sábado, 31 de agosto de 2024

Reencuentros


Desde que ayer volvimos, felizmente, a reencontrarnos los cuatro amigos, hemos mantenido diversos encuentros que nunca dejan de ser reencuentros: es como si el tiempo no hubiera pasado, pero, por otra parte, siempre se desarrollan como momentos intensos y dichosos, donde las vidas, abundantes a esta altura en años, quisieran fluir para expresar todos los huecos vitales que desean ser contados. Anhelamos saber, unos de los otros: del momento presente, del pasado, hasta llegar a nuestras infancias, donde siempre, inevitablemente, nos detenemos. Ese lugar añorado que unió nuestras existencias intensamente, en aquel barrio malagueño, Las Flores, a día de hoy tristemente venido a menos.

Recordamos, en todas las cenas que hemos celebrado, los juguetes de la época, los tan añorados como necesarios tebeos que pasaban por nuestras manos, rellenando tantas horas de ocio, que se fundían en nuestra imaginación, moldeando sin que fuéramos conscientes, nuestra personalidad. La fantasía nos desbordaba y esas horas diarias de juegos en la calle, en aquellos tiempos el inmenso espacio socializador y a su vez el gran escenario, sin límites, para la aventura, posibilitaba adoptar el rol que nos fascinaba en aquellos momentos, derivado de la película de la tarde, de la lectura de un libro, de un tebeo... Así, vivíamos intensamente horas de aventuras sin fin. Éramos, por supuesto, Robin Hood, Ivanhoe, los tres mosqueteros, soldados de la Unión a caballo, pero también éramos Mowgli, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, Jim Hawkins, el general Custer, el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, el Hombre Enmascarado, los Vengadores, los 4 Fantásticos, Batman y Superman...  

Volvíamos a nuestras casas, generalmente al grito, desde las ventanas, de nuestras madres, siempre con magulladuras varias, en las rodillas, en los codos, pero inmensamente felices. Imposible no volver, cuando estamos los cuatro amigos juntos, a ese universo en el que reteníamos el tiempo en nuestras manos, mientras corríamos de una calle a otra. Esa maravillosa conjunción de momentos, moldeó nuestras infancias, convirtiéndonos después en hombres sensibles y soñadores constantes, con un sentimiento de amistad recíproca que desborda los sentimientos, convirtiendo nuestros encuentros periódicos en instantes siempre fecundos, donde reinterpretamos recuerdos, vivencias y el mismo curso penetrante de la vida. Alrededor de una mesa, de una buena cena, en la que nos sentimos de nuevo tan unidos como siempre lo hemos estado, porque hayamos estado o no en contacto, siempre nos hemos recordado; aunque los años transcurridos comiencen a ser muchos, porque en ellos nuestros rostros nunca se han diluido. 

La vida es ese abanico incontable de emociones que marcan los momentos que siempre permanecen en nuestra conciencia, justo allí donde nuestra memoria sentimental los acoge y los mima, manteniéndolos vivos e intensos. Ellos nos han marcado el camino de baldosas amarillas que hemos seguido para construir nuestras vidas, en la que hemos buscado la felicidad de los días, de los momentos, con el mismo material con el que se forjan los sueños, que no es otro que la emotividad que ha guiado siempre nuestros pasos, desde que penetró, para quedarse, en nuestra infancia. Somos así de afortunados, los cuatro amigos, que hemos crecido sostenidos en las fibras sensibles de esa personalidad que comenzamos a construir en aquella década de los 60, tan lejana en el tiempo, tan arraigada en nuestro interior y que no ha dejado de guiarnos para tomar decisiones, durante todos estos años, desde la delicadeza de nuestros actos, desde la responsabilidad sensitiva, desde la apacible serenidad que nos ha hecho tomar esos caminos vitales con los que hemos escrito, día a día, nuestras vidas. Porque hemos sido, siempre, los niños que tuvimos la suerte de ser, en esa infancia plena y dichosa que vivimos juntos.

Mientras escribo, la brisa estival me acaricia y anticipa el final del verano. Las estaciones se sucederán, mientras el río de la vida seguirá su propio curso, pero siempre guiado por el timón que hemos elegido para construir, con ilusión y paciencia, todos los días de nuestras vidas, que sin duda, se seguirán cruzando en Málaga, en esos felices momentos compartidos con los que tanto disfrutamos. Tras cualquiera de ellos, como el de ayer, inevitablemente cierro los ojos y me desplazo, de nuevo, al barrio de nuestras infancias, sin parar de correr, con mi imaginación bullendo en la frescura del atardecer, mientras os busco, Fernando, José Antonio y Enrique, por las calles donde dejamos nuestras pisadas en aquellos años inolvidables. La aventura y el juego nos esperan a los cuatro amigos. Con suerte, el cine de verano con programa doble. Y desde luego, el bocadillo de mortadela de aceitunas. Qué suerte, que dicha, tener amigos como vosotros. Un abrazo, hasta el próximo reencuentro. 


martes, 20 de agosto de 2024

Luna llena de agosto


19 de agosto de 2024, 22 horas. 

El mar se quedó dormido
en un espejo de concha,
la luna vela su sueño
sobre las olas.

El mar se queda tranquilo
y al fin reposa,
la luna vela en el cielo
hasta la aurora.

 (Antonio Gómez Yebra) 


lunes, 19 de agosto de 2024

Momentos



Tiempo para mí mismo, inmerso en esos maravillosos momentos en los que nada ocurre, paralizadas las manecillas del reloj, retenido el futuro por un presente complaciente, impregnado de esa brisa veraniega que repta por los poros mojados, esquivando el sol de la tarde. No es necesario cerrar los ojos: todo lo que se anhela, está ahí, bailando a ritmo de ballet, justo delante de mis ojos, al alcance de todo aquel que sea capaz de emocionarse ante un rojo atardecer y los sonidos de un mar que apenas se despereza cada día, siempre complaciente, constantemente paciente. Al sumergirme en él, vuelvo a la infancia, cada vez más lejana y en consecuencia, permanentemente soñada. Qué fácil es la vida cuando se vive sin pensar en ella.

Leo a; Lovecraft, Thomas Mann, Horace McCoy, Hugo Pratt, Harold Foster. Pero también a Heinrich Böll, Borges, Homero, Baudelaire, Samuel Beckett, entre otros, atendiendo a simples impulsos, basta una referencia, un artículo en un periódico, un título en el lomo de un libro; con frecuencia, un fugaz recuerdo y una asociación de ideas. Espíritu iconoclasta, por encima de cualquier canon, pero también voracidad literaria, que no cesa. En el fondo, simple placer. Abstraerse con cualquier lectura frente al mar, cómodamente sentado en una silla, con una botella de agua fría a buen recaudo, es sinónimo de levitar, junto a los derviches giróvagos y los monjes tibetanos. A los primeros los vi en Estambul, admirando el éxtasis religioso de sus ceremonias, girando sin cesar en un viaje místico. A los segundos, los admiré en su hábitat, como distinguidos hombres que trascendían su propia naturaleza, que rebosaban conocimiento y armonía. Alguien me explicó que siempre estaban meditando y con frecuencia, dejaban atrás su forma corpórea y así, de forma no visible, se paseaban por los cielos.  Quién sabe, recuerdo sensaciones parecidas, siempre oníricas, en clases intensas de yoga, antes de su globalización en los gimnasios. A las 19,00 horas puedes elegir entre una clase de zumba, de spinning o de yoga. 

Todas las películas actuales me defraudan, en mayor o menor medida. La crítica cinematográfica ha perdido o bien su objetividad o bien el conocimiento fundado de la historia del cine para situarse con juicio fundado frente a la pantalla. Posiblemente ambas cosas. Así que recurro, como siempre, a los clásicos: Howard Hawks, John Ford, Cassavetes, Renoir, Truffaut, Rossellini, Pasolini, Antonioni y tantos otros. Las emociones hablan por sí mismas, al contemplar la escena final de Luces en la ciudad, de Chaplin. Las puertas que se cierran constantemente para John Wayne en Centauros del desierto, el amour fou que sufre Belmondo, obsesionado con esa Sirena del Mississippi. Los monólogos del coronel Kurtz, encarnado por Marlon Brando. El anciano que agoniza en Vivir, de Kurosawa. El rostro impenetrable del recientemente fallecido Alain Delon en El silencio de un hombre. No puede haber arte cinematográfico si sus imágenes no desbordan sentimientos, sensaciones, emociones. Esa materia con la que se han forjado los sueños de la humanidad. Así lo entendieron nuestros ancestros: la cueva de Chauvet-Pont-d'Arc, en el sureste de Francia, contiene algunas de las pinturas rupestres figurativas mejor conservadas del mundo, una obra de arte fastuosa. La sensibilidad, ligada a la especie humana desde sus orígenes, que insistimos en solapar a una violencia cada vez más socializada. Ayer, en la playa, un hombre con acento argentino, gritaba con todos sus pulmones al teléfono, ajeno al resto de personas que contemplaban ensimismadas el lirismo de la caída de la tarde. Triste cotidianeidad. 

Centenares de fotografías y docenas de vídeos son testigo de nuestro último viaje. Viajar es vivir, pero no vale cualquier viaje, ni cualquier lugar. Reencontrarse con la naturaleza desmedida en Islandia, es una experiencia que hay que vivir para concebir su significado, justo al lado de una cascada con un salto de 44 metros; sobre la superficie de un iceberg; sintiendo el latir de la tierra mientras se contemplan los géiseres, lanzando chorros de agua a 20 metros de altura. En esta dimensión, nos sentimos peregrinos del planeta tierra. Ya tuvimos estas sensaciones en Noruega. Esperamos en breve recuperarlas, visitando Groenlandia. Deberíamos tener en nuestras casas un gran mapamundi, para recordarnos a diario que el mundo, su naturaleza y sus personas, nos esperan. Y que valen infinitamente más que cualquier posesión material. La edad no es un obstáculo, nuestro cuerpo siempre puede dar de sí, si somos persistentes a diario, con rutinas de ejercicio físico. Como cantaba Rosa León, versionando una maravillosa canción de la inmortal Violeta Parra, vivamos los momentos, entregándonos a ellos y conservemos permanentemente la juventud: Lo que puede el sentimiento, No lo ha podido el saber, Ni el más claro proceder, Ni el más ancho pensamiento, Todo lo cambia el momento… Sentimientos y sensibilidad, que abren, de par en par, las puertas de la vida. Nos vemos esta tarde, al lado del mediterráneo, contemplando la luna llena de agosto.  

En el tren

Refugiado en mi asiento, me abandono al inevitable duermevela de los viajes en tren, mecidos mis sentidos por la fuerte lluvia que emborrona...