sábado, 27 de noviembre de 2021

Sinfonía de la ciudad


Retazos de conversaciones se solapan, la mayoría surgidas de transeúntes parapetados tras sus smartphones, derivando su ámbito privado al público, sin pudor. Es el ruido matinal de cualquier ciudad, mezclado con otros muchos, a modo de obertura de esa sinfonía de la gran urbe, en crescendo, por todos conocida, a la que se añaden los sonidos de los motores de los vehículos, las pisadas, las carretillas, la campana de la iglesia, la confusión de voces altas y desentonadas, ese viaje sonoro que nos recuerda que las calles están vivas, rebosantes de ajetreo en todas esas rutinas diarias que caracterizan nuestras vidas. Contemplar y escuchar los sonidos de una ciudad requiere convertirse en figurante de ese gran escenario de la vida, que recorremos a diario.

Alguna que otra vez, me asaltan tentaciones recurrentes, que siempre dejo a un lado: sortear el destino al que se dirigen mis pasos y seguir andando, recorrer las calles, las plazas, dejar fluir el tiempo sin rumbo fijo, simplemente disfrutando de ese ruido tan musical, mezcla de ajetreo, de agitación y trajín de tantas personas que cruzan entre sí momentos de sus existencias, tan distintas entre sí, pero al mismo tiempo tan análogas: se trata de vivir, al fin y al cabo, en esta realidad que nos hemos inventado y que paradójicamente, nos gusta bien poco, dado que las sonrisas matinales que se perciben son muy escasas. La rutina nos aleja de nuestros sueños y un hombre que no se alimenta de sus sueños envejece pronto, sabia frase de Shakespeare. Envejecemos, en definitiva, soportando la pesada carga de costumbres, hábitos, e inercias que reiteramos, sin ser conscientes de ello, hasta la saciedad. Difícil que en esa abarrotada mochila encuentren un hueco todos esos sueños, ilusiones y proyectos que crecen en nuestro interior y que tendemos, en el peor de los casos, a olvidar, demasiado ocupados, a diario, en marcar disciplinadamente el paso marcial de la oca que la vida parece exigirnos, cada mañana.

Podría jurar que recuerdo nítidamente ese día que, frente al espejo, cuando aún quizás gateaba, tuve conciencia de mí mismo. O no, quizás sea una imagen recreada por mi fantasía. Pero sí que me veo a mí mismo, pre adolescente, en plena forma física, encima de una bicicleta, dueño del tiempo, dueño del mundo. En cada golpe de pedal, posiblemente camino de cualquier playa, desprendía emociones intensas, concentradas en cada uno de mis poros, gozando de esa sensación de inmortalidad ante un futuro que se me antojaba como eterno. Todo estaba por llegar y el presente, con todos sus tópicos, era luminoso: los estudios, los amigos, los primeros amores, el propio universo que parecía que podía sostener entre mis manos. Todos mis sentidos estaban al servicio de una sensibilidad intensa, llave de todas las puertas que se me abrían cada día, al despertar. Me sentía dueño exclusivo de mis acciones, de mi destino, sobre todo dueño de mí mismo para materializar mis sueños. Han pasado los años, las décadas y no estoy seguro de haber conseguido todos mis propósitos, que posiblemente nunca llegué a saber cuáles eran realmente, pero estoy seguro de que, en mayor o menor medida, el mundo interior y desbordante de emociones de aquel joven sigue dentro de mí, porque siempre camina a mi lado, recordándome, entre susurros, quién soy. Así podría jurarlo, aunque quizás, de nuevo, lo esté imaginando. 

Y de nuevo, estoy en la calle, escuchando la sinfonía de la vida que surge de todos los rincones de esta ciudad, que como cualquiera otra, anhela convertirse en una ópera bien nutrida de bajos, barítonos, tenores, contratenores, contraltos, mezzosoprano y sopranos. Podemos decidir o no cantar: si comenzamos a entonar, que nuestras voces sean reflejo de ese maravilloso universo sensitivo que todos atesoramos en nuestro interior, recuperando ese vendaval de sensaciones que anidan en nuestra memoria sentimental. Sintámonos, de nuevo, como poetas que escribimos nuestro primer verso.

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