La voz de
Anfítrite siempre surgía con la llegada del verano. Al principio, sutilmente,
en forma de susurros, hasta transformarse en un poema musical. Sus
palabras inundaban mis sentidos, siempre en la orilla del mediterráneo,
desplazándome mentalmente a las profundidades de aquel fascinante universo
azul, donde las cincuenta nereidas nadaban a mí alrededor, sosteniendo tridentes
y guirnaldas de flores. Escoltaban el carro de conchas de perlas tirado por
delfines, que me conducía a los dominios del dios de los mares, el esplendoroso
palacio dorado donde la diosa vivía junto a Poseidón.
Veían en mí a su hijo Tritón, pero yo era un simple pescador con la piel abrasada por el sol y manos encallecidas, con apenas dieciocho años recién cumplidos, que no conocía otra realidad más allá del mar y las redes que lanzaba cada día a las aguas. Una vida gris, monótona y agotadora, entregada a un solo ritual: el mar y sus peces. Cada día, con movimientos seguros y precisos, extendía la red sobre la barca. Me aseguraba de que la relinga superior, con sus flotadores, y la relinga inferior, con sus plomos, estaban listas para su cometido. Tomaba la red con ambas manos, la elevaba por encima de mi cabeza y con un movimiento coordinado, la lanzaba al agua. La red se abría como un abanico, extendiéndose sobre la superficie antes de hundirse lentamente, formando una gran circunferencia en el mar. El número de peces atrapados equivalía a un día de bienestar o de penurias.
Tal era mi vida y nada más podía esperar de ella hasta que un día, inesperadamente, en la red apareció un objeto que recordaba en sus formas a un pequeño tridente de coral, de color áureo. Era un claro presagio, pero más allá de mi sorpresa, me limité a devolverlo al mar, mi mente solo estaba ocupada por los peces.
Ocurrió lo inesperado, a los pocos días, en una noche de agosto, en la que los marineros y pescadores invocábamos a las ninfas del mar, con altares dedicados a ellas situados en la orilla. Les hacíamos ofrendas de aceite, miel y leche, mientras apelábamos a su indulgencia, para tener un viaje favorable y un regreso seguro a las costas. Pero nuestra suerte parecía estar escrita por Zeus: una repentina y terrible tormenta se abatió, en cuestión de segundos, sobre nuestras cabezas, arrastrando sin remisión a las embarcaciones contra los arrecifes, haciéndolas añicos.
Aquel mar embravecido nos condenaba a todos a morir en sus profundidades, siendo inútiles nuestros esfuerzos por mantenernos desesperadamente a flote. Junto a los restos de las frágiles barcas, fuimos devorados por las aguas embravecidas y sentí como caía a un abismo, teñido de rojo, del que no podía salir. Antes de que mis pulmones estallaran por completo, en las profundidades de aquel mediterráneo furioso, me pareció ver un destello de luz avanzando hacia mí y de repente, mi mirada y la de Anfítrite, se cruzaron. Surgió mágicamente, como una presencia etérea, irradiando una calma que parecía apaciguar el caos mortal circundante. Antes de desmayarme, pensé que aquella visión era lo último que vería en mi vida.
Me desperté en el palacio submarino de Poseidón, bajo los cuidados intensos de las nereidas Actea, Ágave y Eudora, así se me presentaron las tres bellas ninfas del mar. Todas formaban parte del séquito de Poseidón y eran conocidas por los marineros, dado que siempre socorrían a aquellos que lo necesitaban, como era mi caso. Estaba rodeado de delfines e Hipocampos, estas últimas criaturas, mitad caballo, mitad pez, que transportaban sin cesar a dioses, diosas y ninfas marinas por el mar. Las nereidas me daban de comer los frutos del mar, vestidas con túnicas de seda blanca con bordeados dorados, con sus coronas formadas por ramas de coral rojo.
Entre tanta belleza, tardé en hacerme preguntas, quizás porque las respuestas estaban a mi alcance: además de ser el único superviviente del naufragio, podía respirar bajo el agua, por las branquias que habían aparecido, sorprendentemente, en mi cuello. Nos comunicábamos sin abrir los labios, bastaba mirarse a los ojos y nuestras mentes hacían el resto. Para todos los habitantes del reino de Poseidón yo era Tritón, el hijo de Anfítrite y Poseidón, mitad humano, mitad pez, una divinidad acuática que podía transformarme a voluntad. Cierra los ojos. Y deja fluir el deseo... me indicaron las nereidas. Así, mi metamorfosis era inmediata: la parte superior del cuerpo de un hombre y la parte inferior del cuerpo de un pez. Me sentí cómodo en mi nuevo cuerpo y en cuanto me recuperé, comencé a usarlo, nadando velozmente.
Como Tritón, recorrí el palacio submarino, una maravilla oculta en las profundidades marinas, un lugar de ensueño donde la luz se filtraba a través de aguas cristalinas, creando un espectáculo de colores y sombras. Muros hechos de perlas brillantes y corales centelleantes resplandecían, adornados con esculturas de criaturas marinas y sirenas danzantes. Columnas hechas de algas marinas entrelazadas con plata sostenían techos de cristal que reflejaban la belleza del océano. Dentro, múltiples salas llenas de tesoros marinos, como conchas nacaradas y piedras preciosas, adornaban las estancias, mientras que en el salón principal, Poseidón y Anfítrite, este con su tridente de oro, presidían reuniones con todas las criaturas del mar. El palacio se encontraba en un jardín submarino de exuberante belleza, donde plantas marinas bioluminiscentes iluminaban el camino y criaturas marinas nadaban libremente, creando un ambiente de paz y serenidad.
Anfítrite me abrazaba: yo era su hijo perdido, que felizmente había retornado. Un día, eras aún un niño, desapareciste y supimos que habías decidido unirte a los hombres, ser uno de ellos. Olvidaste tu verdadera naturaleza, mientras vivías entre mortales... Ahora debes recordar quién eras, quién eres, querido hijo, de nuevo estás en tu casa, en tu reino... Poseidón asentía, inmensamente feliz, ante su supuesto hijo, al fin reencontrado. Pero yo no tenía recuerdos de ese mundo que no dejaba de deslumbrarme, allá donde ponía mis ojos. El palacio no era una estructura rígida, sino que parece fluir con las corrientes marinas. Las paredes eran de un material perlado que brillaba con luz propia, y los techos, de cristal permitían una vista impresionante del océano circundante. Estaba adornado con tesoros del mar: perlas gigantes, corales de colores, piedras preciosas encontradas en naufragios, y esculturas de criaturas marinas hechas de materiales del mar.
Cada sala que recorría tenía una función específica. La sala del trono donde Poseidón y Anfítrite recibían a sus invitados, estaba adornada con un trono hecho de conchas marinas y rodeada de sus más leales súbditos. Había también bibliotecas con pergaminos marinos de coral, habitaciones llenas de tesoros, y salones de banquetes donde se celebran fiestas con néctar y ambrosía submarina. Un jardín rodeaba el palacio, lleno de plantas marinas bioluminiscentes, que iluminaban el lugar con luz propia. Peces de colores brillantes nadaban entre las algas y corales, creando un espectáculo de belleza natural. Entre estas maravillas, el ambiente era de serenidad y paz. La presión del agua parecía inexistente, y la luz del sol que se filtraba, creaba una atmósfera mágica. Todo el conjunto irradiaba tranquilidad y armonía.
Pero, para mi desesperación, ninguna de estas maravillas me era familiar y por más que me esforcé en ello, no logre encontrar atisbo alguno de una vida pasada entre mis recuerdos. Anhelaba encontrarme con esa existencia que, según mis padres, había dejado atrás. Yo quería ser Tritón, pero mi mente parecía negar lo que para todos, excepto para mí mismo, era una evidencia. Las sirenas celebraban mi vuelta, nadando junto a mí. Los Abgal, los siete espíritus sabios del agua, me saludaban, eufóricos: ¡De nuevo Tritón está con nosotros!, gritaban a mi paso. Cuando cabalgaba a lomos de un hipocampo, me sentía eufórico y dueño de mí mismo, de mis actos, mientras me cruzaba con los Ictiocentauros, majestuosos centauros con cola de pez que hacían una reverencia a mi paso. Mis hermanos, otros tritones, se responsabilizaron de mí, mostrándome todos los secretos del océano, mientras las nereidas velaban para que no me ocurriera un imprevisto. Estas últimas entonaban cantos en mi honor:
Oh, Tritón, el de los cabellos revueltos, el bello ser de tez morena,
Dios e hijo de dioses, héroe de brazos poderosos, de cuyo tridente emana la
energía del océano
Aquel que ha vuelto y que ya está entre nosotros, iluminándonos con su
fuerza y sabiduría
Ahora que has regresado, Oh, Tritón, nuestro reino brilla con la luz que
irradias
Sigue el canto de las sirenas, recorre los mares y muéstrate con orgullo a
los seres que te veneran
¡Que todos sepan que el gran Tritón, el hijo de Poseidón y Anfítrite, surca de nuevo las aguas!
Me había convertido en una criatura submarina. Pero si realmente era Tritón, ¿por qué no podía recordar? No podía concebir a ningún ser permitiéndose olvidar aquel reino fastuoso, tras vivir en el mismo y aún menos abandonarlo. No retenía ningún recuerdo del niño Dios que todos contaban, el que se fugó, para vivir entre los hombres. Sin reminiscencias de mi hipotético pasado, era la primera vez que veía aquel palacio y a los habitantes del mar. Me sentía como un impostor, mientras deseaba, con todas mis fuerzas, volver a ser aquel que todos decían que era y maldiciéndome a mí mismo por no conseguirlo, a pesar de que mi cuerpo era mitad hombre y mitad pez, de mis branquias, de la fuerza física colosal que había crecido en mis músculos. Recordaba mi infancia, entre otros niños, en una aldea de pescadores. El transcurso de los días, siempre al borde la pobreza extrema, pero felices porque a pesar de todo, los habitantes de la aldea nos teníamos los unos a los otros y siempre había algo que comer, por frugal que fuera. Días que me fueron transformando en un hombre, hasta que recibí mi bautismo como pescador, conduciendo por mí mismo nuestro frágil esquife y logrando mi primera pesca sin ninguna ayuda.
Nuestro pasado es siempre valioso, pero lo es aún más el presente. Cuando tus dudas se disipen, volverás a ser Tritón, simplemente porque te sentirás como el Dios que eres... Anfítrite me acogía entre sus brazos, mientras acariciaba mi rostro. Ninguna mortal o diosa podía rivalizar con su deslumbrante belleza. Su presencia era etérea, coronada por su cabello, reminiscente de la luz del sol danzando sobre las olas, que caía en cascada por su espalda. Su risa resonaba como el suave murmullo de las mareas oceánicas, y su presencia irradiaba una calma que parecía apaciguar el caos circundante. La diosa encarnaba la esencia de los mares que Poseidón gobernaba, la misma diosa que me abrazaba e insistía en llamarme su hijo.
Debes explorar mis dominios y ya estás preparado para ello, me dijo Poseídón. Lleva contigo tu caracola y recuerda que soplando en ella, tienes el poder para calmar o elevar las olas. Porta con orgullo el tridente, que te identifica como príncipe del mar y no olvides su poder destructor. Pero sobre todo, evoca quién eres: venciste a Miseno, hijo de Eolo y también a Heracles, en singular lucha. Te esperan seres muy poderosos como Tetis. Otros dioses con poderes inimaginables, Nereo, Proteo, Glauco y Forcis entre ellos. Los Telquines, una raza de demonios acuáticos. Monstruos como Escila, un ser femenino con seis cabezas y doce patas, siempre letal. Y tantos otros que, sin duda, se cruzaran en tu camino. Parte, hijo mío. Mientras encuentras conocimiento, te conocerás a ti mismo...
Así comenzó mi viaje por las abismales profundidades de los océanos, a lomos de un delfín. En mi periplo, los encuentros anticipados por Poseidón no dejaron de sucederse, mientras descubría otros seres, otros reinos, en el infinito del gran azul, desbordante de vida, pero también, como fui desvelando, de muerte. Lejos del reino de mis padres, el mundo submarino no distaba de aquel en el que yo había vivido: ambición, odio, ira y soberbia y en consecuencia, destrucción y caos caracterizaban a las criaturas marinas que fui conociendo, muchas de ellas marcadas, por una razón u otra, por un profundo aborrecimiento hacia Poseidón. Como Escila, que había sido una de las más hermosas de sus amantes, una preciosa ninfa transformada en un horrible monstruo por Anfítrite.
... Tu madre descargó en mí todo su odio, tantas eran las amantes de Poseidón. Yo pagué por todas ellas, por ser la más bella. Mi destino quedó sellado junto a Caribdis, ambas transformadas en seres abominables: los barcos que reducimos a astillas y los marineros que devoramos a diario constituyen nuestro alimento y conforman nuestra existencia. Espero que algún día pueda probar la carne de Poseidón y de Anfítrite... Y ahora, márchate, mientras puedas y antes que mi paciencia se agote, los rumores han llegado hasta mí, te sientes un extraño... en el fondo, tú y yo somos iguales, no queremos ser aquellos que somos...
Escila era conocida por su aborrecible cuerpo. Sus doce patas deformes estaban coronadas por seis horribles cabezas, todas con larguísimos cuellos de serpiente, cuyas bocas abiertas enseñaban tres filas de dientes apretados, espesos, henchidos de muerte sombría. Pero a pesar de todo, aquellos múltiples ojos expresaban más que crueldad, un sufrimiento indecible. Abandoné aquella gruta inaccesible para los mortales, situada en el estrecho de Mesina, el angosto mar entre Sicilia y el continente italiano que yo, como pescador, tantas veces había evitado. Nadie, en su sano juicio, hubiera querido estar sobre una embarcación situada entre Escila y Caribdis.
Mi delfín nadaba velozmente, con las últimas palabras de aquel ser resonando dentro de mí, mientras mis encuentros se sucedían. Conocí el enorme y colosal Kraken, la más incontrolable y destructiva de las criaturas del mar, enjaulada por Poseidón, que rehusó hablar conmigo, salvo para comunicarme que mi padre sería su próxima víctima. Me topé con la Hidra de Lerna, un monstruo tan venenoso que podía matar a cualquier ser con su aliento, así que me cuidé de acercarme a ella. Mi interés era el Inframundo, que la Hidra vigilaba con celo. Hades reinaba en él, en ese laberinto neblinoso y sombrío, última morada de los mortales, a la que iban cuando fallecían. Los más desafortunados, de existencias impías, se hacinaban en el temido Tártaro, sufriendo eternas torturas. Yo quería visitar Mnemósine, allí donde las vidas pasadas eran recordadas, así que me puse a llamar a gritos a Hades, poniendo en guardia tanto a la Hidra como al temido Cerbero, que comenzaron a seguirme, mientras yo nadaba velozmente en círculo, sin perder de vista la entrada a la cueva. No tardó en aparecer Hades, sobre un carro oscuro tirado por centauros negros, ordenando a sus criaturas retirarse... Al fin mi sobrino se digna a hacerme una visita. Entra a mi reino, al que eres bienvenido. Compartirás mi trono de ébano y me contarás como logra tu padre sobrevivir a tantos enemigos...
Nadamos por aquel reino de la oscuridad, iluminado por la horca de dos púas que empuñaba Hades, que desprendía una luz azul que parecía guiar nuestro camino entre las tinieblas a las que al poco, se añadieron toda clase de lamentos. Las almas de los muertos no descansaban, deambulando por el extenso reino y buscando su destino final, que podía ser el Elíseo, el Tártaro, o simplemente vagar sin rumbo, recreándose en la quimera de volver al reino de los vivos. ... La obsesión de los mortales es la muerte, todos desean seguir viviendo, ser inmortales. Y cuando Caronte va a por ellos, lejos de la resignación, se resisten a ser juzgados y prefieren deambular eternamente, gritando a la nada que ellos no deberían estar aquí... Nos habíamos acomodados en una lujosa sala, adornada con oro, perlas, y otros tesoros marinos, que reflejaban la riqueza y el poder de su gobernante. Sus paredes estaban hechas de coral y adornadas con gemas brillantes, y las columnas lucían, decoradas con intrincados diseños marinos, la única estancia iluminada de aquel reino inabarcable.
Hades tenía demonios a su servicio, como Pena y Pánico, que ejecutan sus órdenes, sirviéndonos suculentas viandas. Mi tío tenía fama de justo en su función de juzgar a los muertos y administrar su reino, de Dios distante y poderoso, que nunca interfería en los asuntos de los dioses ni los mortales, así que le conté mis problemas de memoria, ante los que se mostró tan sorprendido como divertido... No sería la primera vez que un inmortal se pierde en los laberintos del olvido. Pero tú tienes el mismo anhelo por recordar, como miedo a conseguirlo. Mnemósine es ese mundo, dentro de mi reino, que hace recordar a las almas de los difuntos todas sus vidas pasadas. Los que lo visitan, lo hacen con expectación, pero todos acaban impregnados de locura y tristeza, cuando descubren todas sus existencias, pero también todas sus inevitables muertes. Te equivocarías entrando ahí, Tritón. Leteo, el reino del olvido, y Mnemósine, el de la memoria, son complementarios, indisolubles entre sí. Visitar uno de ellos implica hacerlo en el otro y así sucesivamente, durante la eternidad. En cuanto recordamos, queremos olvidar y viceversa, es el sino que nos une a mortales e inmortales, nunca satisfechos con nuestras vidas. Es mejor que sigas tu camino...
Seguí recorriendo los océanos, sin encontrar respuestas y sorprendiéndome siempre, en cada uno de mis innumerables encuentros. El que sucedió con los Telquines me marcó profundamente: eran una tribu de nueve hermanos, seres marinos con aletas en lugar de las manos, pies de pescado y cabezas de perro, todos con una fuerza descomunal. Cércafo era el líder de todos ellos, junto a su mujer Cidipe. Vivían entre las ruinas de grandes ciudades a las que pusieron sus nombres, Lindo, Yaliso y la resplandeciente, en otros tiempos, Camiro, destruidas todas ellas por Poseidón, por considerarlos hijos indignos: eran seres rencorosos que desde siempre, acechaban a cualquier criatura que se cruzara con ellos, convirtiéndolo en víctima. Asesinos despiadados, sedientos de poder y riquezas. Dominaban los hechizos y podían provocar maremotos a su voluntad, así como cambiar su aspecto natural. Aunque en realidad eran mis hermanos, despreciaron mis saludos y no dudaron, desde el primer momento, en atacarme, anhelando venganza... ¡Tritón, maldito, tú pagarás por tu padre!...
Me había propuesto no luchar contra ninguna criatura del mar, mi naturaleza no era la de un guerrero, por más que me consideraran como tal. Sabía el poder destructor de mi tridente, pero me había prometido a mí mismo no utilizarlo contra nada ni nadie, bajo ningún concepto. Así, me vi obligado a utilizar la caracola: soplé fuertemente en ella y enseguida, el mar se abalanzó con furia incontrolable contra los Telquines, dispersándolos violentamente y reduciendo a polvo los restos de aquellas ruinas en las que habitaban.
Mi primer impulso, de huir velozmente, fue sustituido por un anhelo inevitable: quería comprobar que a pesar de la embestida de las aguas contra aquellos seres, estos se encontraban con vida. Al fin y al cabo, todos éramos hijos del mismo padre. Cércafo fue el primero en aparecer, tambaleante y al poco, lo hicieron todos sus hermanos. Temí por Cidipe, a la que comencé a buscar hasta encontrarla, aún con vida, prácticamente sepultada por los restos de una columna de coral. Los Telquines, cuando salieron de su aturdimiento, acudieron raudos y se ocuparon de ella, ante el evidente abatimiento de Cércafo, que era la viva imagen de la desesperación.
Anfítrite me había proporcionado, antes de mi partida, unas algas de efectos prodigiosos, capaz de sanar cualquier herida. Se las cedí a Cércafo, que las friccionó inmediatamente en el cuerpo de Cidipe. Enseguida abrió los ojos y se incorporó, completamente sanada de sus heridas. Así, la actitud de mis hermanastros para conmigo cambió por completo: me invitaron a recuperar fuerzas en la única de sus moradas que aún seguía en pie, un palacio esculpido en el interior de una gruta submarina, a la que nos dirigimos nadando velozmente. Yo anhelaba poder hablar con ellos, ayudarles a reconstruir su reino, contribuir a eliminar aquella naturaleza malvada por la que eran conocidos... Tritón, hoy eres bienvenido, has salvado a Cidipe de una muerte segura y los Telquines, a pesar de todo, sabemos corresponder. Pero mañana volverás a ser para nosotros un simple rival... Por más que insistas, no eres nuestro hermano. Ni Poseidón es nuestro padre: nos abandonó siendo niños, expulsándonos de su reino y descargando a capricho y constantemente, su furia en nosotros, según crecíamos, completamente solos y desesperados...
En Cércafo se evidenciaba el más profundo de los desamparos. Junto a sus hermanos, siempre había estado solo, despreciados por Poseidón, sobreviviendo a duras penas, pugnando contra todo, contra todos. Y como consecuencia de ello, los Telquines se habían transformado en esos seres absolutamente despiadados, como así eran conocidos. Comprendí que no había nada que hacer: aquella tregua pasajera no era entre hermanos, era entre enemigos. Al poco, proseguí mi camino, con una desazón absoluta. El infinito azul en el que reinaba mi padre estaba invadido por recelos, odios viscerales y amenazas constantes de guerra.
Recorrí enormes llanuras abisales, bellas montañas submarinas que se elevaban, imponentes, desde el fondo marino; sorprendentes cañones submarinos, profundos surcos excavados en el fondo del mar por corrientes submarinas, en los que las sirenas y los delfines disfrutaban, persiguiéndose unos a otros. Los corales, esponjas, anémonas y otros organismos marinos constituían estructuras que proporcionaban hábitats complejos para otras especies: el profundo fondo marino albergaba una variedad de criaturas fascinantes, como peces abisales, crustáceos, gusanos y otros asombrosos seres que como hombre y pescador, jamás hubiera podido sospechar de sus existencias.
Las fosas oceánicas llamaron mi atención y exploré el abismo en el que habitaba la ninfa Calipso y sus dos hijos, Nausítoo y Nausínoo. Bellas criaturas bioluminiscentes me mostraron el camino, en aquella absoluta oscuridad. Los peces dragón y los crustáceos, estos últimos desprendiendo por todo su cuerpo luces azules, me guiaron hasta la morada de Calipso, en cuya puerta montaban guardia grandes peces caracoles transparentes, con cabezas que dejaban ver sus cerebros. Fui bien recibido por sus dos hijos, que me mostraron los tesoros de la isla de Ogigia, allí escondidos para que nadie pudiera robarlos: incontables cofres llenos de monedas de oro, diamantes, perlas, rubíes y otras piedras preciosas... La codicia es capaz de destruir civilizaciones enteras. La ciudad sumergida de Pavlopetri es prueba de ello. Mientras las riquezas sean inaccesibles, nuestra madre y Ogigia, su morada, estarán a salvo...
Visité las ruinas de Pavlopetri. En otro tiempo, una gran y próspera civilización, que había quedado reducida a escombros, cuando sus habitantes decidieron aniquilarse entre sí. Los restos de la ciudad, incluían edificios, calles, patios y abundantes tumbas diseminadas, junto a ánforas y vasijas que en otros tiempos adornaron estancias fastuosas. Una civilización avanzada cuya ambición, traducida en odios recíprocos, había llevado al absoluto exterminio de sus habitantes, entre guerras y batallas fratricidas. El anhelo de poder de unos pocos, convirtieron en bestias criminales a todos los habitantes de aquel imperio, antaño famoso por su prosperidad. En la fachada derruida de uno de sus palacios, leí la siguiente inscripción: Xenia. Viajero, cuentas con nuestra amistad y hospitalidad...
Seguí nadando, deseoso por olvidar aquel vestigio de ruindad, hasta llegar al destino que me había prefijado, la gran morada palaciega en la que habitaba Tetis junto a su padre, Nereo y otras nereidas. Fui recibido por ella, sentada en su trono de oro, en una de aquellas grutas que conformaban un reino parecido al de Poseidón, un vasto conjunto de palacios dorados en el fondo del océano, de sublime belleza: abundantes formas de coral, primorosamente talladas, circundaban el inabarcable imperio de la madre de Aquiles.
... Inmortal Tritón, sé bienvenido a mi reino. Las nereidas ya me habían hablado de tí y esperaba con impaciencia tu visita. Debes descansar, mientras te deleitas con la música del siempre inspirado Apolo, dado que también tenemos el placer de contar con su visita. Mis hermanas, cuando hayas reposado, te mostrarán nuestros palacios...
La belleza de Tetis era deslumbrante. Sus ojos rebosaban sabiduría, herencia, sin duda, de su padre, Nereo, el más antiguo y benévolo dios marino, conocido como el anciano del mar, cuyas sabias palabras y decisiones siempre abundaban en veracidad y virtud. Pasados los días, en los que disfruté de su hospitalidad, le pedí consejo, mientras las nereidas bailaban para nosotros, a los sones del arpa de Apolo...
… Ah, Tritón, es todo muy simple, debes tomar una decisión y escoger aquella con cuyo destino puedas sentirte más identificado. Si un día te decidiste por una naturaleza terrenal, para olvidar por completo que eras hijo de Poseidón y una de las más famosas criaturas marinas, aunque lo hiciste a temprana edad, motivos tendrías para ello, por más que no recuerdes los mismos. Y nada impide que vuelvas a hacerlo, ahora que has conocido todos los secretos del mar y a sus habitantes y te sientes defraudado. Pero tanto, como en tu existencia entre los mortales...
Los versos de Apolo recorrían el océano en la voz del Dios y las nereidas:
Oh, aguas llenas de vida, aguas azules por las que nos
deslizamos
Allí, donde las olas, impulsadas por vientos agudos,
Lamen los reinos desde ambos lados,
Seguiremos surgiendo, brillantes y poderosos,
Seremos inmortales, hasta que un nefasto día, los
hombres se olviden de nosotros
Nereo era un sabio y sus palabras parecían incrustarse, una a una, dentro de mí: ...Nuestros mundos, como ya has descubierto, son muy parecidos. Buscamos la felicidad intentando sortear, constantemente, tentaciones, retos y experiencias desafortunadas que nos conducen hacia atroces sufrimientos, porque en el peor de los casos, nos habremos equivocado y tanto nosotros, como los que nos rodean, serán destinatarios de estos errores, pagando por ello... Y no hay ser, mortal o inmortal, capaz de esquivarlos siempre. Tu elección, entre las dos posibles existencias, no puede estar regida por una hipotética mayor felicidad en una u otra, debes regirte por otras decisiones que solo a ti conciernen. Todas ellas te causarán dolor, pero seas quién seas, finalmente, tu corazón será el mismo...
Regresé junto a Anfítrite y Poseidón. Les relaté mis experiencias y les hice partícipe de mi decisión: ... Nunca sabré por qué hui del mar, siendo niño, para transformarme en un mortal, destinado a ser un humilde pescador cuyo destino no era otro que lanzar, diariamente, mis redes a los fondos oceánicos. Pero, fuera como fuese, esa vida es la que yo he construido, la única que me pertenece, dado que por miserable que haya sido, es la mía, la que he vivido cada día. Aquí, como hijo vuestro, soy un mero impostor: no soy Tritón, vuestro hijo, el poderoso Dios submarino, dado que no soy ese gran guerrero que todos quieren ver en mí, aquel que merecería Poseidón y su reino. No soy digno de portar la sagrada Charonia, aún menos el tridente como cetro de poder del emperador de los mares. Y por más que me esfuerce, jamás lo seré... Os ruego que intentéis entenderme, oh, padres míos: no puedo dejar de ser el simple mortal que he sido...
Mis padres no interrumpieron mi discurso, por más que en sus ojos se dibujaba una inmensa tristeza. Estaban perdiendo, por segunda vez, a su hijo, a su heredero.
... He aprendido a amar intensamente el reino submarino, tan profundamente bello como terrible. La mayor de las bellezas imaginables convive junto a la crueldad, la destrucción, la muerte. La miseria y la gloria que se disputan el alma de todo ser, mortal o inmortal están presentes en el imperio de Poseidón. Creedme, que lamentaré profundamente, cuando el olvido caiga desde la ardiente oscuridad a mis recuerdos, no retener una sola imagen de todo lo que he visto y vivido estos días. Por el contrario, mi mente volverá a ser la de un pobre ser ignorante y con una capacidad limitada para razonar. Pero mi decisión está tomada: voy a volver a ser un mortal, viviendo con ellos, muriendo junto a ellos. Al menos, seré quién soy...
Coloqué el tridente y la caracola a los pies de Poseidón y tras una reverencia a mis padres, me dispuse a emerger a la superficie. Me detuvo la mano de Anfítrite: ... Hijo mío, respetaré tu decisión. Pero una madre necesita ver a su hijo, no podrás evitarlo. El primer día de cada verano, te visitaré para abrazarte, porque esperaré ese momento con anhelo, el resto del año. Será el único instante, en tu existencia terrenal, que vuelvas a recordar que en el pasado, fuiste Tritón, Dios de los mares, pero lo olvidarás en cuanto me haya ido...
Y así quedó escrito. Nadé hasta llegar a una playa y enseguida, mi cuerpo volvió a ser el de aquel joven al que todos creían ahogado en el mar y cuya aparición como superviviente de un naufragio, causó asombro y alegría en mi aldea de pescadores. Mis recuerdos de lo vivido en las profundidades del mar desaparecieron instantáneamente y volví a mis quehaceres diarios, donde la vida transcurría sin sorpresas, en esos días que se sucedían con monotonía, salvo cuando la voz de Anfítrite surgía, puntualmente, con la llegada del verano. Ese día una fuerza irresistible guiaba mis pasos, siempre de noche, hacia el embarcadero, impulsándome a navegar. Y una vez en alta mar, surgía mi madre, abrazándome y haciéndome recuperar por unos instantes mis recuerdos como hijo suyo. Y así se sucedieron los años, en los que fui envejeciendo, en paz y armonía con mi pequeño mundo y mis vecinos, siempre al lado del mar que constituía mi sustento. Me casé y tuve hijos, que Anfítrite fue conociendo, en mis encuentros anuales con ella, expresando su gran alegría por ser abuela.
Solo en una cosa me mintió mi madre: fui recuperando mis recuerdos como
Tritón, que fueron haciéndose cada vez más nítidos y persistentes, según
pasaban los años y las citas se sucedían, puntualmente, el primer día estival
de cada año. Quizás Anfítrite permitió que recordara, albergando la esperanza
de que regresara junto a ella, pero nunca tuve esa tentación, más allá de la
emoción por rememorar mis días como Tritón, de los que nunca hice partícipe a
nadie. Era feliz, en la vida tan elemental que había elegido, en mi casa, junto
a mi familia. Hoy, cuando mis fuerzas están mermadas, con muchas décadas de
vida a mis espaldas, soy un anciano que se sienta como un ciego frente al mar,
cuidado por mis hijos, esperando la llegada de Anfítrite y su abrazo, cada
verano.