jueves, 7 de agosto de 2025

Lejos de Sylvana

 

En los laberintos de la memoria colectiva, esos reinos que solo se conciben como imaginarios, tienden a diluirse, entre capas de tiempo y olvido. Es el destino de todas las quimeras, de esos paraísos idealizados que solo parece encontrar cobijo en nuestros sueños, mientras navegan entre corrientes de anhelos, que los días van cambiando y moldeando. Por eso pugno conmigo mismo, para que mis intensos recuerdos puedan seguir vivos, sin mezclarse con dimensiones oníricas,  evitando que se deslicen a la parte inferior del reloj de arena. Quiero seguir, no sé si despierto o dormido, junto a mis vivencias, haciéndolas florecer con solo cerrar los ojos. Si puedo seguir recordando, siempre me quedará la esperanza de poder regresar a Sylvana. Aunque nadie me crea, yo estuve allí…

Llevaba mucho tiempo con un deseo creciente: sumergirme, sin ninguna compañía, en plena naturaleza. Deseaba alejarme de la civilización, de la vida cotidiana, de las personas, solo deseaba estar conmigo mismo, en medio de un bosque frondoso. Era pleno otoño, cuando decidí explorar aquella densa espesura, cuando los colores dorados, pardos u ocres lucían a su máxima potencia. Su inmensa masa forestal, compuesta de hayas, abetos, robles, arces, tejos, bojes, acebos y avellanos, recreaba paisajes entre lo mágico, la leyenda y la belleza de la naturaleza, casi virgen.  

Contaba con un mapa muy detallado y una brújula, así como un equipo más que suficiente, que incluía víveres y una pequeña tienda de campaña, apta para resguardarme de la humedad nocturna, que me posibilitarían pasar, sin apuros, varios días, inmerso en aquella hermosa espesura.

En cuanto mis botas pisaron el primer sendero que se adentraba en la frondosidad del bosque, me sentí al abrigo de todos aquellos árboles que se alzaban majestuosos, formando un dosel que filtraba la luz, creando una sinfonía de colores, un espectáculo de oro, rojo y marrón, pintando un paisaje de ensueño. Entretuve mis pasos, sobre aquella alfombra de hojas áureas, escuchando al viento, que jugaba con las copas de los árboles, produciendo melodías que parecían susurrar secretos de la tierra.

Escogí el sendero más largo, el que me llevaría hasta el corazón de aquella algaba, que pretendía recorrer sin prisas, deteniéndome a cada instante, sumergiendo mis pies en aquellos manantiales de líquenes, rodeados de hayedos, de corzos siempre a la fuga, escuchando los cantos de las diversas aves, como reyezuelos, pinzones y petirrojos. El tiempo se diluía, en aquel paraíso, sustituido por el vendaval de sensaciones liberadoras que recorrían mi mente y que tanto había anhelado. Necesitaba vivir experiencias emocionales intensas y abrumadoras, que convergíeran en un torbellino de sentimientos, que impactaran en todos mis sentidos. 

Al anochecer, corrí desnudo, gritando con todas las fuerzas de mis pulmones a los fragmentos de cielo estrellado, que podía ver entre los claros de las copas de los árboles. La oscuridad de la noche, rota por la luz de las estrellas, que se filtraba entre las ramas, creaba un efecto mágico, de evocación de sensaciones de misterio y belleza. Mis gritos se dirigían a la naturaleza y al firmamento, deseaba ser uno de los árboles que abrazaba, una estrella de aquella gran bóveda celeste, fundirme con el entorno, hundiendo mis pies en la tierra. 

Seguí corriendo, enajenado, hasta que, de repente, dos columnas azules aparecieron ante mí.  Volví a la serenidad, sorprendido, con aquella visión. Ambas se alzaban al menos a dos metros del suelo, en el que estaban incrustadas, forjadas en alabastro translucido, impregnadas sus tallas con un manto de misterio, pero también de una extraña calma. No había en aquella repentina presencia nada que reflejara ninguna inquietud o amenaza y el misterio de su inexplicable existencia parecía quedar reducido a una invitación que no me era posible rechazar: debía pasar entre aquellas dos columnas; sin detenerme a pensar en ello, guiado por un impulso irrefrenable, así lo hice.  

Un resplandor intenso me cegó. Tardé unos minutos en recuperar la visión y cuando logré volver a ver, en principio imágenes borrosas y poco después, por fin, nítidas, constaté que la noche y la oscuridad habían desaparecido, sin poder creer lo que mis ojos me mostraban: ante mí se abrió un valle luminoso, lleno de árboles frutales, flores de colores vivos, altas cascadas que se transformaban en ríos cristalinos, que serpentean a través de paisajes de una belleza indescriptible. Un jardín infinito, en el que los sentidos se perdían entre la fragancia de las flores, el sonido del agua, la armonía y belleza de aquella naturaleza desbordante.  

Recorría aquel mundo evitando hacerme preguntas. No me sentía un extraño en el paraíso que me había abierto sus puertas. Sentía que pertenecía a aquel mundo, inabarcable a la vista, quizás porque siempre había soñado con él. La Madre Tierra toleraba mi existencia y quise dar las gracias bailando y cantando, hasta que mis pies se rindieron y me desplomé sobre la hierba, ligeramente húmeda. Estaba impregnado de energía de la naturaleza prístina, observando en silencio el cielo, deslumbrado por un sol intenso, que me devolvía sensaciones de calidez, brillo y amplitud, mientras iluminaba el mundo, contrastando con la inmensidad y serenidad del cielo azul. 

Mi cuerpo recibía los rayos intensos de sol, penetrando en mi piel con su abrazo dorado. Alzaba mis manos, al cielo azul infinito, dibujando un lienzo sereno en el que descansar la vista. En cada planta, en cada hoja, en todas las flores, en los árboles, la luz bailaba, desprendiendo ecos de energía vital. Bajo aquella bóveda celeste, el aire se llenaba de un aroma a primavera, a libertad, a tiernas promesas de sueños cumplidos. Yo era río que fluía, un eco profundo del firmamento, parte de un ciclo eterno. 

Más tarde, me bañé bajo una cascada y no tardé en comer de aquella fruta, de saciar mi sed en aquella agua cristalina, ansioso por seguir explorando aquel Edén, refugio de belleza, paz y serenidad, con toda mi alma impregnada de descanso y equilibrio. La brisa acariciaba mi rostro al mismo tiempo que mis pies descalzos se hundían suavemente en la tierra húmeda, mientras que Helios seguía tiñendo el paisaje de cálidos tonos anaranjados. El aroma de la tierra mojada y la vegetación exuberante llenaban mis pulmones con ráfagas de frescura, de vitalidad. 

Por el caleidoscopio de mi ojos pasaban todos los árboles, los ríos que serpenteaban entre ellos, los cálidos abrazos de todas aquellas ramas, que parecían susurrar historias antiguas, con todas sus hojas danzando al compás del viento, entonando bellas melodías. Cada elemento de la naturaleza parecía hablarme, revelando secretos milenarios. Mi cuerpo, ajeno a sus propios límites y fragilidades, se diluía, transformándose en raíces, en savia,  en semillas de flores. La naturaleza me acogía, me transformaba, me liberaba. Fluyendo juntos, las barreras se desmoronaban. Mi alma se liberaba de prisiones terrenales, mientras renacía, abrazada a aquella fuerza ancestral surgida de las entrañas de la tierra. 

No dejé de andar hasta caer extenuado, desbordados mis ojos y mis sentidos por todas aquellas intensas experiencias sensoriales, emocionales. Desbordado de estímulos, rodeado de  guardianes silenciosos de historias que solo yo podía escuchar, cerré mis ojos en la orilla de un riachuelo, dejándome mecer por la brisa de la eterna primavera de aquel paraíso, sosteniendo en mis manos unos lirios amarillos. En ese instante, sentí que el tiempo se desvanecía, las horas se desplomaban, como hojas secas del árbol de la vida y el viento del olvido las llevaba lejos, muy lejos, llevándose consigo deseos, memorias, residuos, ruidos, susurros, silencios, días y noches, pequeñas historias, sutiles detalles. No había pasado, presente o futuro, todo era fugaz, entre ecos lejanos y sueños dormidos. Mientras me adormecía, la sensación de mortalidad se desvaneció, reemplazada por una certeza inquebrantable: yo era parte de algo eterno, algo que trascendía mi propia existencia. 

Desperté en el interior de mi tienda de campaña. Aún sostenía en mis manos los lirios, cuyo aroma era intenso, como si acabara de arrancarlos de la orilla del riachuelo. Para mi sorpresa, no me sentía perplejo, ni sorprendido, pero sí con un vacío inmenso dentro de mí. Simplemente, había regresado al bosque y lo único que se me ocurrió hacer fue sentarme, bajo un árbol, permaneciendo inmóvil para contemplar el amanecer. Mis ojos se dejaron llevar por aquel lienzo pintado con delicadeza, en el que un pincel de oro desplegaba sus rayos sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos suaves y cálidos. 

Las nubes, como pinceladas dispersas, se vestían de rosa y naranja, mientras las aves despiertan con sus cantos, anunciando un nuevo día, que sentí como lleno de esperanza, mientras negaba la posibilidad de que todo hubiera sido un sueño. Pensé que si acaso estaba equivocado, ¿qué podía importar? Las imágenes de aquel paraíso estaban dentro de mí, tan intensamente vívidas y tangibles que, con tan solo cerrar los ojos, podía volver a tocar aquellas flores, los árboles, sentir el frescor del agua, la brisa del viento. Y ahí permanecerían estas sensaciones, estaba seguro, recorriendo mis poros, toda mi vida.

El bosque, por medio de algún prodigio, me había abierto la puerta de ese universo fastuoso. Sentía en mi interior un desarrollo armónico pleno y sabía que debía seguir mi propia e independiente evolución. Hubiera sido absurdo buscar desesperadamente aquellas columnas de alabastro. Quizás la magia, posiblemente arcanos olvidados por el tiempo, borrados para siempre de la memoria de los hombres, habían obrado sobre mi persona. Fuera como fuese, yo me sentía el más dichoso de los seres. La naturaleza me había proporcionado el mayor de los regalos, transformándome, moldeando mi mente para su renacimiento. No debía hacerme preguntas imposibles, ni buscar respuestas absurdas. Me limité a recoger todo mi equipo, dispuesto a seguir la travesía prevista. Antes de partir, esbocé en un papel un poema, con un nombre susurrado por aquellos árboles, que deposité en el hueco de uno de los robles:

Dicen que la verdad no está en uno, sino en muchos sueños,

Pero hoy me he despertado del mayor de todos ellos,

Lejos de sendas oscuras, extinguidas las sombras acechantes,

Así camino, con paso firme, hacia un nuevo amanecer,

Hacia ese destino en el que mi espíritu se despeja,

Liberado de cadenas invisibles, mis pies levitan.

No existe el pasado, solo me define mi presente, el momento me guía.

Fugado de lo aparente, soy soberano de mi mismo,

Creedme, pues yo he estado en Sylvana.

En el camino

No han sido pocos mis paseos por los laberintos de los sentidos, en esos abundantes atardeceres en la playa, que he podido disfrutar durante...