lunes, 25 de noviembre de 2024

Alma libre


Alfonso se despertó muy temprano, como cada día, entregándose de inmediato al ritual del desayuno, de la ducha, hasta finalizar vistiéndose con su mono de operario de limpieza de la localidad, que lavaba cada dos días.  Antes de salir, fumó su único cigarrillo diario, con parsimonia, durante unos minutos, contemplando el amanecer desde la ventana de su casa, herencia de sus padres, que para él era un oasis, ese lugar donde refugiarse del mundo, frente a un ventanal desde el que se veía el mar. Allí, donde no dejaba de escribir a diario, mientras su imaginación corría libremente. 

Me deslizo por laderas doradas, me refresco en el oasis de mi memoria, me siento fuego que devora mis antiguos recuerdos, para que reinen los nuevos… pensó en voz alta, mientras que imaginaba la colada de un volcán en erupción. Era un alma libre, absolutamente ajeno al mundo, entregado a su propia  imaginación y a la plasmación de ese torrente de imágenes que desbordaban sus sentidos, a modo de poema libre, en una hoja en blanco, constantemente y a diario. Anotó la frase y salió a la calle, dispuesto a vivir parcialmente la cotidianeidad de un mundo que le era absolutamente ajeno, pero al que había logrado adaptarse muy parcialmente, contra todo pronóstico, si bien muy tardíamente.

Las horas que se transformaban en años, habían caído sobre las manecillas del reloj, esquivando a Alfonso, instalado en un cuerpo adulto, pero absolutamente ausente de la realidad cotidiana, para desesperación de sus padres, conscientes de que aquel hijo fantasioso y sensible parecía no ser de este mundo. Hasta finalizar la enseñanza básica, fue un chico normal, más allá de que estaba permanentemente abstraído, hasta que un día decidió ser, simplemente, él mismo y sus propias circunstancias, dispuesto a entregarse a sus ensoñaciones, a sus improvisados escritos, ajeno a cualquier responsabilidad, a la más mínima preocupación. Expuso a sus padres la cuestión con una amplia sonrisa y la más desbordante ingenuidad: … He decidido dedicarme a andar, a pasear y a escribir, solo a eso; no preocuparos, sé lo que hago, quiero ser yo mismo, nada más... 

Por las mañanas se perdía, mochila en la espalda, por las cimas y caminos de la sierra, dejándose llevar por los designios del viento, de la lluvia, de los maravillosos silencios en los que las palabras, al principio titubeantes y finalmente resueltas, acudían a él:
 
Entre riscos, cruzando los ríos, andando por los senderos pedregosos, persigo a las nubes que me mandan saludos. Aquí os espero, adormecido por la naturaleza, a la sombra de un árbol que me susurra secretos del mundo…   Alfonso anotaba en su libreta de mano aquel pensamiento, sintiéndose inmensamente feliz si reflejaba, al menos en parte, el mundo en que vivía, desbordante de cascadas de colores, en el que los sentidos, los estímulos, los pensamientos, las sensaciones, se mezclaban y sucedían sin límite de continuidad. Aquellas libretas crecían en número, mientras Alfonso vertía en ellas aquellos versos, libres de reglas gramaticales y de género literario, como el mismo azar que desliza la lluvia por los surcos de la tierra, pensaba.  Simplemente, el bolígrafo se deslizaba por la hoja, siguiendo los dictados, nunca planificados, del desbordante mundo interior de aquel soñador impenitente, eterno amante de la poesía, de la naturaleza. Único habitante de un mundo onírico para el que se había dejado crecer unas alas inmensas que le permitían volar por él, asomarse a sus infinitos rincones, explorar sus detalles, hasta caer rendido en el regazo de todos y cada uno de aquellos matices que surgían: en la hoja de un árbol, en el sonido del viento, en el riachuelo pintado por el rojo del atardecer...  

… Justo detrás de la montaña cuya cima logro coronar, otra de mayor altura me invita a seguir andando. Dicen que existen tres dimensiones, pero cuando cierro los ojos y escucho las gotas de lluvia recorrer las hojas de un árbol, no tengo dudas: hay muchas más, a las que me asomo por las rendijas de mis sentidos. Viajo junto a los pájaros y comparto con las raíces de las plantas mi propia esencia, esperando a la lluvia para crecer junto a ellas… Recorro el mundo sintiendo su respiración y con frecuencia, la confundo con la mía…

Al llegar a su casa, generalmente a la caída de la tarde, se sentaba con sus padres en el salón y les leía todas aquellas sensaciones, tanto las que había escrito, como todas aquellas que improvisaba, mezclando vivencias del día y de otros anteriores. Sus progenitores prestaban absoluta atención ante aquel torrente de poesía, emocionados, sin interrumpir a Alfonso, que tras la ducha, se encerraba en su habitación, trasladaba sus anotaciones a una de sus abundantes libretas y se ponía a leer hasta la hora de la cena. Evidentemente, estaban muy preocupados por su hijo, por su singular presente, pero sobre todo por su incierto futuro. Al mismo tiempo, se sentían impotentes para influir en él, tras intentarlo tantas veces, con la mayor de las delicadezas y siempre con el mismo resultado: Alfonso se limitaba a sonreír, expresaba a sus padres el gran amor que les profesaba y les aseguraba que no tenían de qué preocuparse. Él era inmensamente feliz con aquella vida que había elegido. 

Transcurrido el tiempo, los años, el fallecimiento del padre de Alfonso marcó un antes y después en la vida del Peter Pan en el que se había convertido. Antonio, el concejal, amigo desde la infancia, movió los hilos adecuados para lograr que Alfonso, con 30 años, después de una vida en la que había estado absolutamente ajeno al mundo, siempre dependiente de sus padres económicamente, contara con algún trabajo fijo y sobre todo un medio de vida. … Algún trabajo que solo le ocupara una parte del día y con el que apenas tuviera contacto con las personas, quizás asíSu padre se ha ido, cuando yo lo haga, ¿qué va a ser de él?… Es mi único hijo… Así convenció la madre de Alfonso a Antonio y para sorpresa de todos, la propuesta fue del agrado del eterno poeta. Todo consistía en madrugar, limpiar y volver a casa, a tiempo para emprender su excursión diaria.  

Se esmeraba con sus tareas, todas aquellas operaciones de limpieza del sector de la localidad que tenía asignado, a esas horas tempranas, donde apenas había nadie por las calles. A su manera, se convirtió en un esmerado profesional y desde el primer momento fue consciente de que no solo había que limpiar las calles, sino también dar una buena imagen a los escasos transeúntes, a los que siempre saludaba, interesándose por ellos, por su salud, por su familia. Aprendió a utilizar con eficacia sus herramientas cotidianas: una escoba grande, el carrito, recogedor, espuerta, tablillas, azada, llaves de papeleras y bolsas varias. La calle, las personas, las aceras, sus utensilios de trabajo, aparecieron frente a él como una nueva dimensión que aderezó su inspiración literaria:

El asfalto es una prisión, por la que vagamos, buscando abrir la puerta de nuestra celda. Cuando logramos salir de ella, quedamos cegados por la luz de un sol desperezándose entre las nubes. Parpadeo, hasta que mis pasos se despojan de la timidez y entonces, abandono mi llave, a un lado del camino, junto a otras muchas llaves. Defraudado, me siento en un borde del camino: por un momento, pensé que sería la única...   

Y de nuevo, el tiempo siguió transcurriendo para Alfonso, en el que su madre invirtió esfuerzos y psicología en enseñarle cuestiones imprescindibles. Desde el valor del dinero, aspecto fundamental para alguien que apenas conocía ni su valor ni uso, hasta conseguir que se acercara a la cocina y pudiera prepararse platos sencillos, pasando por la lavadora y la plancha. En esta tarea titánica, consiguió arrastrar a su hijo, que cedió a regañadientes, hasta los supermercados e instruirle en las compras de productos básicos, así como a usar una tarjeta de crédito, elementos cotidianos a las que siempre había permanecido ajeno. Aquella entregada mujer no tardó en fallecer, tras hacer prometer a todos los familiares que cuidarían de él, cuanto menos con la comida. Lo último que le dijo a su hijo, antes de expirar, en una cama del hospital, sorprendió a Alfonso: … Hijo, sigue siendo feliz, sé siempre tú mismo y sobre todo, no dejes de escribir. Siempre te he comprendido y nunca te lo he dicho, pero he leído todo, absolutamente todo lo que has escrito, los centenares o miles de libretas que has completado. Son textos maravillosos… 

Alfonso siempre se había sentido feliz en su soledad, plenamente identificado con el sonido de la naturaleza, que observaba a diario, fundiéndose con ella, intercambiando sensaciones en cascada, a las que se unían pensamientos que tomaban forma en sus libretas. Tal como le había comunicado a sus padres, realmente era inmensamente dichoso, recorriendo cada día los parajes naturales que abundaban cerca de la localidad, andando por ellos sin ningún rumbo prefijado, deteniéndose constantemente, ante tantos estímulos: … Llega el viento, que mece las flores, las hojas, a los árboles. Si cierro los ojos, me desplazo con las nubes y si los vuelvo a abrir, el sol me deslumbra, abriéndose paso entre las ramas. Me tumbo en el suelo y escucho los sonidos de la tierra. Los susurros que llegan me hablan del tiempo, de la lluvia, de la vida que siempre se abre paso. Arrullado por el murmullo de la tímida brisa, las caricias del sol y la fresca, penetrante fragancia de las flores, celebro que estoy vivo, dejándome caer en una profunda y soñolienta retrospección... 

Sin embargo, la muerte de su madre le causó un gran desasosiego, una sensación inédita para un poeta que vivía en una abstracción permanente. Alguien como él, concebía la vida como un milagroso proceso de regeneración. Era consciente que la mujer que le había traído al mundo y le había cuidado día a día, no regresaría y que todas aquellas sensaciones que había concebido como eternas, de calidez, de protección, de seguridad, que siempre le había transmitido su madre, se habían ido con ella y para siempre. Pero no le cabía duda que ella renacería, de algún modo, de alguna forma, ligada a ese ciclo eterno de metamorfosis de la existencia, que siempre había percibido, observando día tras día, atentamente, la naturaleza. Había intentado describir estas sensaciones, pero eran tan inmensas que las meras palabras siempre eran insuficientes para dar forma a un universo, el de la vida, que no podía imaginar ni visualizar,  solo sentir dentro de sí,  mientras las percepciones se abrían paso por todos sus sentidos, iluminando, impregnando de emoción todos los rincones de su cuerpo, de su mente.   

Así, la melancolía fue difuminándose, según pasaron los días y la rutina diaria de Alfonso se sucedía, pero al mismo tiempo comenzó a crecer en su interior, primero como un ínfimo susurro dentro de sí y más tarde como una ola que se abría paso por cada uno de sus poros, un deseo de cambio, de renovación que no acertaba a definir. Sus excursiones comenzaron a ser cada vez más extensas, mientras su vista se perdía a través de las montañas, de las nubes. Un deseo creciente de seguir andando, sin detenerse, comenzó a crecer, desde un día, que se topó inesperadamente con un gran árbol caído, mostrando sus raíces. De repente, las respuestas acudieron: los lazos que mantenía con la vida convencional, habían desaparecido por completo. Nada le retenía en su casa, en su localidad, a su trabajo. Sus propias raíces, si acaso habían existido alguna vez, habían sido arrancadas, por completo. Y a diferencia del árbol, él estaba en pie...      

... No hay límites para el infinito, no hay barreras para el que quiera deslizarse por las inmensas franjas verdes de nuestro planeta. Solo obstáculos, que nuestros pasos firmes deben sortear para seguir recorriendo nuestro camino, que no tiene final, ni ha tenido principio, pues estas travesías estaban ahí, antes de nuestro nacimiento, inmortales frente al tiempo, escribió aquella noche. Al día siguiente, sacó todo su dinero del banco e invirtió gran parte del mismo en preparar concienzudamente todo el equipo que necesitaba: desde botas y ropas adaptadas a cada estación, pasando por tienda de campaña, saco de dormir, esterillas, arnés, cuerda, mosquetón... Todo debía caber en su gran mochila, que sería su única y gran compañera de viaje, el que anhelaba comenzar. 

Era consciente que no podía desaparecer, sin más. Habló con sus tíos y tías, a los que apenas conocía y se despidió de Antonio, el concejal. A todos ellos les explicó sus planes: ponerse a andar, sin más rumbo fijo que seguir siempre hacia delante, sin mirar atrás. La comida la iría adquiriendo según la necesitara, desviándose hasta localidades cercanas. Todos le preguntaban cuánto tiempo estaría fuera, cuándo regresaría, pero Alfonso era incapaz de responder, ni él lo mismo lo sabía. En su interior, sabía que nunca lo haría, pero no reveló este pensamiento, para no alarmar a nadie. 

Así, al día siguiente, coincidiendo con el amanecer, Alfonso comenzó a andar, sin volver la vista, tal como se había propuesto. Se sentía plenamente feliz, con una intensidad emocional que nunca había experimentado con tanta plenitud. Su cuerpo era una máquina perfecta, tallado y moldeado día a día, que combinaba músculos definidos y una forma física excelente, él era un atleta en su absoluta plenitud. Ese primer día, cuando ya estaba inmerso en la sierra, llovió ligeramente y se detuvo a contemplar un intenso arcoíris. Sacó una libreta de bolsillo y escribió: 

... La luz no se acaba, jamás se extinguirá, pues siempre fue mía. Ocurre hoy, como ocurrió ayer, como siempre ha ocurrido. Miro dentro de mí, con esperanza, sin atisbo alguno de melancolía. La luz de mi corazón, me ilumina. Conmigo vivirá eternamente, soy hoy y seré siempre: no en el recuerdo, sino en mi presente, en el día continuo del sueño de mi vida y en el futuro... Hoy soy un hombre, mañana seré viento...  

En el tren

Refugiado en mi asiento, me abandono al inevitable duermevela de los viajes en tren, mecidos mis sentidos por la fuerte lluvia que emborrona...