domingo, 11 de mayo de 2025

En el tren


Refugiado en mi asiento, me abandono al inevitable duermevela de los viajes en tren, mecidos mis sentidos por la fuerte lluvia que emborrona esos paisajes que aparecen y desaparecen, fugazmente, en la ventana. Me despierto para contemplar, con fascinación, un arcoíris que ilumina el cielo, durante unos instantes. Sin principio ni final, en uno de sus idealizados extremos dicen que se esconde una olla llena de oro, pero sobre todo, el arcoíris simboliza el puente entre el cielo y la tierra. Esta alegre paleta de colores conecta lo terrenal con lo divino, quizás la propia existencia con otro territorio, sin duda onírico e idealizado, que surge en nuestra propia imaginación, justo allí donde los pájaros azules alzan el vuelo, como cantaba Dorothy en la famosa película El mago de Oz. El único sitio donde los problemas se derriten como los caramelos de limón... 

Y entonces escucho a alguien, tras de mí: ... Yo soy Abayomi, que significa el que trae alegría, príncipe de Kunene, en la bella Namibia. Mis súbditos forman el pueblo himba, dedicados a la tierra y el pastoreo. Los himba solo visten taparrabos, si bien adornan sus cuerpos con collares y brazaletes; en el caso de nuestras atractivas mujeres, además, untan sus cuerpos de una mezcla de ocre, hierbas y manteca para protegerse del sol. Nuestro único dios es Mukuru, que bendice, cada día, nuestras cosechas...  Y sí, mi nostalgia es abismal. Ninguna mujer del mundo puede rivalizar con la belleza de las mujeres himba, así como cualquier puesta de sol nunca estará a la altura de ese momento mágico en Namibia, mientras hombres y mujeres danzan al unísono, entonando canciones de nuestros antepasados.... 

Cuando las palabras de Abayomi menguan, otra voz, esta vez de mujer, emerge, desde las primeras filas del vagón: ... Yo me llamo Kavya, que se puede traducir como “poema” o “poesía en movimiento”. Nací en Patna, la capital de Bihar, uno de los estados más pobres de la India. A pesar de la miseria que marcó mi vida, qué maravilloso era disfrutar de un baño en los ríos como el Ganges, el Kosi, el Son o el Bagmati, que riegan cada día Patma, mientras daba buena cuenta de una samosa, si acaso tenía la suerte de que cayera alguna entre mis manos. Recuerdo aquellas empanadillas fritas con rellenos diversos, como patata y guisantes, como si fuera ayer, tan intenso era su sabor. En uno de aquellos baños, junto a otras chicas, conocí a Ghiyath, aquel que socorre al que lo necesita, alto, sonriente, seguro de sí mismo. Sus ojos marrones, casi negros, atravesaron una tarde los míos...  En el oro del crepúsculo, siempre silencioso y pensativo, me encontré con él. Y una mañana lluviosa, en un patio de sillares ensalitrados y húmedos, rojos y recién lavados por el monzón, nos despedimos, lanzándonos promesas de volver a unir nuestros destinos. Él vendrá a buscarme, cualquier día, quizás en una mañana de primavera, en la que tocará mi hombro y al volverme sentiré, de nuevo, sus fuertes brazos,  la mirada acogedora de sus ojos... 

Es el turno de Ming, sentado justo delante de mí: ... No, no quiero hablar de la miseria china. Para  alguien que, como yo, ha vivido en regiones rurales del oeste y centro del país, como las provincias de Gansú, Ningxia y Guizhou, la pobreza es inherente a la propia vida. En esta última, nací y pasé gran parte de mi vida, sufriendo desde pequeño la desertización y la persistente escasez de agua. Siendo un niño, recorría varios kilómetros desde mi casa hasta las montañas fronterizas de Guangxi y Hunan, en las que era posible encontrar pequeños arroyos de agua drenados desde las zonas más altas. Una vez llenos mis dos cubos, los situaba en los extremos de mi pinga, un largo palo que cargaba sobre mis hombros y deshacía la distancia hasta mi casa. Podía invertir en ello todo un día, pero los rostros felices de mis padres y hermanos, cuando me veían llegar, deshacían el dolor de mis maltrechas articulaciones. El agua era vida. Durante varios días, éramos inmensamente dichosos, deleitándonos con platos a base de arroz, fideos, verduras y legumbres que preparaba mi madre. El pescado y la carne nos resultaban inaccesibles, pero nunca, en todos aquellos años, pensé en ello. Éramos, a nuestro modo, felices, simplemente porque nos teníamos los unos a los otros. El día que dejé atrás mi hogar, las montañas, lloré sin parar, con el débil consuelo de que quizás, con suerte, lograría vencer a la pobreza extrema. Pero todo son quimeras: si en Guizhou era un miserable rodeado de montañas, aquí soy un pobre, rodeado de asfalto. ¿Qué habrá sido de mi prima, la hermosa Li-Mei, que significa hermosa flor de ciruelo, con su maravilloso rostro ovalado, un mentón puntiagudo y estrecho, labios carnosos...?. No hay día que no piense en ella...

Y por último, irrumpe la voz de Alexis, algo lejana, quizás desde otro vagón: ... Muchos cubanos vivimos en condiciones precarias, con acceso limitado a vivienda, agua potable y servicios de salud. Los más afortunados tienen tierra que cultivar y algunos de ellos, pocos, algunos animales que les posibilitan el autoabastecimiento. El resto, vagamos de aquí para allá, en busca de algún trabajo, por miserable que sea, que nos proporcione algunos pesos, lo mínimo para poder echarnos algo a la boca, cada día. Y si no hay trabajo alguno, nos vestimos con la ropa más decente que tengamos y nos dejamos ver, sin disimulos, entre las turistas de La Habana, con la vana esperanza de que alguna de ellas se interese por alguno de nosotros, mientras potenciamos y exageramos esas características que se atribuyen al pueblo cubano: alegría, expresividad, vivacidad, confianza, sentido del humor. El sueño de muchos cubanos pobres: casarse con una extranjera, más allá de su físico, de su edad. Pero nunca estuvo entre mis objetivos: una mujer cubana que te quiera es lo mejor que a un hombre le puede pasar en su vida. Es imposible que la mujer cubana pierda la gracia que la hace sobresalir entre las de otras latitudes. Ella encanta, deslumbra, brilla con luz propia, Sale a “guerrear” el día a día, lo mismo desde una escuela, un hospital, una fábrica, un campo, una pista de entrenamiento, un salón de ballet, una oficina, incluso el ejército… Ninguna conoce la palabra rendición porque por sus venas corre sangre de nuestra tierra. Como las echo de menos. No, no hay mujeres como ellas… 

Una voz en off anuncia el fin del viaje. Todos los pasajeros nos ponemos de pie, suspirando por bajar a la estación, entre maletas que emergen de todos los sitios y colapsan el pasillo. Cuando al fin mis pies tocan tierra, intento identificar a esos héroes que me han acompañado durante el viaje. Abayomi, el príncipe de Kunene, es un chico joven de dos metros que camina con orgullo entre la multitud y que cruza una mirada cómplice con la bella Kavya, cuyos pies parecen no tocar el suelo, deslizándose entre los transeúntes. Ming, por su parte, es un hombre fornido, cuyos pasos transmiten una firme determinación, dispuesto a enfrentarse a su destino. Alexis pasa por mi lado, sonriente, destacándose entre el gentío por su manera de andar, de moverse, su cuerpo es una orquesta musical. Así, la estación se vacía en minutos y la llovizna irrumpe de nuevo. Me pongo a andar, anhelando llegar cuanto antes a mi casa, situada justo al final del arcoíris… 



sábado, 19 de abril de 2025

Defender la alegría


Detengo mis pasos, intento destensar las articulaciones y me recupero de una respiración a trompicones, cerrando los ojos. Acompaso los latidos matinales de mi corazón para con las extraordinarias vistas que el amanecer me brinda en esta mañana de abril, mientras pugno conmigo mismo, para alejar los rituales diarios de lo cotidiano, que a gritos, me reclaman su protagonismo. Abro los ojos y allí están las nubes, surcando la bóveda celeste. Decido, espontáneamente, desviarme de mi camino habitual y entregarme al azar: otras calles, otros rostros, por allí donde el destino no está escrito. Al menos, lo inesperado puede tener lugar, pienso, mientras tomo asiento en la terraza de una cafetería y me obsequio con un té verde, dejando que mi vista se extravíe junto a los transeúntes, una gran mayoría de ellos lanzando gritos al smartphone, reflejando dudas, dificultades, problemas. La frustración, motor de la humanidad, en esa búsqueda constante del objetivo de nuestras vidas, esa felicidad utópica, siempre efímera, persistentemente huidiza.  

Como la fina arena de una playa del mediterráneo, que se fuga de nuestra mano…  Pienso en voz alta, mientras voy dejando atrás calles, plazas y lugares en mi paseo improvisado. Algunos versos acuden a mí, inesperadamente: … Si yo pudiera morder la tierra toda y sentirle el sabor, sería más feliz por un momento… escribió Pessoa. Inmediatamente, Neruda aparece en la pantalla de mi teléfono: ... Tú a mi lado en la arena eres arena, tú cantas y eres canto, el mundo es hoy mi alma, canto y arena, el mundo es hoy tu boca, dejadme en tu boca y en la arena ser feliz, ser feliz porque si, porque respiro y porque tú respiras, ser feliz porque toco tu rodilla y es como si tocara la piel azul del cielo y su frescura... La felicidad es, con suma frecuencia, sinónimo de amor, encontrarse, identificarse, con la otra persona. Pero también con la naturaleza en su plenitud, como escribió mi admirada Charlotte Brõnte: ... El Placer verdadero no se respira en la ciudad, Ni en los templos donde el Arte habita, Tampoco en palacios y torres donde la voz de la Grandeza se agita. No. Busca dónde la Alta Naturaleza sostiene su corte entre majestuosas arboledas, donde Ella desata todas sus riquezas, moviéndose en fresca belleza...  Ciertamente, qué feliz soy cuando, con un buen calzado, con ropa adecuada y algunos víveres, estoy rodeado de montañas, de vegetación, con dirección a alguna cumbre que me espera. Una vez allí, cierro los ojos y me siento como un ciego frente al mar, escuchando los sonidos del viento, del agua, de las aves, que siempre parecen improvisar una sinfonía romántica, para que el que sabe escuchar. Y cuando deshago mis pasos, siempre recuerdo a Emily Dickson, animándonos a seguir adelante, ya que todos los inconvenientes lograrán resolverse con la sabiduría del tiempo: … El tiempo sigue adelante, con alegría lo digo a todos los que sufren ahora, ellos sobrevivirán. Hay un sol…  

Ciertamente, todos somos felices sobreponiéndonos al propio tiempo y a ese río que nos lleva y con más frecuencia nos arrastra, el que representa la vida y las circunstancias que la moldean, el que nos baña a diario tanto de belleza, como de dificultades. Mi padre solía decir, con frecuencia, una frase parecida a la siguiente: … Qué bien te sientes cuando hoy has hecho lo que debías hacer, sin demorarte. Mañana aparecerán, posiblemente, hechos inesperados, pero hoy, por ahora, han finalizado. Disfrutemos del sillón y el bienestar… Aprendí de él, desde niño, que, en efecto, las responsabilidades se afrontan, siempre, incluso debemos adelantarnos a ellas para sentir esa paz interior que nos permite convivir con nosotros mismos y con los que nos rodean. Cuanto antes fuera a la tienda del barrio, a por los “mandados” de la época, que recitaba como un loro por el camino (… un cuarto de mortadela, tres barras de pan, un kilo de chuletas cortadas “finas”…), antes podría irme a jugar a la calle durante toda la tarde, ese tiempo infinito para un niño, abundante de tiernas promesas. Sabiduría incuestionable, como aquella que se desprendía del almuerzo y la siesta, según uno de mis abuelos: … Un buen potaje con tagarninas y una buena siesta con una cálida manta por encima, no se puede pedir más a la vida… Carpe Diem, ante la fugacidad del tiempo. Justo lo que expresaba Walt Whitman: … No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños… 

Prosigo mi paseo hasta que las gotas de lluvia irrumpen, imperceptiblemente, acariciando mi ropa, sugiriéndome buscar el refugio cálido de mi casa, como etapa final de la mañana. Y obedezco con diligencia, mi familia me espera, compartiremos un maravilloso almuerzo y moldearemos la tarde, como en la infancia, para extraer de ella ese placer primigenio de estar con nosotros mismos y nuestras propias circunstancias. La felicidad es subirse a una montaña rusa, desbordante de contradicciones, de las que somos reflejo al mostrarnos ambivalentemente alegres, pero también tristes, somos leales, pero traidores, ásperos y tiernos a la vez. Caminamos por la cuerda floja sin red, es indudable, pero cuanto más seguros nos deslizamos por ella, gracias a la experiencia, curtidos por la propia vida, menos riesgo tendremos de caernos. Dejémonos arrastrar hacia abajo, hacia arriba, disfrutando de ello y sin dejar de ser quiénes somos, seres que, en vez de pensar en la felicidad, disfrutemos de la misma. Antes de llegar a mi casa, aún tengo tiempo de recrearme en un famoso poema de Benedetti: 

Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas
defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos
defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias
defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres
defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa
defender la alegría como un derecho
defenderla de Dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar y también de la alegría


martes, 24 de diciembre de 2024

24/12/2024, 18:30 horas


Como todos los años, la paz del hogar y la familia me inundan de sensaciones, mientras la cocina se convierte en el alma de una noche tan especial como la de hoy, donde la cena es mucho más que una comida exquisita. Los prolegómenos, lejos de ser innecesarios, se han sucedido en días previos: las compras, sin límite de continuidad, en esos supermercados abarrotados de género y de personas; la música, que en estos momentos corre a cargo, en mi televisor, de Andrea Bocelli; las bandejas abundantes de delicias navideñas, primorosamente decoradas, que han invadido el salón; el árbol, tan característico, con sus luces, sus adornos, coronado por estrellas. Es el atrezo para una gran noche en la que lo realmente importante son todas y cada una de las personas que componen la familia. 

En estos momentos, alrededor de las 18,30 horas, tengo alrededor de seis años. Refugiado en mi casa, rodeado de juguetes de la época, disfruto intensamente con ellos, hasta la hora de la cena. Juego con los Madelman, intento que las piezas del Exin Castillos tomen forma, al igual que las del Tente. Me siento en el suelo, pugnando con mi mando a distancia para que el coche que da vueltas por el Scalextric no salga disparado del circuito. Proyecto en alguna pared algún corto de Disney, dando vueltas a la manivela de mi Cinexin.  Me miro al espejo, divertido con mi disfraz, barba incluida, de las Mil caras del agente secreto, mientras me pienso dos veces si es oportuno hacer estallar un petardo. Organizo un gran asalto al fuerte, con sudistas, confederados, pistoleros, caballos y diligencias, defendiéndose de los indios, gracias a todo el abundante material de Comansi, a los que he añadido numerosas piezas de Montaplex... Entre juego y juego, leo algún tebeo de la época: de la editorial Bruguera, Valenciana, Novaro, Vértice, Laida..., mientras me atiborro de turrón blando (mi preferido), de peladillas, de algún rosco de vino, de un mantecado de dos pisos envuelto en papel de seda. Con suerte, si mi madre lo permite, esta noche podré probar unas gotas de anís dulce.

Disfruto, inmensamente, de esa infancia en la que fui inmensamente feliz y a la que regreso en Navidad, sintiendo en todos mis poros una gran emoción: la familia me arropa, convierte estas fechas en días mágicos en los que todas las ilusiones son posibles, disparando aún más mi inabarcable imaginación, ese lugar mítico, que afortunadamente sigo recorriendo a diario. Los tres Reyes Magos, con suerte, serán piadosos con todas mis trastadas diarias, como correspondía a un niño de las décadas de los 60 y 70 y me traerán todos esos regalos que tanto anhelo. Aquellos que he descrito en una carta, con dibujos de estrellas en las que me he esmerado en darles color, con los lápices Alpino de mi estuche escolar de doble piso, que he depositado previamente en un buzón. La mañana que sucederá a la noche de Reyes se caracterizará por calles llenas, abarrotadas de niños y niñas, luciendo todos esos juguetes que hemos encontrado al pie del árbol de Navidad, en los armarios (que tantas veces habíamos abierto, en días previos, sin resultado), a los pies de la cama. Coches teledirigidos, bicicletas y triciclos, disfraces de sheriff, David Crockett, Daniel Boone, el cabo Rusty... Correremos como una exhalación, de una casa de un amigo a otra, dispuestos a jugar con todos esos numerosos juguetes, que sus majestades han tenido a bien de dejarnos en nuestras casas y solo regresaremos a la propia cuando las voces de nuestras madres inunden las calles y las plazas, llamándonos para el almuerzo.

No voy a alejarme, al menos por esta noche, del gran escenario de mi niñez. Lo retendré dentro de mí, como el más apreciado tesoro, mientras disfruto de la cena de Nochebuena con mi familia, que se adivina opípara, expresión que se utilizaba constantemente en los almanaques de Bruguera de la época. Escribo estas últimas líneas, mientras que en mi selección de YouTube suena una majestuosa y exquisita versión de Adeste fideles. La vida es una gran colección de momentos inolvidables y hoy, esta noche, se van a suceder muchos de ellos. Feliz Navidad a todos/as. 

 


lunes, 25 de noviembre de 2024

Alma libre


Alfonso se despertó muy temprano, como cada día, entregándose de inmediato al ritual del desayuno, de la ducha, hasta finalizar vistiéndose con su mono de operario de limpieza de la localidad, que lavaba cada dos días.  Antes de salir, fumó su único cigarrillo diario, con parsimonia, durante unos minutos, contemplando el amanecer desde la ventana de su casa, herencia de sus padres, que para él era un oasis, ese lugar donde refugiarse del mundo, frente a un ventanal desde el que se veía el mar. Allí, donde no dejaba de escribir a diario, mientras su imaginación corría libremente. 

Me deslizo por laderas doradas, me refresco en el oasis de mi memoria, me siento fuego que devora mis antiguos recuerdos, para que reinen los nuevos… pensó en voz alta, mientras que imaginaba la colada de un volcán en erupción. Era un alma libre, absolutamente ajeno al mundo, entregado a su propia  imaginación y a la plasmación de ese torrente de imágenes que desbordaban sus sentidos, a modo de poema libre, en una hoja en blanco, constantemente y a diario. Anotó la frase y salió a la calle, dispuesto a vivir parcialmente la cotidianeidad de un mundo que le era absolutamente ajeno, pero al que había logrado adaptarse muy parcialmente, contra todo pronóstico, si bien muy tardíamente.

Las horas que se transformaban en años, habían caído sobre las manecillas del reloj, esquivando a Alfonso, instalado en un cuerpo adulto, pero absolutamente ausente de la realidad cotidiana, para desesperación de sus padres, conscientes de que aquel hijo fantasioso y sensible parecía no ser de este mundo. Hasta finalizar la enseñanza básica, fue un chico normal, más allá de que estaba permanentemente abstraído, hasta que un día decidió ser, simplemente, él mismo y sus propias circunstancias, dispuesto a entregarse a sus ensoñaciones, a sus improvisados escritos, ajeno a cualquier responsabilidad, a la más mínima preocupación. Expuso a sus padres la cuestión con una amplia sonrisa y la más desbordante ingenuidad: … He decidido dedicarme a andar, a pasear y a escribir, solo a eso; no preocuparos, sé lo que hago, quiero ser yo mismo, nada más... 

Por las mañanas se perdía, mochila en la espalda, por las cimas y caminos de la sierra, dejándose llevar por los designios del viento, de la lluvia, de los maravillosos silencios en los que las palabras, al principio titubeantes y finalmente resueltas, acudían a él:
 
Entre riscos, cruzando los ríos, andando por los senderos pedregosos, persigo a las nubes que me mandan saludos. Aquí os espero, adormecido por la naturaleza, a la sombra de un árbol que me susurra secretos del mundo…   Alfonso anotaba en su libreta de mano aquel pensamiento, sintiéndose inmensamente feliz si reflejaba, al menos en parte, el mundo en que vivía, desbordante de cascadas de colores, en el que los sentidos, los estímulos, los pensamientos, las sensaciones, se mezclaban y sucedían sin límite de continuidad. Aquellas libretas crecían en número, mientras Alfonso vertía en ellas aquellos versos, libres de reglas gramaticales y de género literario, como el mismo azar que desliza la lluvia por los surcos de la tierra, pensaba.  Simplemente, el bolígrafo se deslizaba por la hoja, siguiendo los dictados, nunca planificados, del desbordante mundo interior de aquel soñador impenitente, eterno amante de la poesía, de la naturaleza. Único habitante de un mundo onírico para el que se había dejado crecer unas alas inmensas que le permitían volar por él, asomarse a sus infinitos rincones, explorar sus detalles, hasta caer rendido en el regazo de todos y cada uno de aquellos matices que surgían: en la hoja de un árbol, en el sonido del viento, en el riachuelo pintado por el rojo del atardecer...  

… Justo detrás de la montaña cuya cima logro coronar, otra de mayor altura me invita a seguir andando. Dicen que existen tres dimensiones, pero cuando cierro los ojos y escucho las gotas de lluvia recorrer las hojas de un árbol, no tengo dudas: hay muchas más, a las que me asomo por las rendijas de mis sentidos. Viajo junto a los pájaros y comparto con las raíces de las plantas mi propia esencia, esperando a la lluvia para crecer junto a ellas… Recorro el mundo sintiendo su respiración y con frecuencia, la confundo con la mía…

Al llegar a su casa, generalmente a la caída de la tarde, se sentaba con sus padres en el salón y les leía todas aquellas sensaciones, tanto las que había escrito, como todas aquellas que improvisaba, mezclando vivencias del día y de otros anteriores. Sus progenitores prestaban absoluta atención ante aquel torrente de poesía, emocionados, sin interrumpir a Alfonso, que tras la ducha, se encerraba en su habitación, trasladaba sus anotaciones a una de sus abundantes libretas y se ponía a leer hasta la hora de la cena. Evidentemente, estaban muy preocupados por su hijo, por su singular presente, pero sobre todo por su incierto futuro. Al mismo tiempo, se sentían impotentes para influir en él, tras intentarlo tantas veces, con la mayor de las delicadezas y siempre con el mismo resultado: Alfonso se limitaba a sonreír, expresaba a sus padres el gran amor que les profesaba y les aseguraba que no tenían de qué preocuparse. Él era inmensamente feliz con aquella vida que había elegido. 

Transcurrido el tiempo, los años, el fallecimiento del padre de Alfonso marcó un antes y después en la vida del Peter Pan en el que se había convertido. Antonio, el concejal, amigo desde la infancia, movió los hilos adecuados para lograr que Alfonso, con 30 años, después de una vida en la que había estado absolutamente ajeno al mundo, siempre dependiente de sus padres económicamente, contara con algún trabajo fijo y sobre todo un medio de vida. … Algún trabajo que solo le ocupara una parte del día y con el que apenas tuviera contacto con las personas, quizás asíSu padre se ha ido, cuando yo lo haga, ¿qué va a ser de él?… Es mi único hijo… Así convenció la madre de Alfonso a Antonio y para sorpresa de todos, la propuesta fue del agrado del eterno poeta. Todo consistía en madrugar, limpiar y volver a casa, a tiempo para emprender su excursión diaria.  

Se esmeraba con sus tareas, todas aquellas operaciones de limpieza del sector de la localidad que tenía asignado, a esas horas tempranas, donde apenas había nadie por las calles. A su manera, se convirtió en un esmerado profesional y desde el primer momento fue consciente de que no solo había que limpiar las calles, sino también dar una buena imagen a los escasos transeúntes, a los que siempre saludaba, interesándose por ellos, por su salud, por su familia. Aprendió a utilizar con eficacia sus herramientas cotidianas: una escoba grande, el carrito, recogedor, espuerta, tablillas, azada, llaves de papeleras y bolsas varias. La calle, las personas, las aceras, sus utensilios de trabajo, aparecieron frente a él como una nueva dimensión que aderezó su inspiración literaria:

El asfalto es una prisión, por la que vagamos, buscando abrir la puerta de nuestra celda. Cuando logramos salir de ella, quedamos cegados por la luz de un sol desperezándose entre las nubes. Parpadeo, hasta que mis pasos se despojan de la timidez y entonces, abandono mi llave, a un lado del camino, junto a otras muchas llaves. Defraudado, me siento en un borde del camino: por un momento, pensé que sería la única...   

Y de nuevo, el tiempo siguió transcurriendo para Alfonso, en el que su madre invirtió esfuerzos y psicología en enseñarle cuestiones imprescindibles. Desde el valor del dinero, aspecto fundamental para alguien que apenas conocía ni su valor ni uso, hasta conseguir que se acercara a la cocina y pudiera prepararse platos sencillos, pasando por la lavadora y la plancha. En esta tarea titánica, consiguió arrastrar a su hijo, que cedió a regañadientes, hasta los supermercados e instruirle en las compras de productos básicos, así como a usar una tarjeta de crédito, elementos cotidianos a las que siempre había permanecido ajeno. Aquella entregada mujer no tardó en fallecer, tras hacer prometer a todos los familiares que cuidarían de él, cuanto menos con la comida. Lo último que le dijo a su hijo, antes de expirar, en una cama del hospital, sorprendió a Alfonso: … Hijo, sigue siendo feliz, sé siempre tú mismo y sobre todo, no dejes de escribir. Siempre te he comprendido y nunca te lo he dicho, pero he leído todo, absolutamente todo lo que has escrito, los centenares o miles de libretas que has completado. Son textos maravillosos… 

Alfonso siempre se había sentido feliz en su soledad, plenamente identificado con el sonido de la naturaleza, que observaba a diario, fundiéndose con ella, intercambiando sensaciones en cascada, a las que se unían pensamientos que tomaban forma en sus libretas. Tal como le había comunicado a sus padres, realmente era inmensamente dichoso, recorriendo cada día los parajes naturales que abundaban cerca de la localidad, andando por ellos sin ningún rumbo prefijado, deteniéndose constantemente, ante tantos estímulos: … Llega el viento, que mece las flores, las hojas, a los árboles. Si cierro los ojos, me desplazo con las nubes y si los vuelvo a abrir, el sol me deslumbra, abriéndose paso entre las ramas. Me tumbo en el suelo y escucho los sonidos de la tierra. Los susurros que llegan me hablan del tiempo, de la lluvia, de la vida que siempre se abre paso. Arrullado por el murmullo de la tímida brisa, las caricias del sol y la fresca, penetrante fragancia de las flores, celebro que estoy vivo, dejándome caer en una profunda y soñolienta retrospección... 

Sin embargo, la muerte de su madre le causó un gran desasosiego, una sensación inédita para un poeta que vivía en una abstracción permanente. Alguien como él, concebía la vida como un milagroso proceso de regeneración. Era consciente que la mujer que le había traído al mundo y le había cuidado día a día, no regresaría y que todas aquellas sensaciones que había concebido como eternas, de calidez, de protección, de seguridad, que siempre le había transmitido su madre, se habían ido con ella y para siempre. Pero no le cabía duda que ella renacería, de algún modo, de alguna forma, ligada a ese ciclo eterno de metamorfosis de la existencia, que siempre había percibido, observando día tras día, atentamente, la naturaleza. Había intentado describir estas sensaciones, pero eran tan inmensas que las meras palabras siempre eran insuficientes para dar forma a un universo, el de la vida, que no podía imaginar ni visualizar,  solo sentir dentro de sí,  mientras las percepciones se abrían paso por todos sus sentidos, iluminando, impregnando de emoción todos los rincones de su cuerpo, de su mente.   

Así, la melancolía fue difuminándose, según pasaron los días y la rutina diaria de Alfonso se sucedía, pero al mismo tiempo comenzó a crecer en su interior, primero como un ínfimo susurro dentro de sí y más tarde como una ola que se abría paso por cada uno de sus poros, un deseo de cambio, de renovación que no acertaba a definir. Sus excursiones comenzaron a ser cada vez más extensas, mientras su vista se perdía a través de las montañas, de las nubes. Un deseo creciente de seguir andando, sin detenerse, comenzó a crecer, desde un día, que se topó inesperadamente con un gran árbol caído, mostrando sus raíces. De repente, las respuestas acudieron: los lazos que mantenía con la vida convencional, habían desaparecido por completo. Nada le retenía en su casa, en su localidad, a su trabajo. Sus propias raíces, si acaso habían existido alguna vez, habían sido arrancadas, por completo. Y a diferencia del árbol, él estaba en pie...      

... No hay límites para el infinito, no hay barreras para el que quiera deslizarse por las inmensas franjas verdes de nuestro planeta. Solo obstáculos, que nuestros pasos firmes deben sortear para seguir recorriendo nuestro camino, que no tiene final, ni ha tenido principio, pues estas travesías estaban ahí, antes de nuestro nacimiento, inmortales frente al tiempo, escribió aquella noche. Al día siguiente, sacó todo su dinero del banco e invirtió gran parte del mismo en preparar concienzudamente todo el equipo que necesitaba: desde botas y ropas adaptadas a cada estación, pasando por tienda de campaña, saco de dormir, esterillas, arnés, cuerda, mosquetón... Todo debía caber en su gran mochila, que sería su única y gran compañera de viaje, el que anhelaba comenzar. 

Era consciente que no podía desaparecer, sin más. Habló con sus tíos y tías, a los que apenas conocía y se despidió de Antonio, el concejal. A todos ellos les explicó sus planes: ponerse a andar, sin más rumbo fijo que seguir siempre hacia delante, sin mirar atrás. La comida la iría adquiriendo según la necesitara, desviándose hasta localidades cercanas. Todos le preguntaban cuánto tiempo estaría fuera, cuándo regresaría, pero Alfonso era incapaz de responder, ni él lo mismo lo sabía. En su interior, sabía que nunca lo haría, pero no reveló este pensamiento, para no alarmar a nadie. 

Así, al día siguiente, coincidiendo con el amanecer, Alfonso comenzó a andar, sin volver la vista, tal como se había propuesto. Se sentía plenamente feliz, con una intensidad emocional que nunca había experimentado con tanta plenitud. Su cuerpo era una máquina perfecta, tallado y moldeado día a día, que combinaba músculos definidos y una forma física excelente, él era un atleta en su absoluta plenitud. Ese primer día, cuando ya estaba inmerso en la sierra, llovió ligeramente y se detuvo a contemplar un intenso arcoíris. Sacó una libreta de bolsillo y escribió: 

... La luz no se acaba, jamás se extinguirá, pues siempre fue mía. Ocurre hoy, como ocurrió ayer, como siempre ha ocurrido. Miro dentro de mí, con esperanza, sin atisbo alguno de melancolía. La luz de mi corazón, me ilumina. Conmigo vivirá eternamente, soy hoy y seré siempre: no en el recuerdo, sino en mi presente, en el día continuo del sueño de mi vida y en el futuro... Hoy soy un hombre, mañana seré viento...  

En el tren

Refugiado en mi asiento, me abandono al inevitable duermevela de los viajes en tren, mecidos mis sentidos por la fuerte lluvia que emborrona...