Refugiado en mi asiento, me abandono al inevitable duermevela de los viajes en tren, mecidos mis sentidos por la fuerte lluvia que emborrona esos paisajes que aparecen y desaparecen, fugazmente, en la ventana. Me despierto para contemplar, con fascinación, un arcoíris que ilumina el cielo, durante unos instantes. Sin principio ni final, en uno de sus idealizados extremos dicen que se esconde una olla llena de oro, pero sobre todo, el arcoíris simboliza el puente entre el cielo y la tierra. Esta alegre paleta de colores conecta lo terrenal con lo divino, quizás la propia existencia con otro territorio, sin duda onírico e idealizado, que surge en nuestra propia imaginación, justo allí donde los pájaros azules alzan el vuelo, como cantaba Dorothy en la famosa película El mago de Oz. El único sitio donde los problemas se derriten como los caramelos de limón...
Y entonces escucho a alguien, tras de mí: ... Yo soy Abayomi, que significa el que trae alegría, príncipe de Kunene, en la bella Namibia. Mis súbditos forman el pueblo himba, dedicados a la tierra y el pastoreo. Los himba solo visten taparrabos, si bien adornan sus cuerpos con collares y brazaletes; en el caso de nuestras atractivas mujeres, además, untan sus cuerpos de una mezcla de ocre, hierbas y manteca para protegerse del sol. Nuestro único dios es Mukuru, que bendice, cada día, nuestras cosechas... Y sí, mi nostalgia es abismal. Ninguna mujer del mundo puede rivalizar con la belleza de las mujeres himba, así como cualquier puesta de sol nunca estará a la altura de ese momento mágico en Namibia, mientras hombres y mujeres danzan al unísono, entonando canciones de nuestros antepasados....
Cuando las palabras de Abayomi menguan, otra voz, esta vez de mujer, emerge, desde las primeras filas del vagón: ... Yo me llamo Kavya, que se puede traducir como “poema” o “poesía en movimiento”. Nací en Patna, la capital de Bihar, uno de los estados más pobres de la India. A pesar de la miseria que marcó mi vida, qué maravilloso era disfrutar de un baño en los ríos como el Ganges, el Kosi, el Son o el Bagmati, que riegan cada día Patma, mientras daba buena cuenta de una samosa, si acaso tenía la suerte de que cayera alguna entre mis manos. Recuerdo aquellas empanadillas fritas con rellenos diversos, como patata y guisantes, como si fuera ayer, tan intenso era su sabor. En uno de aquellos baños, junto a otras chicas, conocí a Ghiyath, aquel que socorre al que lo necesita, alto, sonriente, seguro de sí mismo. Sus ojos marrones, casi negros, atravesaron una tarde los míos... En el oro del crepúsculo, siempre silencioso y pensativo, me encontré con él. Y una mañana lluviosa, en un patio de sillares ensalitrados y húmedos, rojos y recién lavados por el monzón, nos despedimos, lanzándonos promesas de volver a unir nuestros destinos. Él vendrá a buscarme, cualquier día, quizás en una mañana de primavera, en la que tocará mi hombro y al volverme sentiré, de nuevo, sus fuertes brazos, la mirada acogedora de sus ojos...
Es el turno de Ming, sentado justo delante de mí: ... No, no quiero hablar de la miseria china. Para alguien que, como yo, ha vivido en regiones rurales del oeste y centro del país, como las provincias de Gansú, Ningxia y Guizhou, la pobreza es inherente a la propia vida. En esta última, nací y pasé gran parte de mi vida, sufriendo desde pequeño la desertización y la persistente escasez de agua. Siendo un niño, recorría varios kilómetros desde mi casa hasta las montañas fronterizas de Guangxi y Hunan, en las que era posible encontrar pequeños arroyos de agua drenados desde las zonas más altas. Una vez llenos mis dos cubos, los situaba en los extremos de mi pinga, un largo palo que cargaba sobre mis hombros y deshacía la distancia hasta mi casa. Podía invertir en ello todo un día, pero los rostros felices de mis padres y hermanos, cuando me veían llegar, deshacían el dolor de mis maltrechas articulaciones. El agua era vida. Durante varios días, éramos inmensamente dichosos, deleitándonos con platos a base de arroz, fideos, verduras y legumbres que preparaba mi madre. El pescado y la carne nos resultaban inaccesibles, pero nunca, en todos aquellos años, pensé en ello. Éramos, a nuestro modo, felices, simplemente porque nos teníamos los unos a los otros. El día que dejé atrás mi hogar, las montañas, lloré sin parar, con el débil consuelo de que quizás, con suerte, lograría vencer a la pobreza extrema. Pero todo son quimeras: si en Guizhou era un miserable rodeado de montañas, aquí soy un pobre, rodeado de asfalto. ¿Qué habrá sido de mi prima, la hermosa Li-Mei, que significa hermosa flor de ciruelo, con su maravilloso rostro ovalado, un mentón puntiagudo y estrecho, labios carnosos...?. No hay día que no piense en ella...
Y por último, irrumpe la voz de Alexis, algo lejana, quizás desde otro vagón: ... Muchos cubanos vivimos en condiciones precarias, con acceso limitado a vivienda, agua potable y servicios de salud. Los más afortunados tienen tierra que cultivar y algunos de ellos, pocos, algunos animales que les posibilitan el autoabastecimiento. El resto, vagamos de aquí para allá, en busca de algún trabajo, por miserable que sea, que nos proporcione algunos pesos, lo mínimo para poder echarnos algo a la boca, cada día. Y si no hay trabajo alguno, nos vestimos con la ropa más decente que tengamos y nos dejamos ver, sin disimulos, entre las turistas de La Habana, con la vana esperanza de que alguna de ellas se interese por alguno de nosotros, mientras potenciamos y exageramos esas características que se atribuyen al pueblo cubano: alegría, expresividad, vivacidad, confianza, sentido del humor. El sueño de muchos cubanos pobres: casarse con una extranjera, más allá de su físico, de su edad. Pero nunca estuvo entre mis objetivos: una mujer cubana que te quiera es lo mejor que a un hombre le puede pasar en su vida. Es imposible que la mujer cubana pierda la gracia que la hace sobresalir entre las de otras latitudes. Ella encanta, deslumbra, brilla con luz propia, Sale a “guerrear” el día a día, lo mismo desde una escuela, un hospital, una fábrica, un campo, una pista de entrenamiento, un salón de ballet, una oficina, incluso el ejército… Ninguna conoce la palabra rendición porque por sus venas corre sangre de nuestra tierra. Como las echo de menos. No, no hay mujeres como ellas…
Una voz en off anuncia el fin del viaje. Todos los pasajeros nos ponemos de pie, suspirando por bajar a la estación, entre maletas que emergen de todos los sitios y colapsan el pasillo. Cuando al fin mis pies tocan tierra, intento identificar a esos héroes que me han acompañado durante el viaje. Abayomi, el príncipe de Kunene, es un chico joven de dos metros que camina con orgullo entre la multitud y que cruza una mirada cómplice con la bella Kavya, cuyos pies parecen no tocar el suelo, deslizándose entre los transeúntes. Ming, por su parte, es un hombre fornido, cuyos pasos transmiten una firme determinación, dispuesto a enfrentarse a su destino. Alexis pasa por mi lado, sonriente, destacándose entre el gentío por su manera de andar, de moverse, su cuerpo es una orquesta musical. Así, la estación se vacía en minutos y la llovizna irrumpe de nuevo. Me pongo a andar, anhelando llegar cuanto antes a mi casa, situada justo al final del arcoíris…