros de agua a 20 metros de altura. En esta dimensión, nos sentimos peregrinos del planeta tierra. Ya tuvimos estas sensaciones en Noruega. Esperamos en breve recuperarlas, visitando Groenlandia. Deberíamos tener en nuestras casas un gran mapamundi, para recordarnos a diario que el mundo, su naturaleza y sus personas, nos esperan. Y que valen infinitamente más que cualquier posesión material. La edad no es un obstáculo, nuestro cuerpo siempre puede dar de sí, si somos persistentes a diario, con rutinas de ejercicio físico. Como cantaba Rosa León, versionando una maravillosa canción de la inmortal Violeta Parra, vivamos los momentos, entregándonos a ellos y conservemos permanentemente la juventud: Lo que puede el sentimiento, No lo ha podido el saber, Ni el más claro proceder, Ni el más ancho pensamiento, Todo lo cambia el momento… Sentimientos y sensibilidad, que abren, de par en par, las puertas de la vida. Nos vemos esta tarde, al lado del mediterráneo, contemplando la luna llena de agosto.  

domingo, 21 de julio de 2024

El inmortal (I)


El códice que compré a aquel anticuario, tras no pocos regateos y discusiones, me había provocado una sensación de desasosiego creciente, según deshacía el camino hasta mi casa, en aquella tarde melancólica y lluviosa. Sentía malestar por la gran cantidad de dinero desembolsado, el absurdo regateo, pero sobre todo me reprochaba a mí mismo el irrefrenable arrebato, como tantas veces anteriores, de adquirir, a toda costa, aquel libro, en cuanto mi vista se posó en él. Manías adquiridas de un bibliófilo coleccionista, obsesivo con ejemplares tan antiguos. Ése al menos, era mi diagnóstico inicial y mi estado de ánimo cambió en cuanto trasladé mis pensamientos al libro, que transportaba bajo mi brazo derecho, sintiendo mi espina dorsal recorrida por todas esas sensaciones de anhelo que mi insistente predilección por las ediciones originales, sobre todo los códices, me proporcionaban, cada vez que tenía la rara oportunidad de adquirir uno de ellos.  

Agotado por el peso y sin lograr dar con un taxi libre, me decidí por el metro; el viaje me pareció interminable, con vagones repletos de rostros cansados, somnolientos, hasta que al fin llegué a mi hogar, sintiéndome inmediatamente aliviado del cansancio, refugiado del mundo y de la noche. Me instalé en el sillón cercano a la chimenea, con una taza de té hirviente, sustituyendo los últimos resquicios de mi mal humor por la expectación del alquimista a punto de diseccionar el continente de alguna voz del pasado, que esperaba fuera muy remota en el tiempo. 

Desplegué sobre la mesa el libro, de grandes dimensiones, incluso algo mayor que las usuales de los códices medievales, tal era mi intuición sobre su datación. La encuadernación era de tipo Copta, destinada a preservar todos los pergaminos escritos, recortados en piezas rectangulares que, a su vez, se habían doblado por la mitad formando todos aquellos bifolios que se unían entre sí como cuadernos y que constituían el armazón de mi códice, cosidos con nudo cadeneta y protegidos por unas tablas de madera que formaban las tapas. La portada había sido delicadamente tallada en bajo relieve: “Memoriam immortalis”. 

Ardía en deseos de leer el libro, pero antes, si bien el estado de conservación era adecuado, debía eliminar cualquier atisbo de polvo o suciedad: procedí a una limpieza en seco del cuerpo del libro y de la cubierta. Me preocupaba el estado de los cordones e hilos que unían entre sí a los diferentes cuadernos y la tapas, muy deteriorados, así como el lomo, que al estar al descubierto, mostraba un tono sustancialmente más amarillento que las páginas. 

Sopesé las dos opciones posibles, reemplazar el cosido o simplemente, desmontar el libro, procediendo a comprobar el estado de cada uno de los cuadernillos, siendo esta última por la que me decidí, al fin y al cabo tiempo habría de volver a la encuadernación original, con nuevos hilos. Conté hasta veinte cuadernos, sin desgarros aparentes en sus hojas, pero necesitados de una limpieza, dado el  polvo adherido en los bordes de las páginas. Tras un par de horas de tratamiento con gamuzas adecuadas, más el tiempo que invertí en una cena frugal, todos aquellos pergaminos estaban listos para una primera lectura. 

El códex podía interpretarse, al menos en sus primeras páginas, como un dietario, cuyo autor, un monje, no revelaba su identidad, salvo que se refería a sí mismo como Immortus. Desesperaba por encontrar al menos una fecha, entre aquellas abundantes páginas, hasta que al fin leí la siguiente frase: Anno domini Millesimo sexcentesimo DLX. El misterioso autor había escrito en latín, la lengua litúrgica de la Iglesia católica, aquellas páginas en el año 560, en plena Alta Edad Media, entre los muros de la abadía benedictina de Montecasino, al sur de Roma, que describía de forma pormenorizada, justo el lugar donde San Benito de Nursia estableció su primer monasterio, origen de la orden. 

Así, el códex describía a los monjes en tareas de copiar y conservar manuscritos antiguos, asegurando la supervivencia de valiosos textos de la antigüedad y como centros de educación, brindando formación a las comunidades locales, además de detenerse en los pormenores de las rutinas estructuradas de los monjes del monasterio, dedicados a la oración, el trabajo y las actividades comunitarias. Immortus, junto al resto de la comunidad, se levantaba a diario muy temprano, para el primer servicio de oración, conocido como vigilias o maitines. A lo largo del día, todos participaban en diversas formas de oración, incluido el canto de salmos y la reflexión meditativa. 

La vida de un monje benedictino estaba centrada en la búsqueda de Dios a través de la oración y el trabajo: Ora et labora. En consecuencia, Immortus describía la vocación monástica como de absoluto recogimiento, pues el objetivo vital era la contemplación de Dios y de las realidades celestiales, sin que por ello se desvincularan de la Tierra, si bien me causó perplejidad la lectura de este párrafo: ... es misión del monje interceder ante Dios por las necesidades de la Iglesia y de todos los hombres y atraer las bendiciones divinas sobre ellosEn este cobijo que he elegido, donde transcurre mi nueva vida, me siento a salvo de los hombres, pero sobre todo de mí mismo, rodeado de candorosos monjes que sueñan con quimeras... 

Aquel sorprendente párrafo daba fin a lo que en realidad era una larga introducción. A continuación, Immortus describía, en primera persona, …yo estuve allí…, había escrito, un famoso episodio de la segunda guerra médica:  ... fue el último verano de mi vida en el 480 a. C. Tras el fin, en Atenas, del congreso de ciudades de estado griegas, donde treinta estados acordaron aliarse contra los persas, situándonos los atenienses y junto a nosotros, los espartanos, a la cabeza de la alianza, Temístocles me miró fijamente, mientras sus manos apretaban mis hombros: "... Euríbiades nunca estará a la altura de esta guerra, mi fiel Ioannis; irás junto a él y si llega el caso en que su cobardía se manifiesta, mátalo y ocupa su lugar. Los espartanos deben ver en nosotros la fuerza y la sangre que Jerjes se merece, nunca debilidades de un general que debió haber nacido mujer...".  

,,,Yo era el jefe de la mayor división de hoplitas de Grecia, pero sobre todo, era el mejor amigo de Temístocles, desde nuestra infancia. Asentí y ambos sonreímos, a pesar de que sabíamos que mi muerte, en el escenario que nos esperaba, estaba escrita con esa orden...  Así, los acontecimientos me llevaron, junto a los espartanos, comandados por Leónidas, entre ellos el fiero Diéneces, con el que empaticé enseguida, hasta el reino de Hades en el que se convirtió la batalla de las Termópilas..."  

A pesar de que la narración de Immortus era absorbente, me vi obligado a dejar de leer, estaba completamente desconcertado. Lo que en principio parecía un dietario de un monje benedictino del siglo VI, se había transformado, en el segundo cuaderno del códice, en un relato, muy pormenorizado, de famosos acontecimientos mitificados desde el siglo IV a. C., hasta nuestros días. Una absoluta rareza y un recurso literario asombroso en el contexto que había sido escrito, al situarse el propio Immortus como uno de los protagonistas del relato, bajo el nombre de un hoplita.  

Telefoneé a un amigo aún más bibliófilo que yo y especialista en literatura medieval: ... Muy extraño, todo lo que me estás contandoLos trabajos relacionados con la teología fueron el tipo de literatura dominante; es muy excepcional que el clero en los inicios de la Alta Edad Media se dedicara a la denominada literatura profana, que se basaba en traducir a las lenguas romances textos como hagiografías o crónicas históricas.  El romance, como sinónimo de relato, surgirísiglos después, como un género, al dejar de lado las fuentes clásicas e inspirarse en tradiciones orales…No concibo a un monje en el 560,  creando literatura como la que me describes…  Convendría, sin duda, verificar la antigüedad de ese códice, quizás sea una hábil falsificación… 

A estas alturas de mi vida, me había convertido en una suerte de experto paleógrafo. No me era necesario cotejar los textos de Immortus con otras obras, de fechas conocidas, para llegar a conclusiones basándome en la escritura, la puntuación, las abreviaturas… No había duda, todos estos elementos estaban presentes, fieles al siglo en el que se suponía, el códice había sido escrito. En las superficies de las páginas destinadas a la escritura, estaban presentes las pequeñas incisiones, realizadas con el extremo de una navaja, así como a las imágenes, los márgenes y el formato del texto en dos columnas. Me detuve en la contemplación de las miniaturas: los temas de carácter sacro habían sido sustituidos por magníficos dibujos, muy realistas, en aguadas sobre los pergaminos, ilustrando la ferocidad de la batalla de las Termópilas.

Seguí leyendo a Immortus. Narraba detenidamente aquellos hechos que el historiador Heródoto habría descrito posteriormente, pero despojados de cualquier matiz heroico: … éramos alrededor de siete mil hombres, surgidos de la alianza de diferentes polis griegas frente, al menos, doscientos mil soldados persas… Este paso era el más estrecho por el que los persas podían entrar en Grecia ya que estaban obligados a moverse cerca del mar para que la flota pudiese aprovisionarlos. Los persas no podían desplegar la inmensidad de su ejército y nuestro fin era hacerles frente hasta perecer. Todos los comandantes, entre los que se incluía Leónidas, daban órdenes a sus tropas, entre las que nos encontrábamos aquellos que estábamos adiestrados en el combate en formación cerrada, los feroces espartanos y la falange, constituida por los que formábamos el ejercito de los hoplitas, pesadamente armados, mientras que el resto de los griegos eran apenas artesanos y campesinos poseedores de una panoplia y reclutados en virtud de ello, aunque no forzosamente eran conocedores de los entresijos del combate. 

...Había muchos hombres, sí. Pero muy pocos soldados… Bien pronto, los ataques sucesivos de los persas tiñeron e inundaron de sangre la tierra, mientras que los cuerpos despedazados se iban amontonando en aquel escenario de destrucción y muerte. Nuestro sistema de combate, basado en la falange, una formación compacta de hoplitas equipados con un casco, armadura, una lanza y un escudo redondo llamado hoplón, permitía que cada soldado protegiera a su compañero con su escudo mientras todos, al unísono, avanzábamos o retrocedíamos ante el enemigo, infinito en número…

Recuerdo los gritos, el ruido metálico incesante, aquel olor nauseabundo y sobre todo el color rojo que nos cubría a todos. El miedo inicial y el terror  a la muerte, quedaron sustituidos por el más elemental instinto de supervivencia, convirtiéndonos en bestias sangrientas, privadas de la razón y ávidas por destruir y despedazar a todas aquellas hordas de persas. Atravesábamos con nuestras lanzas sus cuerpos, cortábamos con las espadas sus extremidades, nos replegábamos y volvíamos a empezar… Mis venas estallaban a cada orden que daba a mis hombres, para que, antes de perecer, mataran y siguieran matando, pues la suerte de todos estaba escriba. La mía llegó antes de la traición de Efialtes. 

...De repente, una de aquellas miles de flechas que los arqueros persas arrojaban constantemente contra nosotros, atravesó mi garganta. Fueron segundos eternos de dolor y agonía, desangrándome a borbotones, hasta que mis ojos se cerraron. Cuando resucité, con mi cuerpo incrustado en una montaña de cadáveres, entre los que me abrí paso, la batalla había terminado, los persas nos habían aniquilado. Los cuerpos caídos, devorados por las llamas, cubrían la tierra, hasta allá donde se perdía la vista… En aquel paisaje surgido del averno no quedaba rastro alguno de épica, de valor. Intente respirar profundamente y me tumbé para contemplar las estrellas. Doloroso es morir, pero aún lo es más el volver a vivir, por más que lo hayas hecho mil veces, hasta que tu cuerpo y tu mente, vuelven a ser tuyos…

Tuve que leer el último párrafo más de una vez, hasta estar plenamente convencido de que aquellas inverosímiles palabras no representaban ninguna metáfora. Sentía mi columna vertebral desbordada por la imaginación. La traducción literal del nombre de Immortus podía ser el no muerto, aquel que no muere, esto es, el inmortal. Desistí, al menos por el momento, de abrir el siguiente cuadernillo del Códice, temeroso ante su contenido, pero sobre todo de mis presentimientos. A pesar de la lluvia, o quizás gracias a ella, abrí de par en par un balcón y trasladé mis sentidos al aguacero invernal, en un intento de diluir toda aquella maraña de sensaciones que jugaban con mi mente.

Poco a poco, con la ayuda de una copa de brandy que tomé con parsimonia, la cascada de emociones fue menguando, hasta hacerlas soportables; al fin y al cabo, solo eran mis propias fantasías las que estaban desbordadas. Abrí el siguiente cuadernillo, conteniendo la respiración. Allí estaban las primeras palabras que temía encontrar, que deseaba leer: Ibi eranYo estuve allí.

El hundimiento del Imperio persa se decidió en la batalla de Gaugamela. Entre el inmenso ejército macedonio comandado por Alejandro Magno, yo formaba parte de la retaguarda de la falange, sosteniendo con ambas manos la larga pica denominada sarissa. Tenía una longitud de cinco a seis metros de media y llevaba en las extremidades puntas de bronce, preparada para plantarla en el suelo y poder soportar una carga de caballería. En esta mi nueva vida, al igual que las anteriores, yo seguía siendo el cada vez más experto y eficaz guerrero, con un cuerpo curtido en tantas guerras, tantas batallas. Nunca había podido elegir, no era un ciudadano griego dueño de sí mismo, y como simple extranjero, rozaba la esclavitud al intentar trabajar en cualquier oficio que no fuera la guerra. 

...Mi destino estaba ligado a ser soldado; yo era un experto estratega que manejaba con maestría cualquier arma y cuyo valor en el campo de batalla era conocido y alabado por los demás guerreros, por todos mis superiores,  incluso por los jóvenes aristócratas que sin ser guerreros, estaban estúpidamente orgullosos de formar parte de la caballería ligera y ser los primeros en morir. No se concebía el combate como una exhibición individual de heroísmo, en el que sólo los más jóvenes e idealistas creían, sino como estrategia colectiva en el que los demás me veían como un líder, a mi pesar. Como hombre, me repugnaba matar, pero el mundo entero estaba en guerra y como soldado, mi vida, al menos en parte, hasta que como en tantas veces anteriores me fuera arrebatada, me pertenecía y debía luchar por ella…

Mucho se hablaría posteriormente de esta batalla, que daría gran fama a Alejandro Magno por su brillante táctica militar, pero también por la habilidad del ejército macedonio, dispuesto en forma de rectángulo, de modo que podía enfrentarse a ataques provenientes desde cualquier lugar y que se desplegó como un solo hombre, en una formación en cuña, hacia la brecha abierta en la línea persa por el torpe avance de su propia caballería, que fue diezmada cuando emprendió la huida. Los hoplitas construimos un cerco de lanzas que rodeó a toda el ala izquierda de jinetes persas y a continuación, nuestras espadas cortas de hierro hicieron el resto, en un sangriento combate cuerpo a cuerpo. La tropa de élite de infantería que yo comandaba, pezhetairoi, logró abrirse paso hasta situarse a escasos metros de Darío, que tenía escrito el horror en su rostro: la derrota era aplastante y con ella, finalizaba su reinado, el propio imperio, pero también su vida. 

...Un impulso repentino me llevó a deshacerme de mi casco y la coraza, utilizando a continuación todo mi cuerpo para arrojar parte de una sarissa al aún Rey de los persas, que emprendía la huida. La lanza no encontró su objetivo, pero atravesó el cuerpo del conductor de un carro falcado, uno de los escoltas del Rey. Parmenión, el segundo al mando del ejército de Alejandro Magno, testigo de mi hazaña, celebró la misma alzando su espada y gritando mi nombre: ¡Doro!, que fue coreado por mis hoplitas. La victoria se aliaba con el éxtasis y la euforia, convirtiéndonos en dementes ebrios de poder, bañados en la sangre y vísceras del enemigo. A partir de entonces, me convertí en uno de los generales de Alejandro, célebre pero con una visibilidad que me suponía un grave riesgo: yo no envejecía y pasados los años, como tantas veces en tantas vidas, comenzarían los rumores, después las preguntas. Aquella privilegiada posición en el ejército no podía durar mucho tiempo.

Contribuí con mi espada a conformar el imperio más grande de la Antigüedad, forjando lo que luego sería el periodo helenístico, conquistando el mundo griego, Egipto, India y el imperio persa. Así se forjaba la historia de un mundo condenado a ser siempre conquistado, sobre todo tras la muerte de Alejandro. Los generales y sus hijos se repartieron su imperio, disputándose entre sí el poder y la hegemonía durante dos décadas y seis guerras; entre ellos estaba Crátero, al que yo servía. Navegamos con la flota cilicia hasta Grecia donde estalló la Batalla de Crannon. Había que obligar a los atenienses a batallar y derrotarlos, tras su rebelión contra la hegemonía macedonia. La táctica era muy básica: la caballería debía fulminar al ejército griego, constituido básicamente por mercenarios, secundada por una infantería que yo mismo dirigía.

Mi pasado ateniense había sido olvidado,  tanto por los macedonios como por mí mismo, un extranjero de ninguna parte. Nos hicimos con la victoria con suma facilidad  y Atenas fue obligada a rendirse incondicionalmente y a aceptar una guarnición macedonia, así como la sustitución de la democracia por una oligarquía. Fue mi gran oportunidad: me puse al mando de la guarnición, a las órdenes de Foción, un honesto estadista ateniense que acabaría suicidándose, víctima de múltiples conjuras en una Atenas que perdía su identidad, de estadistas mediocres sedientos de poder.  Antes que ello ocurriera, logré encontrar lo más parecido a un hogar en el que vivir. Recuperé, poco a poco, mi esencia de hombre, desplazando la del guerrero. Tener un techo sobre mí, dormir en una cama, disfrutar de una intimidad que me resultaba insólita, me proporcionó una dignidad de la que rara vez había disfrutado. 

...Gozar de la compañía de mujeres fue un bálsamo definitivo para mi espíritu. Cuando comencé a convivir con una de ellas, me sentí plenamente dichoso: mis deberes para con la guarnición eran limitados y mi vida transcurría con cierta placidez, al margen de las guerras y de los hombres, por más que era consciente de que la oligarquía ateniense era insostenible y que en cualquier momento acabaría estallando en una guerra interna, como así ocurrió tras la muerte del tirano Antípatro y tras sucederle el general Poliperconte, que precipitó los acontecimientos en Atenas, condenando a Foción a tomar la cicuta. Horas antes de suicidarse, me mandó llamar a su casa, en la que estaba prisionero.

- … De nada ha servido que la ciudadanía clame contra esta oligarquía en la que se refugian todos estos tiranos, ávidos de poder. Prefiero morir antes de sufrir más humillaciones, rodeado de guerras sinfín, en las que las víctimas siempre serán las mismas: soldados disciplinados como tú, que lucharán sin hacer preguntas y atenienses jóvenes obligados a tomar las armas… - me confesó aquella noche. Aquel hombre, uno de los pocos justos que había conocido, a lo largo de todas mis vidas, estaba a un paso de la muerte, despojado de cualquier esperanza.

- … Sois un hombre querido y respetado por el pueblo ateniense, señor. Podría ayudaros a escapar, todos los hombres de la guarnición lucharían a vuestro lado…

- Mi fiel Doro, es inútil. El imperio que forjó Alejandro se fragmenta, a base de conjuras y guerras, en varios reinos. Y Roma está surgiendo, convirtiéndose en la mayor potencia de Italia. Nada tengo que hacer en este escenario de muerte y destrucción que nunca tendrá fin. Te he mandado llamar para que seas tú quién huya. En breve, toda la guarnición será acusada de traición; vuestra mayor falta será la de dedicaros a preservar la paz en Atenas. Para los tiranos, el único guerrero concebible es aquel que se dedica a matar, bajo sus órdenes. Escapa hoy mismo rumbo a Italia, allí nadie te conoce. Sobre tu persona circulan, desde hace tiempo, rumores muy extraños que evitarían recordar que eres un héroe de guerra y el mejor soldado que he conocido…

Me despedí de Foción con gran pesar. Había llegado el momento de dejar atrás mi vida como Doro, el célebre soldado macedonio. Esos rumores sobre los que había sido advertido eran inevitables, transcurridos los años. El uso constante del casco, para ocultar mi rostro, mi escasa visibilidad en la vida pública, no habían podido evitar que las personas se asombraran ante un hecho evidente: todo el mundo envejecía a mí alrededor, salvo yo mismo. No sin aflicción, dejé atrás Atenas, mi casa, a mi mujer y cabalgué aquella noche, con ropa ligera y algunas armas, en dirección a Roma… 

Tras finalizar la lectura del cuadernillo, me sorprendió el amanecer y junto a él, el sueño. Dormí profundamente unas cuantas horas, en el sillón, soñando con el hombre que recorría, como testigo y protagonista, la triste historia del mundo, entre civilizaciones permanentemente alzadas en armas y que no cesaban en su exterminio mutuo. El rostro de Immortus permanecía siempre difuso en las imágenes oníricas, sustituido  por las miniaturas realistas dibujadas con pincel con tinta china, que ilustraban profusamente los cuadernillos del códice. El sonido de las espadas de acero, chocando entre sí, surgía de las ilustraciones, entre gritos y alaridos. 

El color rojo inundó mis pupilas y comencé a correr desesperadamente, saltando de una miniatura a otra, sin poder alcanzar a Immortus, que se deslizaba por las escasas rendijas que dejaban tras de sí todas aquellas conflagraciones sin límite de continuidad, alimentadas por conflictos de violencia atroz entre naciones o grupos sociales organizados políticamente que, respaldados por la fuerza de las armas, buscaban imponer o salvaguardar sus propios objetivos, en contraposición al del eterno enemigo. Así, el mundo se llenaba de cadáveres, mientras su propia memoria era escrita y reescrita a trompicones por espadas de hojas largas y puntiagudas, dagas, puñales, lanzas, arcos y flechas… ¡Esta no es mi guerra!, escuché a mis espaldas. Al volverme, la silueta majestuosa de Immortus coronaba un risco bajo el que centenares de guerreros se desmembraban mutuamente…

Al despertar, todas aquellas imágenes aún me perseguían. Para huir de ellas, decidí, previa ducha reconfortante, almorzar con Cosme, el presidente del Archivo Histórico Diocesano de la ciudad, tras contactar con él por teléfono, otro viejo amigo que había acabado sustituyendo la vida, tanto por la religión, como por los libros. Entré a la Catedral tras detenerme unos segundos en la contemplación de la fachada sur, con sus tres imponentes pórticos y tras desplazarme a la fachada occidental y admirar el triple pórtico ojival sobre el que se abría un gran rosetón con vidrieras. Sin duda, deseaba compartir un rato de conversación con Cosme, pero en el fondo, el encuentro era una excusa para que mis sentidos se deleitaran con la arquitectura de aquella gran Catedral gótica. Me senté en su interior y mi vista se perdió en aquella planta clásica de tres naves que se convertían en cinco a partir del transepto, con el objetivo de acoger en esa zona a los peregrinos del Camino. Sentí una mano en mi espalda.

-… El arte siempre estuvo al margen de la fe, pero sin la fe, la humanidad no habría disfrutado de esta maravillosa estructura que algunos denominan flotante, con los muros sustituidos por inmensos ventanales vidriados…Y te lo digo a ti, ateo confeso, que no obstante, rindes completa admiración a esta Catedral… - me susurró Cosme. Nos abrazamos y al poco tiempo, dábamos cuenta de un apetitoso cocido, propio de aquel crudo invierno que recorría las calles de la ciudad.

-… La inmortalidad, la vida eterna, conceptos filosóficos y religiosos. Para la filosofía, una utopía, como respuesta a la angustia y al miedo que produce en el ser humano la conciencia de que su existencia es finita. En tal sentido, las restantes especies, en su ignorancia, son más afortunadas. Para las religiones, es sinónimo de una nueva vida espiritual, plena y dichosa, tras la muerte… 

-… Pero solo para los creyentes El resto, me temo que debemos conformarnos con convertirnos, de nuevo, en polvo…  - Nos reímos los dos, abiertamente. Nos conocíamos desde pequeños y más allá de los rumbos dispares que habían tomado nuestras existencias, nos profesábamos una gran admiración mutua.- Tú eres teólogo y has estudiado a fondo la historia de las religiones, por lo tanto de los dioses. En la religión mesopotámica y griega, los dioses también hicieron físicamente inmortales a ciertos hombres y mujeres…

- … Y también estudié a los alquimistas que buscaban crear la piedra filosofal y las leyendas de diversas culturas como la Fuente de la Juventud, descrita por Heródoto o la original de China, de los Melocotones de la Inmortalidad, que inspiran los intentos periódicos de descubrir elixires de la vida… - contestó Cosme -. Sobre la inmortalidad física, si quieres saber mi opinión, un día hablé con un cabrero entrado en años. Y me dijo algo así como que llevaba observando la naturaleza desde la infancia y que todo lo que nace, está predestinado a morir… Un hombre mucho más que sabio que la mayoría, incluido nosotros…

Paseamos, tras el almuerzo, por el jardín histórico y parque público de la ciudad, dado que la lluvia había cesado, al menos momentáneamente. El sonido de las numerosas fuentes acompañaba nuestros pasos entre castaños de Indias, rosas, cipreses calvos, plátanos de sombra, lirios y un sinfín de especies más que componían una sinfonía de colores que acompañaba nuestros pasos. Llegamos al estanque, desierto de barcas y comenzamos a arrojar el pan que había sobrado de la comida, a las numerosas carpas, que se afanaban en devorarlo. Nada conté a Cosme sobre el códice, pero conscientemente o no, me había esforzado en hacer girar nuestras conversaciones en torno a la inmortalidad como concepto, que nos había llevado inevitablemente hasta la entelequia surgida del sueño colectivo de la humanidad, en la que yo estaba ubicado, hasta que los textos de Immortus surgieron ante mi vista.

Atardecía, cuando nos despedimos, con la promesa mutua de volver a vernos en breve. Solo me detuve, de regreso a mi casa, para adquirir una botella de brandy Cardenal Mendoza en un establecimiento cercano. Aquello que yo deseaba seguir haciendo, se reducía a imaginar, como vagabundeo y como error, con todos los sentidos que podía encontrarle a aquel verbo. Junto a tantos otros verbos y acciones. Estaba inmerso en días mentales, llenos de juegos barrocos de luces y sombras, de ambigüedades que transcurrían únicamente en mi cabeza. Cuando volví a sentarme en el sillón del salón, al calor del hogar, me vi caminando por una cresta de montaña estrecha y afilada,  sintiendo el vacío a ambos lados de los pies. Abrí el siguiente cuadernillo del códice...

 (continuará...)

sábado, 13 de julio de 2024

Lejos de Camelot


Junto al débil calor de la hoguera, los guerreros compartían una frugal comida, sin canciones, sin risas, sin aquellas fanfarronadas destinadas a justificar una vida cuyo único destino era perecer, bajo la afilada hacha de cualquiera de los miles de bárbaros que asolaban el reino. El cansancio acumulado de años de batallas y escaramuzas, las múltiples heridas y cicatrices, pero también el paso de los años, que había borrado la lozanía de todos aquellos rostros, se habían cobrado los últimos vestigios de heroicidad en esos espíritus que un día estuvieron impregnados de grandes anhelos de hazañas inmortales, de gestas gloriosas. En su lugar, las más tristes de las resignaciones imperaban en aquel silencio nocturno, que apenas durarían un rato de sueño, antes de dar paso al alba y la enésima lucha a muerte, en la que perecerían muchos de ellos, mientras otros aplazarían sus destinos hasta el día siguiente. 

Vistieron por primera vez, con orgullo desmedido, sus armaduras de caballero, al ser nombrados por Arturo en una ceremonia con la que todos habían soñado, desde su infancia en Camelot. Jóvenes que habían nacido en una familia aristocrática, con una completa formación,  dinero para armas, caballos y escuderos, además de profesar, con absoluta devoción, las reglas de la caballería. … Pero hoy, bajo el cielo estrellado, nada queda, salvo el polvo del camino y la sangre del enemigo infame, mezclada vilmente con la nuestra. Nadie hablará de nosotros, cuando nuestros cuerpos se corrompan, pisoteados mil veces por los cascos de los caballos… Pensaba, somnoliento, Sir Danadan, uno de los jinetes de Camelot más alabados, tanto por su pericia con los caballos, como por su maestría con la espada. Noble de alta cuna, siempre había hecho del valor y el coraje que emanaban del concepto del honor, que constituía la piedra fundamental del código caballeresco.  Era el compromiso más solemne en Camelot y en su juventud, había hecho gala de todos aquellos ideales. Marchando siempre en busca de misiones más arriesgadas y peligrosas, poniéndose al servicio de una dama u otro caballero de nivel superior. Llevando a cabo hazañas de armas siempre meritorias, ganándose el respeto de los demás caballeros, pero también por parte de los campesinos y las demás clases sociales, que ensalzaban su coraje, usado siempre al servicio de la justicia, nunca para su propia vanidad o engrandecimiento personal.

Pero en mi cuerpo desgastado, cruzado por heridas mal curadas, apenas quedan vestigios de aquellos tiempos, que tan lejanos parecen, sustituidos por fragores de batallas interminables y ese olor nauseabundo que emana del fuego, cuando reduce a cenizas los restos de todos esos cuerpos despedazados… Sir Danadan sentía, dentro de sí, como una fuerza abrumadora, su propia debilidad, esculpida en lo que quedaba de su conciencia, tras años de guerras sin cuartel. El miedo más elemental guiaba su espada, para intentar, desesperadamente, sobrevivir cada día.  Todos los ideales habían desaparecido: defender Camelot, incluso a su propia familia; todos sus esfuerzos para ennoblecer el espíritu y alcanzar la gloria a través de la justicia, habían sido reemplazados por una cobardía creciente ante la muerte. De esa caída, atravesado por lanzas y espadas del enemigo, la misma suerte que habían corrido todos los escuderos, que no podría seguir evitando mucho más tiempo, mermadas sus fuerzas, incrédulo ante las normas y el juramento de honor, el compromiso más solemne del caballero… Me he convertido en un mero asesino. Uno más, entre tantos caballeros, que combaten, cada día, del modo más vil y cruel con otros asesinos, aún más sangrientos que nosotros. 

Cuando la noche se cerró, se alejó con sigilo del grupo, desembarazándose de la desgastada armadura de cota de malla, de la capa con capucha, de la sobrevesta, hechas jirones, con los colores de su familia y el escudo de armas. Junto a todo ello, depositó la lanza y la gran espada que le habían acompañado gran parte de su vida. Retiró la montura a su caballo y emprendió la huida, a todo galope, con rumbo a ninguna parte, despojado de toda su identidad, dejando atrás todos sus recuerdos y dispuesto a abrazar otra vida, como un simple campesino o siervo, incluso como un esclavo. Había tomado la decisión de seguir viviendo, a toda costa, lejos de la guerra y de Camelot, por más miserable que pudiera ser su próxima e incierta vida. Anhelaba el más elemental de los deseos: seguir existiendo, con un simple techo sobre su cabeza y una cama donde la muerte vendría a visitarle, algún día y a la que se entregaría en paz, en silencio, con una profunda tranquilidad, sin más compañía que la de sí mismo. Con suerte, aprendería a vivir del producto de la tierra, propia o ajena, lejos del mundo que había conocido, pero también de sí mismo. Si un río acompañaba sus días futuros, podría nadar en él, pescar truchas, asarlas en la orilla, escuchar cada día su sonido, sentir constantemente la naturaleza prístina. 

Una certera flecha atravesó, repentinamente, su cuerpo. Cayó del caballo, sin conciencia de dolor, quedando tendido en el suelo, contemplando el amanecer, deleitándose con los rayos de sol, colándose entre las nubes. Se imaginó, antes de expirar, un riachuelo de montaña, descendiendo precipitado por las laderas, saltando en cascada, remansado en el lago, acogiendo aves y anfibios, convirtiéndose en un río y que seguía su descenso, más calmado, hacia el mar.         

jueves, 11 de julio de 2024

El deseo


Cerré los ojos y por fin, vi a la mujer desnuda emerger de las aguas, en un contraluz de una radiante mañana estival. No tuvimos que intercambiar palabras, bastaron las miradas. Cogidos de la mano, nuestros pasos, instintivos, se situaron en la orilla del mar, a merced de las olas, que no cesaban de saludarnos. La había encontrado, para instantes después, perderla irremediablemente. Me sonrió, acarició mi rostro y tras sumergirse, la perdí de vista. Lo único que pude hacer fue sentarme en la arena, imaginando como buceaba con rumbo, quizás, a Atlantis. Allá donde fuera, mis pasos nunca podrían seguirla; mis sentimientos no podían competir con la libertad que irradiaban intensamente sus ojos. 

Pasaron las horas, quizás los días. Yo seguía sin moverme de la orilla, sin dejar ni un momento de mirar la línea del horizonte, dejándome acariciar por la brisa marina, disfrutando de las estrellas y de aquellos amaneceres estivales que daban paso a las gaviotas, con su vuelo alto, siempre en círculo, persiguiendo a todas aquellas barcas y sus jábegas. Los pescadores me saludaban con la mano, cada mañana y uno de ellos, pasado el tiempo, me susurró las siguientes palabras: … Siempre el deseo, pero tienes que huir de tu propia memoria y solo entonces, los dioses del mar te concederán consuelo a tus anhelos…   Así, borré mis recuerdos, incluso mi conciencia y me convertí en prisionero del olvido, libre, por tanto, para soñar sin temor a ser despertado. 

Cerré de nuevo los ojos y la mujer apareció en alta mar, moviendo sus brazos, llamándome. Nadé hasta ella y su abrazo borró todas mis dudas. Enseguida nos hundimos bajo el agua y me sentí impulsado hacia las profundidades, insospechadas, inexploradas, de aquel universo azul, hasta que una ciudad colosal apareció ante nosotros. La sirena me había llevado hasta la isla de Atlas, en la que divisé varios templos rodeados de escalinatas entrelazados, coronados por un templo superior con columnas áureas. La música y el regocijo de los atlantes me confirmaron que yo me había convertido en uno de ellos. Así, me vestí con una túnica y cogido del brazo de mi amada, ascendimos al gran templo donde esperaban mi llegada. 

El sumo sacerdote se levantó del trono, solemne y exclamó: … Las cosas son de quien más las desea. De quién más las ama o necesita…  Tú que amas intensamente, incluso sobre ti mismo, te mereces ser aquel con el que Atlantis sueña y tú mismo siempre has soñado… recibe la corona, extranjero y con ella la felicidad, junto a tu amada…  Se sucedieron los clamores, de los miles de atlantes que celebraban mi llegada, así como las bellas melodías que recorrían las monumentales paredes. Besé a mi sirena y sentí como mi cuerpo se transformaba. Una de las canciones penetró en mis sentidos: … ¿Qué le puede dar Ítaca al que la ha buscado, como Ulises, durante tanto tiempo? Le ha dado el camino, lo vivido, hasta llegar a ella. Ese es el sentido y no el final… Así, me dispuse a reinar en el gran continente sumergido, pero sobre todo, para mí mismo. El deseo, pensé. Solo el deseo… Y entonces, abrí los ojos. 



En el tren

Refugiado en mi asiento, me abandono al inevitable duermevela de los viajes en tren, mecidos mis sentidos por la fuerte lluvia que emborrona...